"EDUARDO Y ELVIRA"
"LA CONVICCIÓN DE LAS ARAÑAS"
"LES AFFAIRES D´HENRI" (en francés)
"HISTORIAS"
"LAS GEMELAS"
"LA VALSE"
"LAS DAMAS PERRO"
"UNA MUERTE CUALQUIERA"
EDUARDO Y ELVIRA
1.
“Estimada Celia:
Seguramente te sorprenderás al recibir ésta carta. Si bien hace mucho
tiempo que no sabemos nada una de la otra, eso no significa que no pienso en
vos y en el pueblo donde crecimos juntas e hicimos esta amistad aún duradera.
Como imaginarás, seguimos viviendo en Mar del Plata, tal como te conté en su
momento. Estamos aquí tranquilos y felices. Eduardo, después de su jubilación,
estuvo un tiempo sin hacer nada hasta que le ofrecieron un trabajo de cuatro
horas por la mañana en una pequeña Empresa dedicada a la fumigación. Vos
sabés lo hábil y prolijo que fue siempre
con los papeles y las cuentas y los
dueños están encantados con él. Además, una entrada adicional, por pequeña que
sea no nos viene mal. Por suerte no tenemos grandes problemas económicos ya que
también ayudan mis haberes como maestra
especializada, sin bien no son muy altos dadas las pocas horas semanales
que tengo”.
2.
Es casi de noche y todavía hace
calor. Están sentados en el balcón de su departamento, en un octavo piso frente al mar. Eduardo se
concentra en el horizonte que, de tan lejano, se desdibuja.
“Tanta inmensidad… ¿Será posible
que allá, a lo lejos esté África?” Las distancias son su reflexión permanente.
También las simetrías y, por supuesto,
las asimetrías. Lo mismo que la cantidad de ventanas de un edificio, el número de peldaños de las
escaleras y todo aquello que pueda ser
mensurable. Tuvo esas inocentes obsesiones
desde que era chico.
Elvira, en cambio, está más
acá, pendiente de una única idea, menos inocente que las de su marido y que se
le había instalado de repente y que trataba de disimular, sobre todo para sí
misma. En este momento, volvió esa imagen y ese pensamiento pero ella
inmediatamente los distrajo. “Más tarde, dentro de un rato, voy a probar el nuevo esmalte para uñas que compré. La
peluquera me dijo que iría bien con el color de mi piel. Lástima ese brillo
nacarado que tiene. En fin, no me di cuenta, pero igual lo voy a usar y si no,
buscaré otro. Total, qué más da”.
El hombre se incorporó y se
asomó al balcón.
-Mirá, vení, parece que en la
puerta del correo hay una pelea.
-No, sabés que no puedo mirar,
me mareo y…
El hombre la tomó suavemente por
las manos.
-No, dejame tranquila, no quiero
asomarme. Te lo dije mil veces.
Su voz sonó enojada. “¿Será
posible que no se de cuenta del terror que eso me produce?”
Le dan miedo las alturas. El mar
no la impresiona; a lo que teme es a la distancia que hay hacia abajo,
al vértigo. Pensar en el vacío la descoloca, la marea, la desequilibra. Se
acuerda de cuando era chica y se cayó desde de ese techo al que se había
trepado imprudentemente. Por eso le da rabia cuando él insiste.
Luego de ese pequeño incidente
se produjo un largo silencio.
-Ricardo…
El hombre se volvió hacia ella.
-¿Cómo dijiste?
-Nada, Eduardo dije.
-Me pareció escuchar otro
nombre.
Él volvió a sentarse. La noche se
acercaba rápidamente y el viento, siempre vertiginoso, se había vuelto un poco
frío. Ahora casi no llegaban ruidos de la calle y se acentuaba el resplandor
creciente de las luces que venían desde abajo.
Él había contado, en esa hora de
descanso, diecinueve barcos de pesca y uno que parecía ser un crucero que ella
le señaló con su mano, ya que fue lo
único que le llamó la atención.
-Deben estar pasándola bien, esa
gente, los pasajeros, comiendo, bebiendo y bailando. No como…
-¿Cómo quién, cómo vos, quizás,
querrás decir?
La mujer lo miró fijamente.
-Como nosotros quise decir.
Se produjo otro silencio,
incómodo para ambos. Solamente se oía el habitual ruido de las olas al romper
sobra la playa. “Cada ocho segundos, una ola”, pensó él y luego miró a su mujer
quien ensayó una tos breve y seca. Sacó un pañuelo e insistió, esta vez
tosiendo más fuertemente.
-Bueno, me cambio y salimos ¿no?
El hombre la miró desconcertado.
-¿Salir? ¿A dónde?
El tono de su voz era seco, casi
duro. El de ella, al responder, acentuó esas
características.
-A cenar. Hoy es Domingo. Me
dijiste que iríamos al restorán de Don Emilio.
3.
Fueron a comer. Lo hicieron
rápidamente y sin cambiar una palabra; hablaron solo cuando los atendió el mozo
a quien ya conocían y luego cuando se acercó el dueño a saludarlos y por último
al salir, ya que ella, en voz bastante
alta, comentó que la carne estaba dura y
además amarga. Él contó las ocho mesas ocupadas
y en número de clientes, treinta y nueve. Nada más, eso fue todo.
4.
“Finalmente no me pinté las uñas”. Elvira pensaba en sus manos
mientras tomaba las pastillas antes de
dormir. “No me importa, total, nadie se fijó en ellas”. Apagó la luz de su
velador y se metió en la cama.
“Hoy estoy más cansado que ayer;
claro, un día más. Me iría al balcón un
rato, allí sí que descanso”. No lo hizo, se acostó al lado de su mujer.
Elvira se durmió rápidamente.
Él, en cambio, tardó en hacerlo. Había algo que le estaba dando vueltas, que lo intrigaba en la
conducta de su mujer. Un cambio general en
el tono de voz, esa ligera exasperación cuando ella le hablaba, sumado a
un áspero matiz de frialdad y de desdén,
sobre todo cuando lo miraba. “¿Será que todavía le dura la menopausia?
No, eso tiene que haber pasado hace años. Hasta los cincuenta y nueve años y
cuatro meses no dura”. Se acomodó en la
almohada, apagó la lámpara y cerró los ojos.
Casi a punto de dormirse escuchó
unos quejidos, primero y luego unos sollozos sordos. Encendió pequeña la luz que tenía para leer,
tapándola con la mano para evitar el resplandor.
-Elvira…Elvira… ¿Te pasa algo,
te sentís bien?
La mujer no respondió. Dormía profundamente y el llanto se fue
disipando hasta que su respiración se hizo regular. Eduardo la contempló un
rato, inquieto. Contó nuevamente los tres lunares que ella tenía en la cara y
la pequeña cicatriz, casi invisible
que se había hecho en la frente cuando
era chica. Un poco más tranquilo, apagó la luz y volvió a dormirse.
-Ricardo…
La voz de ella volvió a
despertarlo. Creyó entender un nombre, pero no estaba muy seguro y como la mujer continuó tranquilamente con su
sueño no quiso preguntar nada. Se levantó para fumar un cigarrillo –de vez en
cuando lo hacía- pero no pudo encontrar el paquete que había dejado sobre el
techo de la heladera.
5.
“Me imaginó que tus hijos
estarán bien; es lo que merecen ya que ambos son buenas personas, tal como vos
lo quisiste. Supongo que todavía estarás
tratando de superar el fallecimiento de tu mamá, pero así es la vida,
aunque esto no es un consuelo, es solo un lugar común, una frase hecha para
decirte cuanto lo siento. Por suerte, ella vivió muchos años, feliz, acompañada
por los suyos, a quienes tanto quería. Esto último sí, te puede servir de
alivio.
En cuanto a mí…”
6.
Estaba sentado, pensativo, la mirada
fija en las cincuenta y cuatro facturas que estaban sobre el escritorio. Las
había contado y no atinaba aún a revisarlas y ordenarlas.
-Buen día, Don
Eduardo.
El muchacho lucía desprolijo
como siempre y se lo veía alegre y enérgico, también como siempre. El hombre le
respondió con una sonrisa.
-Lo veo un poco triste. ¿Le pasa
algo, se siente bien?
-No es nada, cara de Lunes,
nomás.
Le observó las manos mientras
preparaba la orden de trabajo.
-Tenés ocho anillos hoy, te
sacaste uno. Tomá, hay ocho
fumigaciones. ¿ Un día completito, eh?.
La especulación fue
instantánea: “Ocho anillos, ocho fumigaciones. Una rara simetría”. Con otra
sonrisa, esta vez más amplia, le extendió el listado.
-Bueno, nos vemos mañana
y…arriba el ánimo, Don.
Cuando se disponía a salir, se
volvió y le mostró una de sus manos.
-Si me arreglo
con mi novia mañana me lo pongo de nuevo.
-Chau.
7.
“…ha pasado ya
tanto tiempo. Yo era joven, muy joven, apenas salida de la adolescencia. En esa
época se pensaba en el primer novio, se
creía en el hechizo de ese amor temprano, un amor que era todo, la entrada a la
felicidad del porvenir, que surgiría
luego del beso del comienzo. Y así fue. Me había enamorado locamente, así lo
creía y también a él se lo veía apasionado
y feliz. Tuvimos muchos encuentros, retozamos como ciervos en el bosque y
bebimos del manantial de la ilusión, digo esto en el lenguaje que a mí,
romántica trasnochada, me gustaba
utilizar, vos sabés. Luego, la vida o el tiempo u otros pormenores, ya no recuerdo cuales, nos fueron alejando. Pero en esa época nada
tenía importancia, ni siquiera el futuro. Tal vez aparecieron otros hombres que
me miraban con deseo, o quizás fue él, quien emprendió nuevos caminos. Ya no lo sé y no me importa
averiguarlo. Todo eso es parte del pasado; del más lejano y efímero, el de la
juventud, que se esfumó junto con todo ese romanticismo.
Después pasó
mucho tiempo, casi una vida. Y de repente, sucedió. Una noche, mientras me
quitaba el maquillaje frente al espejo, me
sorprendieron unos ojos que me miraron fijamente, tanto es así que tuve que
darme vuelta para ver si había alguien que me estaba observando. Estaba sola.
Luego, días
más tarde, me sucedió en la calle. En una esquina, esperando para cruzar, sentí
que me miraban de distintos sitios. Y era así. Yo respondí a esas miradas, a
esa multiplicidad de ojos y me di cuenta de que todos pertenecían a la misma
persona, al mismo hombre. Traté de
recordar su nombre, ya que su cara y su aspecto físico aún me eran reconocibles.
Sabía, además de donde y de cuando. Ricardo”.
Releyó ésta
últimas líneas una, dos, tres veces y decidió suprimirlas; esas confesiones no
eran oportunas.
8.
-Te teñiste el
pelo. De un color fuerte.
Estaban
desayunando. Eduardo la observaba curiosamente.
-Si ¿Por qué,
no te gusta, acaso?
Se lo dijo con
cierta impertinencia, revolviendo el café.
-No es para
vos, tira a negro.
-¿Por qué no
es para mí?
El tono de la
mujer lo puso más que impaciente. Sintió que tenía que defenderse, que ella lo
estaba insultando y ultrajando. La conocía bien. Esos detalles,
insignificantes, cuando hay una relación de años, casi de amigos, se consultan, al menos se
anuncian. En una ocasión, él le preguntó que pensaba cuando decidió quitarse el
bigote. En ese momento y por una inexplicable asociación de ideas también se
acordó de sus medias; estaban prolijamente dobladas, como a él le gustaban,
pero en el par que eligió esa mañana había una gris y otra azul.
-Porque no
tenés edad para eso. Te avejenta aún más. Además, el roble obscuro se usa para
los pisos de madera, no para el pelo de una señora.
-Hace cinco
días que el gato falta de casa.
Eduardo la
miró, perplejo.
-¿Y eso qué
tiene que ver? Se habrá ido de aventuras. Siempre vuelve. Además, el color de
su pelo es natural, no finge. Si vos, hubieras querido tener hijos, no te
preocuparías tanto de los gatos. Tuvimos cinco en lo que va de nuestro
matrimonio.
Ella se
levantó, tiró la servilleta sobre la mesa y se metió en la cocina. Al rato él,
con la excusa de levantar la vajilla, la siguió con las
tazas vacías en la mano. Ella estaba sentada, la mirada fija en la pequeña
ventana que daba al aire luz. “Seguramente está pensando en el gato”, se dijo
el hombre mientras dejaba las cosas en
la pileta. Por último salió, sin preguntar.
9.
“En cuanto a
mí, creo que llegó el momento de sincerarme, contradiciendo posiblemente, las
pocas cosas que te conté al comienzo de esta carta. Considero que sos la única
amiga que tengo, a pesar de que en estos últimos tiempos no nos hemos visto.
Pero, los recuerdos de la infancia y de la juventud compartida son tan fuertes,
que hacen que el lazo que tenemos no se deshaga nunca. Creo que vos estarás de
acuerdo en esto. Sabés, naturalmente, que tengo casi sesenta años, edad en la
que una se replantea la infinidad de cosas no realizadas y a la vista de un
camino que se acorta. El año próximo me jubilaré y este es el punto de partida
que elegí para reestructurar mi vida, si es que aún puedo. Mi relación con
Eduardo ha sufrido un desnivel muy grande. Creo que eso se debe a que él,
fundamentalmente, ha cambiado su visión de la realidad; se ha vuelto
imperturbable frente a todo y eso se llama, para mí, egoísmo. Y soy yo quien
lleva la peor parte”.
10.
En la oficina
todos notaban ya su preocupación. Un día, hasta se equivocó en una cuenta, un
detalle mínimo que a otra persona no le hubiera importado pero, en su caso, eso
significaba una catástrofe. Él no podía permitirse “semejante error”. Hasta
habló con el dueño de la empresa, para disculparse.
-Pero Eduardo…
¿Qué me está diciendo, qué significa esta explicación? Oiga… ¿A usted le está
pasando algo, se siente bien?
El hombre lo
miró amistosamente, casi con cariño, con una sonrisa franca.
-En realidad…no
es a mí. Yo estoy como siempre. Es mi mujer, Elvira, usted la conoce, se ha
puesto un poco caprichosa y…
El otro lo
miró con indulgencia, esperando.
-Y bueno,
nada, supongo que ya pasará y que volverá a ser la de antes.
-Claro, un mal
momento sin duda; las mujeres son así. Cuente conmigo.
En ese
instante se abrió la puerta y entraron dos de los muchachos que cumplían con
los servicios.
11.
Esa tarde ella
no se sentó en el balcón. Le dolía la cabeza y hacía demasiado calor. En eso no
se equivocaba. Estaban en pleno verano y aparte de la temperatura alta, de la
calle, a pesar de la altura, llegaban muchos ruidos y voces de la gente;
veraneantes en su mayoría. Argumentó todo eso para recostarse un poco. Eduardo
se quedó un rato bien largo. Contó, como
siempre, la cantidad de barcos que pasaron y, asomándose al balcón, hizo un
promedio de los automóviles que circulaban, minuto a minuto, clasificándolos
además por marcas, modelos y color.
12.
El piso estaba
mojado. Lo sentía en sus pies, que estaban empapados. El recinto era
rectangular, de techos bien altos, con paredes blanca, azulejadas y una enorme
claraboya que dejaba pasar una luz tan intensa que a veces impedía ver hasta lo
más próximo. Caminaba entre bañeras
humeantes de vapor. En todas ellas había hombres metidos hasta la cintura en el
agua caliente. Una señora, vestida de guardapolvo blanco y toca, la guiaba.
Un hombre, muy viejo, con el agua hasta
el cuello, se quitó los anteojos y le sonrió llamándola con un gesto. Ella se
aferró a la acompañante, quien soltó su brazo y se separó rápidamente de ella.
A veces con rapidez y otras lentamente,
pasaban hombres vestidos de traje y corbata y con maletines de cuero negro,
también mojados. Ella abrió la boca y
aspiró un aire caliente y húmedo que le quemó el cuerpo. Siguieron caminando,
siempre tratando de serpentear entre las tinas llenas de agua y de hombres que
sonreían a nadie, mientras otros bostezaban sin parar y hasta había aquellos
que leían el diario o algún libro. Ahora la mujer-guía la empujaba, obligándola
a desplazarse a gran velocidad. En un momento empezó a llover intensamente.
Ella miró a la otra, quien le hizo un gesto de simpatía, recogiendo unos
paraguas del suelo que abrieron con rapidez. Corrían cada vez más; en un
momento la mujer uniformada le indicó que se detuviera. Habían llegado frente a
una pequeña piscina, en la que un hombre flotaba mansamente boca abajo mientras se acercaba
hacia ellas. Su espalda era robusta y velluda. Al llegar al borde se dio vuelta y mostró su cuerpo desnudo;
solamente su cara estaba oculta por una ráfaga gris y húmeda. Ahora llovía más
intensamente y el hombre empezó a mover sus brazos en forma ondulante sin expresar nada en especial hasta que,
finalmente, le hizo un gesto para que se acercara. Ella miró hacia ambos lados
y no pudo ver nada más que nubes de vapor compactas como algodón. Apoyó su paraguas
en el piso y, vacilante, se arrodilló para verlo de cerca. Entonces él, con un
gesto rápido pero tranquilo, se pasó la mano por la cara y se quitó la niebla
que la ocultaba, sonriéndole. La mujer
lo miró y, a pesar de la mueca que simulaba una sonrisa, lo reconoció. Entonces
él la miró dulcemente y estiró su mano para tomar la de ella. A su alrededor no
había nadie; ahora no llovía más y azuladas nubes de vapor surgían del piso. A
lo lejos, otra vez, esos hombres trajeados, todos con su maletín, caminando
apurados. Tímidamente ella tendió su mano, que él tomo con suavidad llevándola
hacia el agua. Su cuerpo se había sumergido un poco más pero ella pudo tocarlo
y dejarse guiar hacia el sexo del hombre. Sintió la dureza del mismo entre una
mata velluda y pegajosa y trató de retirarla, pero algo más fuerte que su
voluntad, seguramente el placer, se
interpuso y comenzó a acariciarlo hasta que, lentamente, toda ella se introdujo
en el agua, sintiendo la fuerte tibieza de la misma y del cuerpo del hombre. Cuando
sintió que los dientes de él se clavaban en su carne, lanzó un grito de dolor…
Asustada,
abrió los ojos, se los frotó y vio, aturdida, que estaba sola en el cuarto.
Miró el reloj. Había dormido casi una hora y media. “Ricardo, él, Ricardo, su
voz en pluma y seda…”.
13.
La encontró
sentada a la mesa, escribiendo. Ella no levantó la mirada.
-¿Sabés que el
gato ya apareció?
La mujer no
contestó y ni siquiera hizo un gesto de haberlo escuchado.
-¿Me oíste? Te
dije que el gato volvió.
Ahora sí,
volvió la cabeza, pero no hizo ningún
comentario.
-Hoy encontré
un pañuelo sucio, bien doblado, junto con los limpios.
Esta vez, ella
ni siquiera pestañeó.
14.
“ Querida amiga, quiero contarte algunas cosas que me
preocupan mucho. Eduardo se ha vuelto
más que raro, cualidad que podría atribuirse a los años, si bien no es tan
viejo. Suceden hechos muy extraños, los que, naturalmente no son comprobables,
dado que hacen a nuestra intimidad.
Hubo, últimamente algunos incidentes que… ¿Cómo te diría? Me han hecho pensar
que le ha sobrevenido una perturbación mental, que se manifiesta en su actitud
hacia mí persona, que soy, insisto, quien está a su lado y con la que tiene más confianza. Concretamente
me voy a referir a los sucesos de los últimos días en los que se han dado
situaciones muy sospechosas. Lamentablemente, es muy duro para mí referirme a
todo esto.
La otra tarde
creo que tuvo la fantasía de arrojarme por el balcón; esa misma noche fuimos a
comer y estoy segura de que me echó alguna sustancia en la comida, yo pedí
carne y, cuando volví del tualé y me dispuse a comerla, noté que estaba amarga
como la hiel por lo que tuve que fingir que la comía mientras la tiraba debajo
de la mesa; además el gato, mi querido Polilla, desaparece cada dos por tres,
no sé qué es lo que hace con él pero me lo esconde, sabiendo el amor que yo
siento por ese animalito y el sufrimiento que su falta me ocasiona”.
15.
El verano se
acentuaba y ellos también profundizaban, quizás sin quererlo, una convivencia
cada día más áspera. El calor parecía exasperar los ánimos impidiendo, al mismo
tiempo, que las diferencias se manifestaran abiertamente. Vivían en la morada
del gato y el ratón. Claro que esos roles iban de uno al otro, cambiando según
los resquemores circunstanciales que se instalaban entre ellos. Cuando él
simulaba dormir, era el felino espiado por el roedor, en cambio, cuando ella
salía a dar una vuelta, era el ratón huyendo del gato. Así pasaba el tiempo
entre ellos, en silencio, solo alterado por el ruido, la música y las voces que
venían de la calle, generalmente atestada de gente. El sonido del mundo estaba
debajo, lejos de esta aparente quietud.
16.
-Sí, doctor,
es así como se lo cuento. No puedo entenderla, no sé hacerlo y tampoco sé si es
que me importa demasiado tratar de comprenderla o de saber siquiera que es lo
que siente. Esto último me provoca un dolor extra pero hemos llegado a un
punto…
Miró entonces
hacia la pequeña biblioteca del doctor e hizo un cálculo rápido de la cantidad
de volúmenes allí alineados.
El médico lo
miró, esperando.
-Su propuesta
me parece razonable pero la encuentro imposible. Ni siquiera podría sugerirle
que venga aquí, que lo vea. Y menos juntos. Me acusaría, como lo hace tantas
veces, silenciosamente, con esa mirada fría y dura que ha descubierto y que
utiliza como arma. En realidad, estoy a punto de…detestarla. Soy un hombre
simple, de trabajo, sin grandes aspiraciones. Trato de evitar, como siempre
hice en mi vida, toda posible complicación. Quiero, como todos, ser feliz.
Desvió la
mirada, azorado y se distrajo nuevamente en los libros del consultorio. Estaba
casi seguro que eran treinta y ocho, veinte iguales, seguramente de una misma
colección y el resto, un conjunto de formas y colores diferentes.
El terapeuta
miró la hora.
17.
“Siento,
querida Celia, que el odio me está lentamente poseyendo; es un sentimiento
detestable, ya lo sé, pero esto es lo que me sucede. También adivino que yo
tengo la culpa por haber llegado a esta situación, que no es de ahora, que
viene del pasado y que, te lo tengo que decir, se desató a partir del recuerdo
del otro, a quien creo que hubiera amado salvajemente, sin caer en esta
estúpida relación formal, gris, agobiante a la que estoy desde siempre
condenada y que acepté, obligada por mi misma insisto, hace ya mucho tiempo. El
recuerdo de Ricardo es lejano, ni siquiera sé si aún vive. Lo que te puedo
asegurar es que ese amor bestial que él me daba y que yo creía sepultado ha
vuelto, se ha despertado creo que ya inútilmente, dejándome la sospecha de la
felicidad que se escapó y que podía haber vivido. Estoy dispuesta a terminar
con esta situación, de cualquier manera, no sé. No quiero ser melodramática ni
impulsiva, pero así no puedo seguir”.
18.
Eduardo estaba
leyendo en el living cuando escuchó el ruido de vidrios que se rompían. “Otra
vez. En fin debo ser indulgente y pensar que se trata de un accidente” De
cualquier manera, a pesar de haber hecho
esta reflexión, se sintió fastidiado.
Al rato se
repitió lo mismo, más fuerte aún. El hombre dejó el diario sobre la mesa y alzó
la cabeza, inmóvil. Cuando sucedió por tercera vez se levantó y fue hacia la
cocina. Ella estaba de pie, junto a la heladera con una copa en la mano, que
arrojó violentamente al piso mientras miraba fijamente a su marido.
Él salió sin
decir una palabra. Fue hacia el cajón de las herramientas, en el lavadero, tomó
un martillo y empezó a los golpes con el espejo del comedor, hasta hacerlo
añicos.
Ella apareció
de inmediato y ambos se miraron, sin moverse.
19.
De la calle
llegaban los sones de una música fuerte, una cumbia posiblemente o una de esas
canciones alegres que se escuchan en el verano.
20.
Eduardo se
sentó a la mesa, en silencio. Ella, al rato, se instaló en la silla de
enfrente, también sin hablar.
-¿Qué nos
pasa, qué estamos haciendo, cómo estamos viviendo, Elvira?
-No lo sé, no
lo comprendo, podría buscar explicaciones pero tampoco sé si son ciertas.
Ahora solo se
oía el ruido del motor de la heladera cuando arrancaba.
-¿Qué podemos
hacer?
Ella lo miró,
se retocó el pelo y sonrió flojamente.
-Podrías
invitarme al restorán; sabés que me gusta comer afuera.
-Bueno, dale, vestite.
21.
Elvira terminó
de arreglarse. Antes de salir de la habitación, abrió el cajón de su
mesa de luz, sacó la carta y la rompió.
Buenos Aires, Agosto de
"
Es casi la
medianoche de un sábado y las dos mujeres están jugando a las cartas en la mesa
de la cocina. Durante el día, el calor ha sido agobiante, como siempre sucede
en Buenos Aires, con su verano húmedo y pesado. Hoy, la mucama tuvo el día de
franco y aprovechó para salir con su novio. Fueron al cine, después pasearon
por un "shopping" y luego tomaron un helado. Él quiso ir al hotel
pero, para ella se había hecho un poco tarde. Otro día, ahora mejor cada uno a
su casa. La otra, la cocinera, tuvo que quedarse para atender a la señora;
mañana será domingo y ése es su día libre.
-Dale, te toca dar a vos.
Le alcanza el
mazo mientras se saca la blusa para estar más cómoda. Total, están las dos casi
solas. La patrona, a esta hora, ha de estar ya en su segundo o tercer sueño.
-Espero tener más suerte, me estás dando una flor de
paliza. Ya sé, me vas a decir que soy una estúpida, que no calculo las cartas
que van saliendo, que la escoba de quince es fácil pero que igual hay que
pensar y estar bien atenta.
Reparte los naipes.
Se escucha, lejana, una voz o un ruido; no resulta claro.
-¿Oíste? Me
parece que está llamando.
-No, no escuché
nada. Vos querés distraerme. No te hagás la piola conmigo.
Las dos se
sonríen y Ana, la cocinera, se levanta para calentar un poco mas la pava, el
agua se enfrió y parece que estuvieran tomando pis en lugar de mate.
La casa es
enorme, antigua, de dos pisos, situada en pleno San Isidro, cerca de las
barrancas. Sólo una parte de ella está habitada; el resto está vacío y casi en
ruinas. Está rodeada por un hermoso jardín, más que eso, se diría un gran
follaje abundante y desordenado, con una verja de hierro negro a su alrededor
con agujas terminadas en flechas. Hay algo de romántico en su aspecto; muestra
una decadencia, lujosa y antigua, que es parte de su encanto. "No como
esas que se construyen ahora, que no tienen ni un soplo de esta vieja dignidad
ni de este esplendor". Así piensan ellos. La dueña de casa y
sus hijos no quieren tocarla, detestan la idea de
parecer nuevos ricos. Al menos, es lo que creen y, a veces, dicen.
A esta hora
corre una brisa fresca que viene del río; un aire silencioso, taciturno, que se
mezcla con el verdor blando de los árboles. El cielo es tan azul y luminoso
como solo puede serlo en el verano. En la calle no hay gente, seguramente están
comiendo o bebiendo o pasando alegremente el tiempo en los sitios de moda.
Sobre la vieja
casa, la luna brilla para nadie.
-Ahora sí,
escuchala, la vieja está llamando, a los gritos, como siempre. ¿La oís?. Rosa,
andá volando, sino mañana se lo cuenta a sus hijos y te levantan en peso.
-Sus hijos, que
no vienen nunca. Mirá si van a ocuparse de eso. Y de mí, además. No importa,
igual tengo que atenderla.
Se pone la blusa
y sale. Como siempre, fuera de la cocina, la casa está en total obscuridad.
"La vida se acaba al salir por esta puerta", piensa.
La señora grita
aún más fuerte. La chica enciende una
luz y sube rápido la escalera. "A lo mejor le pasa algo en serio, un
infarto, se cayó de la cama, que sé yo", reflexiona.
Entra al cuarto
sin golpear. La mujer está sentada en el borde del lecho, los ojos alterados,
más que el pelo, lo cual es bastante.
-Finalement! Il
y avait une araignée sur l´oreiller!
-Señora, por
favor, hábleme bien, sabe que así no la entiendo.
-¡Digo,
estúpida, que había una araña sobre la almohada!. Eso es por la buena limpieza
que hacen, ustedes dos. Ni quiero pensar
en lo que me dan de comer, vos y tu cómplice.
La muchacha va
hacia el tocador, sirve agua en un vaso, le agrega unas gotas y se lo da a su
patrona, quien bebe rápidamente y con avidez y más rápido aún se recuesta.
La noche pasa,
transcurre. Al amanecer se escuchan bocinas, risas, voces, alguno que canta o
que intenta hacerlo. Luego el silencio. Llega el domingo con su tiempo de
quietud. Al rato, nomás, el sol del verano empieza a salir, como todos los días
y para todos; siempre es igual. La luz reverbera sobre las plantas del jardín y
todo va adquiriendo esa luminosidad, que primero es dorada y que luego se torna
incolora. La mañana es así.
Son las diez.
Rosa mira el reloj y, alarmada por la hora, se levanta de prisa. "Que raro
que aún no me haya llamado", piensa, "Bueno, es que anoche le puse el
doble de gotas".
Va hacia la cocina. Mary ya no está; es su día de
descanso y lo aprovecha. Igual, dejó la comida en la heladera, toda preparada.
"Pobre, tiene un buen viaje y buen gasto también. Tren, subte, otro tren,
por último un colectivo local y ya está. En Bernal tiene a su hijo, a quien ve
poco, claro es tan lejos. Menos mal que lo cuida su hermana, la pobre es una
santa", piensa mientras sube la escalera.
Abre la puerta
tratando de no hacer ruido, la manija, de oxidada, a veces larga un
chirrido. Si la vieja duerme, mejor. El
cuarto está a oscuras. Se acerca a la cama en puntas de pie y oye el ronquido
de la señora. Pero hay algo que la sorprende. En la almohada, justo al lado de
la cabeza de la anciana, hay tres arañas que también parecen dormir. Están
quietas.
"Mierda, la
vieja tenía razón, no sé de dónde han salido". No les tiene miedo, en su
provincia había muchas y allí aprendió a convivir con ellas. Toma el vaso de la
noche anterior y, delicadamente, una por una, mete a las arañas dentro del
mismo y se dispone a salir. "No sea que las vieja las vea y haga otro
escándalo", piensa sonriente.
-¿Rosa, sos vos,
no? Abrí un poco las ventanas y corré
las cortinas, quiero que entre un poco de luz, apenas nomás.
-Buen día, señora.
La saluda mientras va hacia la ventana, para iluminar la habitación y para
tirar las arañas en el jardín. No le gusta matarlas.
-Je veux le
petit déjéneur, s´il te plait.
Eso lo
comprende, es el pedido de todos los días. Se acerca a la cama y le acomoda las
almohadas para que la mujer esté sentada para el desayuno. Cuando arregla un
poco las cobijas descubre otra vez algo que, ahora sí,
casi la paraliza. Hay un montón de arañas debajo del cobertor; como veinte o
más y no están quietas, éstas parecen bailar. Con las manos, sin que la señora
lo advierta, las tira al piso. Después verá que puede hacer. "Por el
momento", vuelve a decirse, "es mejor que la vieja no lo sepa".
-Ya se lo
traigo, señora. ¿También el agua de las ciruelas?
-Mais oui, bien
sur.
La muchacha
sale, la preocupación la hace apurarse.
Ignacio, el
mayor duerme profundamente. Su cabeza pesa como un adoquín; tuvo una noche
larga, de juerga con amigos. Todo bien, salvo los tragos; hay demasiado alcohol
en su cuerpo. Está acostumbrado y no le importa. Desde que se separó siente que
ha recuperado la libertad. La vida, para él, ahora es así; trabajar lo
indispensable y dedicarle todo el tiempo que pueda a pasarla bien, al placer.
Su único hijo se ha ido lejos, a Canadá, y por el momento no piensa volver.
Cada tanto un E-Mail y ya está. Su misión de padre está cumplida.
La mujer
consulta la hora en el reloj de la cocina. Son las ocho. Para ella es temprano
pero piensa en sus hijos que aún no están en casa. "Bueno, ya vendrán;
ahora es así. Salen de madrugada y llegan de día. No hay drama, dicen". Se
sonríe mientras piensa en ellos. Está
casada con Sebastián, el hermano de Ignacio. Cuando su marido vuelva de
correr quizás vayan juntos al supermercado. A ella le gusta eso, es como su paseo
preferido; a él no tanto, su espíritu es más deportivo, si bien es ordenado y
sabe que todo lo que hace a la vida familiar es importante. Por eso es que ha
conseguido un buen trabajo, bien rentado, como Gerente General de una
importante Compañia de Seguros situada en la "City".
La taza, la
tetera, el azúcar, las dos tostadas bien crocantes, solas, sin dulce ni
manteca, el vaso de agua y el otro con el jugo de ciruelas. También la
servilleta sobre el pequeño mantel, el juego de hilo, el que a ella le gusta.
Todo bien ordenado sobre la pesada bandeja de peltre. La señora tiene el desayuno listo. Hay que llevárselo
rápido, si no se pone muy nerviosa. Sufre del estómago, su languidez es
constante. El médico le indicó comer lo menos posible y así está de flaca. También
sus nervios están alterados y su conducta es cada vez más extraña. Pero de esto
último no se habla; surge de la observación cotidiana. Tanto Mary como Rosa,
las empleadas, lo sufren diariamente.
La escalera de
nuevo, esta vez con más cuidado. El otro día casí se cayó; se le escapó una de
las chancletas. Al contárselo a Mary, la cocinera, se rieron hasta llorar, de
tantas pavadas que dijeron. De aburridas nomás.
Cuando entró al
cuarto y la vio tuvo que sostener la bandeja muy fuertemente; esta vez, más que
caerse casi se desmaya, con desayuno y todo.
La señora estaba
sentada en la cama, tal como la había dejado, pero ahora su aspecto era
terrible. No solamente por la boca abierta y los ojos desorbitados, sino porque
estaba cubierta de arañas, de todos los colores y formatos. Le caminaban por
las manos, la cara, el cuello; la cabeza parecía el lugar preferido. Entraban y
salían por los túneles que ellas mismas habían hecho en el escaso pelo de la
mujer.
Rosa dejó la bandeja sobre una silla y, lentamente, con
terror, se acercó a la vieja. Ésta aparentaba no darse cuenta de nada, estaba
inmóvil, como muerta. Parecía no percibir a esas arañas que también se estaban
metiendo en su boca y que seguramente se habían ya instalado dentro de su cuerpo.
Se acercó como pudo y, casi sin mirarla, la destapó. Había miles por toda la
cama, se caían de ella porque ya no tenían espacio; hasta el piso, que también
estaba invadido. La muchacha miró hacia arriba, hacia abajo, a los costados, a
las paredes, al techo, todo, absolutamente todo estaba cubierto y toda la
habitación parecía moverse, atravesada por las infinitas telas que tejen las
arañas.
-Se han decidido
y están descendiendo de los árboles...Rosa, quiero que llames a mi abuela...
La voz de la
mujer sonaba ronca y entrecortada.
-Perdón que la
contradiga, señora, pero su abuela falleció hace muchísimos años. Yo no la
conocí.
-Eso no tiene
nada que ver, querida, llamala igual. Haceme caso.
Se dio media
vuelta y huyó escaleras abajo. Pensó que debía tranquilizarse, si podía; que
tenía que pedir ayuda, primero a Mary.
Después se dijo "No, a Mary no, tengo que hablar con los hijos; quienes
sabrán, de ellos es la responsabilidad. No sé, llamarán a la policía, a los
bomberos, al hospital, algo tendrán que hacer. Yo no puedo y tampoco sé si
quiero; lo que me gustaría ahora, si pudiera, es escapar, huir de aquí, salir
ya de este infierno". Se sentó a la mesa de la cocina, tapándose la cara
con las manos. Tenía ganas de llorar y no podía; mucho menos gritar, que era lo
que le hacía falta. Al rato se tranquilizó un poco y se preparó unos mates para
ir pensando en los pasos a seguir.
En la
habitación, a oscuras todavía, suena el teléfono. El hombre continúa inmerso en
ese sueño denso y pesado, hijo del alcohol y parecido a la muerte. Luego vendrá
la resaca, en la jerga de los borrachos.Su percepción de la llamada se
manifiesta en una queja gutural apenas audible. Finalmente, el teléfono cesa y
entra el contestador. "Señor Ignacio, perdone que lo moleste, habla Rosa,
la empleada de su mamá. No sé, no sé como explicarle, pero la casa se está
llenando de arañas. Su madre...Bueno, ella es la que peor está...Por favor,
atiéndame o venga lo más rápido que pueda ni bien escuche este mensaje. Es...es
grave".
-Mierda.
La voz del
hombre se escucha sordamente. Un graznido apenas. Se da media vuelta, en la
cama, se tapa hasta la cabeza y continúa durmiendo.
Cuando se acerca
a la puerta del cuarto ve, con horror, que ésta también está cubierta de arañas
y que también invadieron las barandas y van subiendo y bajando por los
escalones. Rosa retrocede. Lo primero que se le ocurre es empacar sus cosas y
llevarlas a la cocina, que por el momento parece ser el lugar más seguro, por
lo alejado y porque además se puede cerrar la puerta con cierta hermeticidad.
También juntará todo lo de Mary. Utilizará las valijas que hay en la casa,
tiradas en el garage y que nadie sabe que existen.
Hizo todo eso lo
más rápido que pudo y se instaló en la cocina. Su refugio.
Cuando llegó Sebastián
su mujer se lo contó. Hacía diez minutos que había recibido el llamado.
-¿Ah,
esas...Cuál de ellas, Rosa?
Finalmente los
muchachos ya estaban en casa y todos se hallaban sentados en pleno desayuno
dominical; juntos, como no sucedía durante el resto de la semana. La mañana era
espectacular. El sol brillaba como nunca y, después del supermercado y del
almuerzo, la pareja tenía previsto ir a lo de Cristina, una amiga en común,
para visitarla y pasar la tarde disfrutando de su piscina, que era más grande
que la de ellos, aunque no tenía tanta sombra alrededor. Total, los chicos,
después de la noche anterior se acostarían a dormir, la noche y la siesta todo
seguido.
-¿Arañas? No le
hagas caso. Esa mujer nunca me gustó. Es la peor sirvienta que le pusimos a
mamá. Decile, si vuelve a llamar, que las junte y que se haga un guiso con
ellas. Son muy saludables, mucho mejor que eso que
comimos, lentejas o no sé que nos dio hace unos meses, cuando fuimos.
La mujer se rió;
la broma le causó tanta gracia que no cesaba de festejarla. Los varones la
miraron, pensativos, preocupado el más joven.
-¿No deberíamos
ir a lo de la abuela y ver que pasa?
El otro asintió.
Estaba de acuerdo.
Los padres los
miraron fijamente. La mujer se levantó y empezó a recoger la mesa. No tenían
empleada los domingos.
-Cállense,
tarados, y vayan a dormir.
En este caso,
fue la madre la que asintió.
Eran las seis de
la tarde y en la casa no tenían noticias de nadie. Cuando Rosa se asomó por
última vez al pasillo, hacía ya un rato, el mismo también estaba invadido. Igual que en el cuarto de la señora las había
a millares por todas partes, en las paredes adamascadas, en los pisos, sobre
los espejos, en los techos, todo estaba tejido con esa filigrana que hacían;
allí estaban, colgadas algunas, trepando y haciendo arabescos la mayoría.
Fue por eso que
llamó a Mary, quien le aseguró que inmediatamente iría para allá. Las valijas
ya estaban hechas. Eran cuatro y las ubicó al lado de la puerta que daba al
jardín, el lugar que había elegido para salir, ya que estaba pegado a una obra
en construcción -por la que pasarían- y donde, por el momento todo estaba
tranquilo.
La noticia se
difundió, como es habitual, muy profusamente por todos los medios, sobre todo
en la televisión, que cuenta con la ventaja y la sordidez, que dan las
imágenes. La casa, vista desde el exterior, era una masa fluctuante y viva; en
perpetua transformación, provocada por la acumulación de arañas que la cubrían.
También se mostró a la señora de todas las maneras posibles, sobre todo en
fotos rescatadas del pasado, donde se la veía lozana y feliz, junto a su marido
e hijos y también sola, en tomas de estudio. Pero el consumo es el consumo y en
un diario y en el noticiero más visto de la TV apareció la fotografía de su cara y su cuerpo
carcomidos por las arañas. Se barajaron miles de hipótesis. Naturalmente
también hubo necrológicas más serias, las de rigor, ya que la
mujer pertenecía a una familia muy tradicional. Por supuesto, el público vio a
las ambulancias, a la policía y a la empresa de fumigación que se ocupó de
sanear la casa, colocando su correspondiente e inevitable vallado plástico en
rayas rojas y blancas, lo cual, si se quiere daba un cierto aire festivo a la
tragedia. Los vecinos estaban un poco indignados por tanta intromisión pero,
alguno de ellos se permitieron ser reporteados hablando largamente y
proponiendo nuevas hipótesis. Los únicos que no quisieron mostrarse fueron los
familiares, estaban desesperados, al borde de la locura, se dijo.
El tema fue
noticia durante una semana y se lo clausuró diciendo que la invasión de
arácnidos se debía a una ola de aire tropical venida de Brasil, consecuencia de
la deforestación del Amazonas. Todo es creíble y todo pasa.
La familia y
algunos amigos la acompañaron al cementerio. Trataron de que fuera en forma muy
privada y lograron conseguirlo, milagrosamente. En la lápida, además del nombre
y apellido de la dama y las fechas de nacimiento y deceso habituales, los hijos
le dedicaron la siguiente frase: "Adieu, maman".
Se encontraron
en Constitución, en un bar un poco alejado de la estación que ellas ya
conocían. Resultaba un sitio intermedio
para encontrarse, pues ambas vivían lejos una de la otra. Hacía ya tres semanas
que no se veían..
-¿Y, Mary, conseguiste
algo?
-Una suplencia,
por un año, en una casa de familia. Para toda tarea, nada de cocina solamente.
Eso ya fue. ¿Qué lástima, no?
-Bueno, al menos
tenés algo bastante fijo. Yo, en cambio estoy trabajado por horas; por mi zona.
Lavado y limpieza general cuatro horas por día, tres veces por semana para dos
personas mayores. Son buenos; creo que es mejor que sean grandes así no hay
chicos dando vueltas. Lo que extraño de la casa de la vieja es que era un
trabajo más regular, con una entrada mensual fija.
-Acordate que el
miércoles tenemos que ir al sindicato para ver al Abogado ése, el que nos está
tramitando la indemnización.
Hacen una seña
al mozo para recordarle el pedido.
-¿Sabés Mary,
que el otro día, al abrir la cartera, adentro había una araña?
-¡Qué cómico, un
lindo recuerdo! ¿Y qué hiciste?
-La tiré al piso
y le di un flor de pisotón..."Hija de puta, le dije, por ustedes perdí el
trabajo,"
-Pobre bicho,
Rosa.
-Pobres de
nosotras, eso.
Las mujeres
guardan un poco de silencio. Ahí, dentro de ese bar hace mucho calor. Solamente
un ventilador y nada más.
-Yo me pregunto,
todavía, qué es lo que pasó.
-Nunca lo
sabremos, aunque...
-¿Qué querés
decir, Rosa?
-Para mí tuvo algo
que ver esa yegua, la mujer del hijo menor.
El mozo viene
con los cafés.
-¡Qué manera de
hablar! Antes no eras así.
-Siempre fui
así, y peor. Lo que pasa es que la vieja me pescó un día carajeando y puteando
sola y me pegó un levante que por poco me echa. Sabés que no tenía buen
carácter y menos con nosotras, era antipática. Ahora, aunque sea, soy libre
para decir lo que se me cante cuando quiera. Mierda.
-Rosa, sos
cómica vos. ¿Qué decías de la nuera?
-No sé bien,
Mary, no puedo asegurarlo, pero para mí, esa contrató a alguien para que le
hiciera algo, algún mal. Nunca la pudo ver; siempre le tuvo ojeriza y la vieja
a ella también.
-En eso te doy
la razón. Esa otra fue siempre de barrio, como nosotras, solo que se tomó en
serio lo del apellido de su marido y la vieja, que era bastante mala y de mal
carácter como vos dijiste, pero que de estúpida no tenía nada, le tomó el
tiempo.
-Los únicos que
la deben haber sentido son sus nietos; esos pibes si que la querían. Los otros
no; hasta estoy segura de que pronto ponen el cartel de venta. Es lo único que
les gusta, la plata. Menos mal que, con valijas y todo nos fuimos a la Comisaría y allí
explicamos todo. -Claro, la cana habrá llamado después a los matungos esos, los
hijos de la vieja, que tuvieron que cargar con el problema. Cuando me llamaron
a declarar dije lo que sabía y chau.
-Yo hice lo
mismo. Es más, dije que ese domingo me llamaste desesperada, la verdad.
Llaman al mozo y
le piden agua y un sobre más de azúcar. Hay mucha gente en la calle ahora. Rosa
consulta su reloj.
-En fin, creo
que nunca nos enteraremos de lo que les pasó; es una cosa que no tiene
explicaciones. Esa mujer, sola, vieja...Esa familia...
Abre su cartera
y prepara el cambio para el colectivo.
-¿Vamos?
-Sí, no quiero
viajar tan apretada. Mary... ¿Sabés qué pienso?
-Sí, Rosa, decime.
-Algo habrán
hecho.
Llaman al mozo
que viene con el agua. Se la toman, pagan y se van. París, Julio de 2009
“HISTORIAS"
“LAS GEMELAS”
"LA VALSE"
“LES AFFAIRES D´HENRI”
(Presque un “Roman-feuilleton”)
“Eh, garçon, viens ici, je suis assoiffé…”
Henri acquiesce. Il grimace et aprés rit d´un
façon imperceptible. Sur sa main droite, il porte le plateau en métal avec les
bouteilles, les verres et quelques nourritures légères.
On entend une musique, mais…quelle musique? Un
tango, naturellement, nous sommes dans un salon de bal, une “milonga” à Buenos
Aires.
Les mirroirs multiplient les figures des
personnes qui sont assises et celles des autres
qui , la plupart d´elles, sont en train de danser.
Henri travaille ici. C´est le salon “chez
Carlitos” à Pompeya, où notre ami est le
garçon depuis quatre ou cinque ans.
Il est jeune, ses cheveux sont bruns et sont
peignés au milimètre; ses dents sont très blanches et son sourire est très
lumineux.
En
travaillant beaucoup, il gagne de l´argent qu´il necessite pou sa vie
quotidienne, mais…il a d´autres activitès qui n´ont pas de rapport avec le
service à table. On peut dire qu´il s´agit des petites faveurs ou bénéfices
qu´il fait à sa clientelle préferée.
Et…
nous nous demandons quelles sont ces
petites activitès?
“Henri,
ecoutez-moi… Venez ici, s´íl vous plait. J´ai une migraine et, en plus, je
crois que ma pression arterielle est trés haute… Accompagnez-moi, un moment,
aux toilettes.”
La voix de l´homme est hésitante. Il se léve
jusqu´à Henri, qui laisse le plateau sur le bar et, en faisant un clin d´oeil à
Pierre, l´autre serveur du salon, il entre dans les toilettes en suivant le
client.
A l´interieur, à côté des
lavabos:
“Henri, qu´est-ce que vous
avez? Je vous ai demandé un rendez-vous
avec madame Adèle, la belle dame blonde.”
“Oui, la belle femme blonde
qui est mariée…”
“Bien sûr, je sais qu´elle est mariée, mais
les yeux de Madame Adèle… ce sont les yeux d´une rêveuse…”
“Les yeux d´une rêveuse? Non, Monsieur, elle
regarde comme une personne presque aveugle, c´est la veritè. Pas de poesie, mon
ami!”
“Silence, Henri, je n´ai pas besoin de votre
opinión. Je vous prie de lui dire un petit message à l´oreille…Des paroles
secrètes…Je le crois possible, eh?”
“Oh, Monsieur, l´affaire n´est pas facile…elle a un mari, vous savez…et
il s´agit d´un homme dangereux…”
“Dangereux
? Que´est ce que tu dit ? Expliquez-moi,
Henri.”
“Mais, oui. À mon avis il est très dangereux. Il a un
poche et dans son poche il y a un obstacle…”
“Un obstacle ?”
“Bien sûr, l´obstacle c´est le revolver qu´il
porte, comme le couteau et le gran canif qu´il garde dans les autres poches…”
“Voilá! Mais vous êtes très astucieux… Tenez! Ces
petits papiers sont pour vous; ils ont les figures de nos grands patriotes…”
Il donne à Henri une grande quantitè de
billets. Le garçon prend vite l´argent et la garde sous sa chemise.
La porte des toilettes s´ouvre. On entend,
soudain, “La Yumba” jouée par Pugliese. Le patron entre aux toilettes.
“Henri, qu´est-ce que tu fait? Pas
d´entretien…! Au travail, bon Dieu!”
“Oui, Monsieur, c’est que ce client est malade,
mais… maintenant il va mieux”.
“Bon, alors va au salon…Vas-y!”.
Les trois hommes sortent. Le bal
est très animé. Le client se dirige à sa table et Henri prend à noveau le
plateau d´acier. Il recomence, alors, son travail. Une table ici, les autres
là; tous sont ses clients qui, sympathiques, échargent avec lui des sourires,
des blagues, des gestes d´amitiè ou de gentillesse.
Madame Adèle reste seule à sa table. Son mari, Monsieur Edouard danse
une vals avec l´épouse du patron, une femme grosse et charmante. Alors, Henri
profite de l´occasion et marche rapidement vers Madame Adèle. Il sourit,
s´incline légèrment sur la dame et, avec un sourir plus grand, il donne le
message juste.
La valse
est fini. Henri passe à travers les danseurs et M. Edouard retourne à sa table.
La femme observe son mari mais, rapidement son regard se pose sur d´autres
yeux, en signe d´accord.
Henri
est déjà plus tranquille. À
partir de ce moment et il est maintenant plus content. “Quel bon
bénéfice…!”, pensait-il jusq´au moment
où on entend “La Cumparsita”, qui
annonce la fin de la soirée dansante. La
clientelle comprend et s´en va, aprés avoir accomplí le rituel quotidien. Les
serveurs enlèvent leurs vêtements de travail; le patron éteint la lumière,
ferme la porte d´entrée du salon et, dans la rue, il donne à Henri les clés
pour le lendemain, quand lui devra recommencer
de nettoyer et préparer le salon pour la nouvelle journée. Mais…on sera demain!
Les
trois hommes sont sur le trottoir.
“Bon…
On y va , garçons!”
Le patron lance une dernier regard à l´inmeuble et ils s´on vont. Pierre
et le patron partent ensemble et Henri, qui habite au coin de la rue, marche
seul.
La nuit est belle, propre au printemps. La
lune brille et la rue est vide. Au
loin, on entend le claxon d´une voiture qui passe rapidement, et puis, le
silence.
“Parfois,
le silence est très bon”
Henri va
vers son petit appartement. Avant y entrer,
il prend l´argent de sa poche et le garde dans l´un de ses souliers. Il
est, ainsi, plus tranquille. Il sait que, personne, ne trouverá les traces de
son bénéfice du jour. Henri
pense à une femme, il s´agit naturellment d´Élise, qui est sa compagne
amoureuse, quoique “amoureuse” est un parole trop importante pour cette
liaison. En fin…
Élise s´est couchée tôt. Il est quatre heures
du matin et elle en train de regarder la télé. En attendant Henri, elle a déjà
vu trois filmes.
L´appartement est petit: une chambre, la
cuisine et les toilettes. Les yeux d´Élise se ferment; ces sont les yeux
fatigues d´une personne ennuyée; d´une femme jeune qui n´a pas la volonté de
faire. Elle préfére rester immobile.
On entend le son des clés dans las serrure.
“Henri, c´est toi?”
Silence. Elle éteint la télé.
“Qui est- ce? C´est toi, Henri?”
La femme se léve. Henri entre.
“Oui, c´est moi. Est-ce que tu
attends quelq´un d´autre, eh?”
“Idiot! Comment as tu passé la journée?”
“Bien.
Je reviens riche…plus riche…le plus riche! Riche de fatigue, de douleur de jambes
et plein d´espérances et de perspectives d´un grand bonheur futur. Merde!
“Je te répéte, s´il te plait. Comment as tu
passé la journée? Tu n´es pas sympha.”
“Mal. Je veux boire, maintenant, un tasse de
café très fort. Je veux, en
plus, laver mon visage et mes mains, et aprés…dormir”
“Ah…
mais oui, mon cher. Et… l´argent…comment ça a étè?”
“Rien.
Pas d´argent.”
Il laisse son sac sur le bord d´une chaise et
va aux toilettes, en ferment la porte. Èlise va à la cuisine pour faire le
café. Aprés, elle revient rapidement à la chambre à coucher et fouille les
poches du sac d´Henri. La femme ne trouve rien et grimace. En fin… Il manque
encore goriller le pantalon, même si elle sait que Henri est un bon tricheur.
L´horloge marque cinque heures du matin. Il a
déjà bu son café; aprés il se deshabille et se couche à côté de la femme. En
fermant ses yeux, il pense. L´argent gagné est sûre; c´est gardé dans
l´habituelle place secrète. Donc, il veut dormir.
Il est 22 heures du soir suivant. Le
salon est à noveau ouvert. Henri parle, à coté du bar, avec Pierre, en
attendant les clients. Henri regarde la porte d´entrée; il est sûr que Monsieur
“X”, son client particulier de ce soir, arrivera vite. Pierre parle de son sujet
préféré: le football. Henri lui écoute et acquiesce. Il acquiesce toujours,
mais son regard est fixe vers la porte principale du salon.
Les clients son en train d´arriver et les
tables seront occupées rapidement.
“Henri, au travail!”
Le patron est aujourd´hui très content. Le bal
est déjà commencé et le salon est plein. Henri va aux tables, avec son plateau
et son sourire permanent.
Il est déjà minuit. Soudain, la porte d´entrée s´ouvre et lui est là:
Monsieur “X”.
“Finalement, Henri!” Sa tête s´illumine. Son
sourire est encore plus grand.
On
entend la musique. Cette foi une “milonga” appelée “Taquito Militar”. C´est la
préférée des hommes, qui embrassent les femmes doucement.
C´est jolie la danse… il´y a un air de plaisir
dans le salon.
Au coin de la rue, dans l´appartement d´Henri,
le téléphone sonne.
“Allô, oui, c´est moi…Ça va, mon amour…? Oui, naturellment, je suis
seule…Mais non, Richard, ce n´est pas possible…Non…Non... J´ai mal aux dents…
Mais oui, une aspirine…Appele-moi demain, s´il te plaît…Oui, je crois qu´un
rendez-vous sera possible… Oui, mon cher…Oui, moi aussi…Oui, je t´aime…”
La
femme raccroche le téléphone et reste assise, pensive.
Dans le salon la musique s´intérrompt. Le patron,
qui regard de sa montre, annonce qu´à minuit commencera une grande fête: c´est
l´anniversaire de Madame Adèle, la plus
agée des danseuses de la “milonga”. La femme du patron va à la cuisine et,
rapidement, revient avec le grand gâteau
et la bougie mise à l´occasion. Donc, le public chante la chanson
d´anniversaire avec une grande joie.
Henri profite ce moment et va vers M. “X”. Les
hommes parlent entre eux. M. “X” pose la premier question.
“ Combien il´y a des bouteilles?”.
“Voilà Monsieur, la réponse est facile! Ce sont douze bouteilles…avec leurs etiquettes de
bons whiskys…”
“D´accord Henri. Donc, tout va très bien…”
“Mais,
oui. Elles sont, en plus, gardées dans la caisse originale”.
Henri
calcule vite. Il gagnerà diz par chaque unité; alors ça fai un total de cent-vingt…
dollars, naturellment! Ce n´est pas mal!
“Bon, Henri. Donc, nous nous retrouverons à quatre heures du matin, prés de la porte d´entrée.
Tu connais .ma voiture… Elle
est grise.”
“Oui,
Monsieur, à bientôt, Monsieur…Merci beaucoup, Monsieur”
La chanson d´anniversaire s´est fini. Madame
Adèle est très heureuse, presque comme Henri quoique… les motifs sont bien differents.
Le bal commence à noveau. Un, deux, trois
“tangos”; après une “milonga”, un autre “tango”, une valse et…la vie est belle!
Henri va d´une table à l´autre, toujours souriant. Le salon est
plein. La grande…c´est à dire la grosse femme du patron, Estelle, sert les
verres de diverses boissons et les nourritures qu´elle a preparé elle même.
Madame Estelle a l´air d´une gitane, sourtout
ce soir, après la moitié d´une bouteille de champagne. Elle regarde Henri
fixement. Puis, quand´elle trouve les yeux du garçon, son sourire est très
doux. Henri répond avec un geste léger mais, il reste pensif.
“Voilà, quel sourire…Elle a sourit à…à moi, peut-être?”
Il
est quatre heures du matin. Il pleut. Il pleut depuis le debut de la soirée.
Henri attend sous le balcon d´un immueble, qui est à coté du salon. Il met la
main dans la poche de son pantalon et s´assure que les clés sont là.
Naturellment, les clés sont là! Henri regarde sa montre; il est anxieux. Un
autobus passe au coin de la rue; deux jeunes garçons marchent loin, en chantant
une melodie à la mode. Henri
attend, inquièt. Soudain, une voiture grise s´approche, tourne en droite et
vient en direction de l´homme.
“Finalement,
il est arrivé!”.
Henri sort rapidement les clés et ouvre la
porte du salon. La voiture s´arrète et Henri, plus rapidement, va vers M. “X”,
l´homme en question.
La caisse qui contient des bouteilles d´whisky
se trouve à côtè de la porte. Henri
la prend et marche vers M. “X” qui est assis dans sa voiture.
“Ça
va, Henri?”
“Ça va bien, merci Monsieur.”
Henri sourit.
“L´écossais va encore mieux. Tenez-vous, voici
la caisse!”
M. “X” sort de la voiture et lui donne
un´autre caisse. Henri regarde la sienne et la met violemment sur la siège arrière du
véhicule. Puis il prend la caisse que M. “X” lui tend et…un salut et voilà!
Bon, tout est fini. Douze bouteilles de whisky écossais en enchangées
d´autres qui n´ont que des étiquettes.
Car, il
s´agit d´une petite difference…symphatique.
L´homme
paye Henri et la voiture s´en va. La sourire d´Henri? C´est toujours la même sourire mais, à partir
de ce moment, celui-ci est plus grande.
“Ça
va, Élise?”
Le femme lève sa tête et acquiesce.
“Ça va bien, Henri. Qu´est-ce que tu as fait? Mon cher…Tu as le visage très
fatigué. Es-ce- que tu veux un café, peut-être?”
“Non, pas de café. Merci. Je veux sécher mes
vêtements et mes cheveux”.
Il va aux toilettes, surtout pour garder
l´argent bien gagné secretement. Le téléphone sonne. Élise décroche. Dans les
toilettes Henri écoute, avec intérèt, la voix de la femme.
“Allò, oui…qui est à l´appareil? Allò…allò…No, Madame, ceci n´est pas
les services des ambulances…Il s´agit d´un erreur…Non, ce n´est pas grave…Bonne
nuit.”
Élise
accroche et regarde l´horloge à piles qui est sur le mur. Elle s´inquiéte. Son
esprit travaille.
La femme pense.
“Richard, ce n´est pas une heure pour
m´appeler; tu sais qu´Henri est très astucieux…”
Henri revient des toilettes; il sèche ses mains, et puis, en regardant
Èlise, il lance la serviette sur une
chaise.
“Bien
Èlise…qu´est-ce que tu as fait ce soir? Non, non, ne parle pas, ce n´est pas
nécessaire. Sûrement tu es fatiguée parce que, pendant toute la journée, tu es allé au lit en regardant la télé…Combien
des filmes as tu déjà vu? Trois… quatre… soixante, eh?”
“Henri, j´ai mal aux dents. Tu le sais; je
t´en déjà parlé. J´ai besoin de l´argent pour aller chez le dentiste…Tu dis que
tu ne gagnes pas d´argent… Bon
Dieu… j´ai besoin d´avoir de l´allure mais je n´en pas pour de bons vêtements,
et pouvoir chercher un travail, une occupation…”
“L´argent…l´argent…c´est
toujours la même question….Aujourd´hui ce sont les dents et les vêtements; hier
a étè le salon de coiffure; avant-hier ta mère, qui fût malade du foie… L´argent,
l´argent…Je n´en ai pas, je suis pauvre. En plus, moi, Henri González, pense à
son futur…et pour toi, la vie d´Henri González n´a pas d´importance …J´ai des
projets et toi…bien toi…”
“Èlise se lève, furieuse.
“Et moi…qu´est-ce que tu penses? Mais oui, je
sais ce que tu penses…Tu crois que je suis seulment un femme bonne à coucher,
facile pour toi! Mais non, Monsieur González, j´ai aussi des projets privés…J´ai
un tête et je ne suis pas seule. Ecoute-moi, je sais, je sais tout!”
Henri
regarde fixement la femme. Elle aussi le regarde et marche rapidement
vers les toilettes, en fermant violemment la porte.
Bon, l´histoire d´Henri et d´Élise ne va pas
bien. Il´y a, entre eux, graves differences parce que plus ils ont, plus ils
veulent… Naturellment comme toutes les personnes et toutes les histoires de
vie.
Madame Estelle, la patronne du salon est
arrivé trop tôt ce soir. Elle balaye, vigoreuse, le sol en bois. Henri entre.
“Bonjour, Henri. Ça va?”
“Ça va bien, merci. Et vous, Madame…comment ça va?”
“Eh…Je
vis, Henri. Dit-moi…Est-ce que tu peux laver la vaseille d´hier? Il´y a
beaucoup à faire…”
“Mais oui, Madame.”
Henri va vers les toilettes et s´habille avec
les vêtements du travail. Il se dépêche et
revient vite. La patronne c´est la patronne!
“Henri…je ne connais presque rien de ta vie…”
“Oui, Madame, c´est vrai”
“Je sais que tu habites près d´ici mais…est-ce
que tu habites seul?”
“Non, Madame….Excusez-moi, mais…Il n´y a pas
de savon aux toilettes…”
“Regarde dans l´armoire, Henri, et prend celui qui est necessaire… Est-ce que
tu es marié?”
La femme laisse la balai à contre le mur, à
côtè du bar.
“Non, Madame.”
“Appele-moi
Estelle, s´il te plaît. Bien…Tu n´est pas marié…alors?”
“Je ne suis pas marié mais, j´ai une compagne.
Elle s´appele Élise.”
“Élise…Élise…quel nom! C´est beau.”
Madame Estelle marche vers Henri et s´approche très près de lui. L´homme
regarde la femme et sourit curieux.
“Henri,
tu es accompagné, comme moi même, mais…”
“Oui, Madame?”
La porte d´entrée s´ouvre. Le patron entre et
marche vers Madame Estelle.
“Estelle…où as tu étè ce soir et qu´es-ce que
tu fais ici à cette heure?”
“Oh, mon cher…J´ai perdu hier une boucle
d´oreille et j´ai pensé que je la trouverais ici…Mais non, je ne l´ai pas
trouvé…”
“Une boucle d´oreille?”
Il regarde les oreilles d´Estelle.
“ Tu as une boucle d´oreille en chaque
oreille…Alors?”
“Quelles sont les autres.”
“Bon…ce sont d´autres…Et toi, Henri, porte ici
la caisse de whisky écossais…Il´ y a un client qui veut l´acheter parce que
aujourd´hui c´est la fête de son anniversaire…Bon, pas d´expliquer! Porte-moi la caisse, vite!”
Henri pâle et sa sourire change. Maintenant,
ses lèvres sont une sévère ligne dure.
Il
pense et s´inquiéte.
“Le whisky écossais, le faux écossais…? J´éspère
que le client et ses invités ne seront pas de bons sommeliers…Bon Dieu!”
Henri va chercher la caisse et revient avec celle-ci. Le patron
la prend.
“Bien, tout de suite, au travail! Estelle,
allume le salon!”
Entre Pierre, l´autre garçon.
“Bonjour, messieurs dames!”
“Bon, la
troupe est au complet. Bien garçons, pendant que je porte le whisky au client,
je vous laisse en bonnes mains, celles d´Estelle…Eh, Cherie?”
Le
patron s´en va. Le femme
sourit à Henri et il répond timidement. Pierre siffle doucement et le travail
continue.
“Allô
Richard…oui, c´est moi, Élise…Bien, merci…”
La
femme est, naturellment, couchée; sa tête sur les oreillers, la télé allumé et
un verre de Coca-Cola sur la petite table de nuit.
“Non, non, mon cher..Il n´est pas là… Au travail… Non, non, le salon est
fermé aujourd´hui… Comment..? Non, non, Richard, je ne suis pas sûre…Je ne sais
pas…Je pense que je suis capable…mais non, je ne l´aime plus, mais…je crois que
je le trahis…Laisse-moi, s´il te plait, nous parlerons demain…On doit
réfléchir…Je t´appelerai d´une cabine…Oui, demain, après ma visite chez le
dentiste… Bien, mon cher…nous nous trouverons sûrement au bar…À demain…!”
Èlise
raccroche le téléphone et reste pensive. Il fait froid dans la chambre. La
femme se lève et va à la cuisine. Elle éteint le feu, met la bouilloire avec de
l´eau pour préparer le café et s´assied à table.
“Pourquoi est-ce que je ne suis pas sûre?
Est-ce que peut-être je l´aime encore?”
Dans le salon le travail continue. Le patron
n´est pas encore rentré. Pierre fait briller les coups et les verres et les met
dans les differents rayons. Henri arrange les chaises autor des tables et Mme. Estelle, la patronne, est montée à l´escalier en chargent une
ampoule.
“Madame, laissez ce travail…c´est dangereux pour vous.”
Henri
regarde la femme.
“Merci, Henri, vous êtes très gentil.”
Estelle, alors, sourit. Il y´a, entre eux, des gestes d´une
certaine complicité.
“Eh…Pierre, venez ici…! J´a besoin de vôtre
aide pour descendre.”
Pierre regarde Henri et va vers Mme. Estelle
qui descend l´escalier en tenant la main du garçon. Le patron entre, en séchant
son visage et sa tête avec son mouchoir.
“Bien, j´espère tout est bien ordonné.
Estelle, qu´est-ce que tu fais avec Pierre? Est-ce que tu danses avec lui,
peut-être?”
Pierre soupire, amusant. Henri regarde la dame,
qui ferme doucement les yeux.
“Bon, la journée est fini. Maintenant chacun va chez-soi…Estelle, j´ai
faim. Bien garçons, merci beaucoup pour votre collaboration. Nous
partirons vite. Henri, s´il te plaît ferme bien la porte d´entrée et éteint la
lumière…Ah, Henri, M. “X” te salue…On y va, Estelle! Au revoir aux gamins!”
“Oui,
mon cher. À demain, Pierre…à bientôt, Henri.”
Ils s´en
vont. Les deux garçons se regardent; Pierre fait des grimaces à Henri, qui ne
répond pas. Il pense, maintenant en M. “X”.
Dans la
rue les garçons s´en vont, chacun dans sa direction. Il est encore tôt. Henri
va acheter des cigarettes au petit magasin du coin.
“Bonjour, Madame. Un paquet de Camel, s´il
vous plaît.”
“Bonjour
Monsieur, ça va? Tenez… Ah,
Monsieur, mon enfant Paul veut vous parler…Eh, Paul…Viens ici…Monsieur Henri
t´attend…!”
Paul
arrive vite. Il est très jeune et porte, comme d´habitude, les lunettes de
soleil.
“Ça va, Henri?”
“Ça va…”
Le garçon sort du petit magasin.
“Viens ici, Henri, à côté de maman…Tu sais
qu´elle a les oreilles bien nettoyées…”
“Bonjour, Paul. Qu-est-ce que tu veux
aujord´hui?”
“Mon cher ami…tu sais. J´ai besoin d´une bonne
pierre… parce que tu sais, aussi, que j´aime
des bonnes pierres, cettes qui sont parfaites, noires et brillantes…Tu
comprends, non?”
“Oui, Paul…le “H”, ta consonante préférée, mais, aujourd´hui ce n´est pas possible.
Peut-être demain. Mais, tu sais que jusqu´à présent, c´est plus cher…”
“Plus
cher? Combien?”
“Un peu
plus. La vie est difficile…”
“Bon,
c´est bien. Cette semaine je suis en train de faire de grands sacrifices…Tout
va très bien, mon ami. Tout. À demain, Henri… Ne m´abandonne pas, eh?”
“Élise,
comme a étè la visite chez le dentiste?”
“Bien,
Richard. À mardi prochain je reviendrai chez le docteur Fernández. Merci
pour l´argent que tu m´as donné. Vraiment, mes dents son très compliquées…”
Ils sont
assis au centre du salon du bar. La dame boit un café accompagné d´une aspirine;
l´homme, comme d´habitude, a
demandé un whisky.
“Alors, Èlise…qu´est-ce que tu penses?”
“Ah, Richard, je te le répéte, je crois qui´il
est presque un enfant et j´ai, encore, un sentiment de protection avec lui. Je sens, aussi, une certaine tristesse.”
L´homme
appele le garçon et paye l´addition. Èlise prend son sac à main. Ils se
lèvent.
“Èlise,
tu ne comprends rien. Je suis en train d´aller loin et je ne veux pas partir
seul. Pense bien, cherie. Tu n´as pas un bon compagnon. Il est mauvais. Pense, Èlise, pense. Au revoir,
cherie, je te rappelerai.”
Richard
sort. La femme reste immobile à coté de la table. Ensuite, elle prend
son manteau et s´en va.
“Tiens, Paul. Voilà…! Ce sont les
petites pierres…precieuses et sacrées que tu m´as demandées…”
Le garçon prend la petitte caisse liée avec
des noeds rouges et met la main dans sa poche pour payer, discrétement, Henri.
“Bon, mon mi, merci beaucoup!”
“Au
revoir, Paul, salue ta mêre pour moi!”
C´est déjà l´heure du travail. Henri
marche dans la rue, presque vide en ce
moment. Il est pensif, plus que
pensif, inquiet. Premier motif: Èlise a
étè etrange aujourd´hui. La deuxième preocupation: le patron a vendu des
bouteilles d´un whisky…
“Ah, pas de
pensées, Henri” pense-t- il.
Et
finalement, la troîsième: Mme. Estelle,
la patronne… Il a vu déjà qu´elle est deboutée à la porte du salon.
“Qu´est –ce qu ´elle fait là? Est-ce qu´elle attend
chaque personne ou peut-ètre m´attend-t- elle?”
De noveau, il est pensif.
“Bon soir,
Madame.”
“Bon soir,
Henri, ça va? Ne oublie pas que je m´apelle Estelle… ou est-ce que tu ne
connais pas mon nom?”
Ça allège Henri.
“Non, non, pas du tout! Estelle…mais non…c´est joli... Si vous
me permettez, le patron m´attend…”
Henri essaye
d´entrer au salon.
“Eh,
Henri…Est-ce que tu as peur de moi?”
“Pereux?
Moi? Non, Estelle…”
“Alors..? Pourquoi
es tu pressé?”
“Le travail,
le patron… En plus…Vous savez…”
“Ah, le
patron, mon mari…C´est le coupable…Alors… Vas-y, Henri…Vas au travail!”
Henri
regarde la dame qui lui répond avec un geste d´interrrogation.
Èlise est
couchée, en face la télé. Il est en train de voir un film, une histoire d
´amour, triste, comme cette là. Mais, elle ne veut pas penser. Alors, la femme
éteint le téléviseur et aussi la lampe qu´illumine la chambre. Parfois, elle
préfére dormir. En plus, il fait froid et elle cherche la chaleur du lit.
L´horloge marque minuit.
Le salon est
déjà ouvert, mais c´est encore trop tôt et les clients ne sont pas arrivés.
Estelle est dans la cuisine; les garçons disposent les chaises et les tables
pour une bonne presentation. Le téléphone sonne, une,
deux, trois fois.
“Estelle, décroche!”
“Excuse-moi, mon cher, je suis très occupée.”
Le patron, alors, répond au téléphone.
“Allô…Oui….Ah, ça va Monsieur…? Comment…? Qu´est-ce que vous dites? Le whisky…? Mais,
non, Monsieur! Laissez-moi parler, s´il vous plait…! Non, je ne comprend pas…”
Henri reste presque immobile; Il pâlit. Il
tient une serviette plus immobile que lui.
“Eh, Henri! Qu´est-ce que tu as?”
“Rien, Pierre, tout va bien. Je suis très bien.”
Sa voix sonne hésitante, extrêmement basse.
Maintenant, de
noveau, le patron.
“Est-ce que
vous dites que le whisky n´est pas bon..? Comment..? Que cela a le goût de l´essence ordinaire…?
Mais, non, Monsieur…Monsieur…Monsieur…?”
Le patron
raccroche le téléphone et regarde Estelle., qui reviens de la cuisine. Henri
tourne le dos au patrons. Il est, en ce moment, encore immobile, avec la serviette entre ses mains. On pourrait
dire qu´il s´agit d´un fantôme craintif. Pierre, son copain, curieux, marche
vers Henri.
“Henri,
Henri…Est-ce que tu est malade?”
La porte
d´entrée s´ouvre et les premiers clients entrent: deux hommes jeunes et une
dame aux cheveux blonds. Pierre va vers eux.
“Henri,
viens ici!”
Le patron
parle à voix haute, très haute pour l ´occasion. Henri le regarde de loin, et
puis, lentament, avec le même sourire
d´habitude, il marche vers le bar où le patron l´attend. Estelle écoute Pierre,
qui prend la commande des clients.
“Henri, écoute-moi.
Monsieur Richard m´a téléphoné; il est furieux…Tu m ´entendes, non?”
L´homme, en
silence, regarde le patron.
“Je te
répéte: Monsieur Richard…Monsieur “X”
comme tu l ´appeles…Il m´a parlé “
“Eh bien,
Monsieur?”
La voix du
garçon sonne, maintenant, plus tranquille.
“Bien écoute-moi!
Je suis sûre…très très sûre que le whisky que j´ai acheté n´est pas faux…Tu me
comprends?”
Le patron,
furieux, prend le bras d ´Henri.
“Il´y a, alors, une situation difficile pour toi!”
L´homme ne parle pas doucement. Maintenant,
il crie. Les clients écoutent en silence, avec un certain geste de curiosité.
Madame Estelle fait un signe à Pierre, qui augment le son de la musique au
moment où les clients habituels arrivent.
Dans l´appartement d´Henri on sonne à la porte. Èlise se
lève.
“Qui
est-ce?”
“C´est moi.”
La voix
forte de l´homme, dans le couloir, resonne.
“Qui est-ce?
Qui êtes-vous?”
“Êlise,
ouvre la porte! Je sais que c´est ne pas
l´heure pour une visite, mais, ouvre la porte s´il te plaît! C´est moi,
Richard!”
La femme
laisse entrer le visiteur.
“Richard,
qu´est-ce que tu fait ici? Je te l´ai déjà dit…”
“Oui, je
sais ce que tu m´as dit. Mais je suis fatigué d´être toujours la troisième
partie. Henri est déjà perdu. Ce n´est
pas grave pour moi, c´est grave pour lui.”
“Richard…!
Qu´est-ce que tu as fait?”
“Rien
d´importante. Henri n´existe plus pour nous. Prends une valise et met les vêtements
et les choses que tu considéres d´importance. C´est tout. Rapidement. Tu viens avec moi. Vite,
Èlise, vite!”
Henri est assis dans la rue, sur le seuil d´un immeuble,
à côté de “Chez-Carlitos”. Il pense d´abord Èlise, puis au patron et enfin à Estelle,
la patronne. Dans sa tête apparaît le
visage de Monsieur Richard, “ le bon Monsieur “X”, comme il l´avait appelé.
Il fait froid et le marbre où il est assis est
encore plus froid. Henri se lève. Il a l´intention d´entrer à nouveau,
au salon. Quelques clients dansent encore. Henri regarde à travers de la
fenêtre. Qui cherche t-il? Le patron, peut-être? Il sait que c´est inutile
d´espérer aucune faveur de ce mec. Cependant, il regarde. Au loin, Madame
Estelle est derrière le bar. Est-elle triste où est-elle contente? Henri ne
comprend pas l´expression de son visage.
Une celèbre
danseuse professionnelle et son parternaire de la soirée descendent d´un taxi.
“Bonsoir,
Henri...Ça va?”
“Bonsoir,
Madame. Ça va bien, merci.”
“Il fait froid, mon cher. Pourquoi
est-ce que tu es ici? Nous sommes déjà en hiver!”
“Eh…J´ai
fumé une cigarette, Madame. Vous savez que dans le salon c´est interdit de
fumer…”
“Oh, Henri…”
Maintenant c´est l´homme qui parle.
“Une cigarette…? Ce n´est pas meilleur q´un
rhume, bien sure!”
L´homme sourit à Henri. La dame fait un geste
avec sa main et les deux entrent au salon.
Henri, aussi, sourit. Il allume, à présent, la
cigarette. Il lève le revers de son manteau et
va vers l´appartement.
La saison
est presque fini. Mme. Estelle
s´approche de son mari et appuye sa main
sur le bras de l ´homme.
“Pauvre
garçon…”
“Qu´est-ce
que tu dit? Qui est-ce le pauvre garçon? De qui tu parles?”
“Henri, je
parle d ´Henri. C´est une bonne personne et
tu as été très dur avec lui.”
“Moi…dur? Ne comprends pas que c´est un voleur? Estelle….Chut!
Tais-toi! Pourquoi le défends tu?”
Estelle
enléve la main du bras de son mari, elle s´eloigne et va à la cuisine. Elle
prend, alors, une serviette et séche ses yeux.
La voiture va
rapidement dans la rue, vide à cette heure. La dame, à côté du conducteur,
reste silencieuse. Les trottoirs sont illuminés, surtout par les lumières des
vitrines de differents magasins. La voiture traverse les avenues les plus
importantes du quartier en direction des banlieues.
“Èlise, tu
es pensive.”
“Non,
Richard, je suis fatiguée. En plus…”
Silence.
Èlise regarde à travers la vitre.
“En plus…
Èlise?”
“Je suis
plutôt preóccupée.”
“Tu es
préoccupèe pour Henri,eh?”
“Mais oui, il tient une place importante dans ma vie.”
La voiture s´arrête.
“Èlise…Èlise…Es tu engagée avec moi ou avec
lui? Tu es avec moi…ou avec lui? Répond-moi,
Èlise, s´il te plaît.”
Silence. La femme soupire. Elle caresse,
après, la main de l´homme.
“Richard…On y va! Je suis sûre…Je crois…Ne
parlons plus, mon cher…! On y va!”
La voiture
démarre, alors, et les lumières s´eloignent.
Henri est assis à la table de l´appartement. Il est
tranquille, surtout après avoir bu le troisième café. Il prend le journal que
l´a donné Louis, le journaliste du coin. Il l´ouvre à la page des demands
d´emplois. Après il prend un crayon…et ne marque aucune annonce parce qu´il ne
trouve rien d´interessant pour lui.
Il regarde l´heure et decide d´appeler un vieil
ami. Alors, il deccroche le téléphone et marque le numéro.
“Allô…Ça
va…? Mais oui, c´est bien…je sais que tu ne m´as pas oublié…Bien, Marcel,
dites-moi…ce travail que celui tu m´as offert…il est encore vacant…? Oui, Oui, c´est pour moi…Alors, tout va bien, très
bien…Je suis la personne adequate, d´accord? Comment…? De l´argent? Oui,
Marcel, demain à midi nous nous verrons et parlerons au sauna…! Merci et au
revoir.”
Henri raccroche. Donc il
se lève de la chaisse, ouvre la porte de l´armoire et prend une bouteille, déjà
ouverte, de vin rouge. Il se sert du vin, lève la coup, et boit à sa santé.
Enfin, il cherche dans
journal les nouvelles du tiercé et va au lit, tranquille et content.
Demain, demain serait demain.
“ÉPILOGUE”
Au fil du temps cette histoire, naturellement,
a continue. Le patron et Estelle se sont separés. Il conserve, encore, le salon
“chez Carlitos” et la femme a ouvert une magasin de produits regionaux. Elle n´habite pas seule parce qu´elle est accompagnée
de sa petite chienne qu´elle aime beaucoup. Richard et Èlise sont parti à
l´étranger où il s´occupe de son propre bureau d´affaires immobilières.
Aujourd´hui, Henri ne travaille plus au sauna
de son ami: ce travail l´a rapidement ennuyé, puis il a préféré se consacrer
aux liaisons particulières du moment. Il a choisi ça, pendant ce temps.
Comment…? Il a toujours cherché des bonnes compagnies: il a étè quelques mois
avec une vieille dame riche; puis un temps bref avec un travesti qu´il avait connu
au sauna et il est, à présent, en train
de faire la conquête de sa voisine, Mademoiselle Eve-Marie, une cantatrice
lyrique, très jeune.
Mais, l´histoire, naturellement, suivra son
cours…C ést comme ça!
Buenos Aires, Invierno 2011
“HISTORIAS"
1.
Llueve en ese atardecer; más que lluvia es
rocío, garúa. Es otoño.
La mujer espera un taxi en una esquina céntrica.
Es joven y se siente un poco desaliñada.
El semáforo está en rojo, los autos esperan.
También lo hace un hombre, montado en una moto negra.
Un chico llora, protesta, quiere ya comer una
hamburguesa. La madre, lo arrastra como puede.
El viento sopla un poco más fuerte ahora y las
hojas caen en abundancia.
En el ómnibus, hay una pareja de viejos que
miran por la ventanilla, sentados y en
silencio.
Pasa un cartonero con su carro. Por ahora está
vacío. Para él, es temprano.
Una mujer protesta
en voz baja, acaba de tropezar con una baldosa floja. Va hacia su trabajo.
Un much bUENOS acho y su
novia esperan en la fila del Luna Park, frente a la boletería.
Dos mujeres toman
el té, una de ellas se queja. La otra escucha, atentamente.
La luz, la luz, una
lamparita, en una pequeña habitación de hotel, está quemada.
2.
El semáforo cambia al amarillo y luego al
verde. Los dos primeros autos son particulares.
Detrás hay otro; un taxi. El chofer lleva un
escarbadientes en su boca. Hoy no ha tenido respiro. En la esquina, una mujer
le hace una seña.
-¿Le quedan aún de
las populares?
-Sí. ¿Qué séctor preferís?
-“A” o
“B”, me da lo mismo. ¿Los dos son de costado, no?
-Sí.
En la confitería, una de las mujeres,
secretamente, le está contando a la otra que
sabe que su marido conoció a una muchacha muy joven. Siempre tuvo
aventuras, es cierto, le dice, pero
ahora parece que la cosa va en serio. Muchas llamadas, hablando de vaguedades
en voz baja y mensajes incesantes, a su
teléfono celular, que él lee distraídamente. Pero en esos momentos, sus
ojos lo delatan. Brillan.
La otra la mira, se lleva la taza de té a su
boca y se encoge de hombros.
-Y…Vos sabés, llegado a un punto…
-¿A qué punto?
El cielo se está poniendo gris, tirando a
obscuro. Casi ha dejado de lloviznar. La
noche llegará rápidamente.
El cartonero se detiene en una esquina. Mira
hacia atrás y las ve. Su mujer y su hija vienen cargadas de deshechos. Por
suerte, hoy es viernes; este trabajo, a pesar de que él es joven, lo cansa pero
por el momento no hay otro.
Finalmente se deciden. El mete la mano en su
bolsillo y ella, de su pequeño bolso saca un poco de dinero. Rápidamente lo
juntan, lo cuentan y pagan. Mientras se van confirman el horario en el cartel.
Sábado a las 21 horas. Él sonríe; ella guarda las entradas.
El hombre está tirado en la cama; hace rato
que está despierto. No le importa que en el cuarto no haya luz. En lo posible,
trata de no usar el baño general. Mañana comprará una lámpara. Total, en un
rato se levanta, se arregla y sale. La cara se la conoce de memoria.
En el taxi, el chofer mira a la mujer por el
espejo retrovisor. Ella abrió su cartera y se está retocando los ojos. El
hombre, con disimulo, insiste en mirarla. Es joven y, para él, tiene aspecto
"de trampa". Siempre dice que la calle es la mejor escuela de la
vida.
Empuja al chico dentro del subte. Por suerte,
a pesar de la hora, viene casi vacío. Se sientan en lugares diferentes,
distantes uno del otro.
-Mamá, tengo hambre. ¿Por qué no me compraste
una hamburguesa? Te la estuve pidiendo todo el día.
-Te dije que te calles. Ya hablaremos. Más
tarde.
-Papá me va a comprar una caja. Sos mala vos.
Él si que es bueno.
La mujer se quedó dormida. Hace más de media
hora que están allí, sentados, y parece que ese colectivo nunca avanza. Afuera,
hay una manifestación. El viento hincha los improvisados carteles. El viejo
mira atentamente. Se acuerda de antes, del 45.
El médico de guardia fuma un cigarrillo en la
entrada del hospital. Mira su reloj y luego a la mujer que llega. Pasa a su
lado rápidamente y va hacia el vestuario. El médico entra. Ella se da media vuelta y sonríe levemente. El hombre,
cómplice, vuelve a mirar la hora.
-Casi me doblé el pie, doctor. En una vereda.
Tuve que hacer un alto.
La otra vuelve a encogerse de hombros, comprensiva.
Mira al mozo y lo llama; tiene hambre y pide otra medialuna.
-¿Vos no querés nada?
Silencio. Su amiga está ensimismada.
-En general, no sé lo que quiero. Me pasa lo
mismo con él; me importa y no puedo conseguir que deje de importarme. Creo que
ya estoy un poco grande. Y cansada.
La pareja va hacia la costanera. No les
interesa que el tiempo esté feo; allí se conocieron y les gusta volver. Caminan
hacia Puerto Madero, por la rambla. No hablan, él ya se acostumbró a ella, que
es de pocas palabras. Y bueno, es así. Solo sabe que se quieren y también
siente que a él nunca le había pasado algo así.
Le cuesta un poco afeitarse a oscuras; la
cuestión es no cortarse, sobre todo porque la descartable está muy usada y
raspa. Pero sabe, siempre lo supo, que tiene que salir lo más presentable
posible. Es cuestión de generar confianza. Y siempre, casi siempre -salvo
aquella vez- tuvo suerte. Cuando lo miran se da cuenta de que cae bien, de que
es simpático.
-Vieja, despertate, me parece que nos pasamos…
-No sé en que estás pensando vos, siempre lo
mismo ¿Dónde estamos?
-Creo que por el Obelisco.
¡Lindo lugar para bajar...! Deberías quedarte
allí, mirando para arriba. Sos un dormido. Siempre igual, la misma cabeza de
chorlito de siempre. Andá, levantate y preguntale al chofer. Menos mal que soy
yo la que sufre de cataratas.
El hombre, dificultosamente, trata de abrirse
paso entre la gente. En un momento el ómnibus frena de golpe y todos tambalean.
El viejo se cae.
Ahora saca un lápiz de labios y un pincel. Se
retoca la boca, bien de rojo y con el delineador acentúa los bordes. Automáticamente
mira al conductor por el espejo. Este hace un gesto indefinido que la mujer no
responde.”Es tímida”, piensa él, “pero creo que ya la tengo. Está buena, casi
hasta la llevaría gratis, que en mi caso es mucho decir. Todo es cuestión de
saber abordarla”.
-¿Paseando?
-¿Por qué?
-Por nada, preguntaba simplemente.
Silencio.
El cree que es, más o menos, el hombre más
elegante y atractivo de la ciudad. Sobre todo ahora, que pudo afeitarse
prolijamente. Siempre lo miran, si. Traje negro con rayas grises, anchas.
Zapatos de punta, también negros y medios charolados, como su pelo, recién
teñido en forma casera, por la dueña de la pensión. También un poco de
maquillaje, leve, que nunca viene mal. Su cabeza brilla como antes, cuando usaba
"Glostora". No pasa desapercibido, es cierto, pero su aspecto es
confiable. Cuando sale, el frío le recordó que no se había puesto el sombrero,
el de fieltro gris con la ancha cinta negra; va bien con la corbata azul. Por
supuesto, volvió a buscarlo.
Ella se acaba de sacar la ropa de calle y
tiene el guardapolvo blanco apoyado sobre una silla de metal. Él entra sin golpear. Como siempre, le pellizca la cara y con una
sonrisa la atrae hacia sí.
-Mirá que te haces desear vos, eh...
-No me
diga. ¿Hay alguna urgencia?
-No, hoy no, por el momento todos parecen
estar sanos. Salvo yo.
-¿Usted? ¿Qué le pasa?
-Fiebre, nomás, temperatura muy alta. Dale, no
te vistas.
Y allí mismo lo hacen. Como casi todos los
días.
Está anocheciendo. Rápidamente. La ciudad toma
ese color grisáceo y sepulcral. Es un rato nomás. Cuando la noche se haga
entera todo será más nítido; es una incongruencia, pero es así. Las luces se
encienden, pero es como si lo hicieran con tímidez, apenas un resplandor. En el
otoño es así.
Atraviesan Puerto Madero en silencio, tomados
de las manos. Por un momento, él siente que dentro de la suya hay algo dormido,
casi desmayado, inerte. Un abandono de la musculatura; eso lo inquieta un poco
pero se lo explica: en ese momento, ella
se siente floja. Siguen caminando, van ahora hacia la costanera, él se sonríe
para adentro. Allí le dirá nuevamente cuanto la quiere, le confesará que ahora
su sentimiento es mucho más fuerte que el primer día, hace ya casi un mes. Ella
mira hacia adelante; un mechón de pelo le cae sobre la cara, suelta su mano y
se lo acomoda. Luego la lleva hacia su bolsillo, en un gesto de frío. El la
mira de reojo, con una rara certeza, pero que aún no adivina.
Abre la puerta del departamento. El chico,
apurado se cuela antes de que ella la cierre.
-¡Papá, papi..!
-¿Pedro, estás ahí?
-¿Y dónde voy a estar, querés decirme?
Toma al chico entre sus brazos, lo alza y
ambos ríen. La mujer deja los paquetes sobre un sillón y se quita el
impermeable.
-Hoy estuvo fatal. Se portó peor que nunca,
como un muerto de hambre de esos...Todo el tiempo pidiendo basura y haciéndome
la vida imposible. A los gritos, como siempre.
-Clara, basta. Yo te conozco y también sé como
es él.
-Todos sabemos como son los otros. Yo también.
-¿Sí?
La mujer lo mira
fijamente. Luego se dirige al baño, abre la puerta, entra y la cierra de un
portazo.
-Juan, la chica no comió nada hoy. Un mal
día, encima vino esa mujer, la que dice que el
hijo es Comisario. Esa, la de siempre, la que
nos amenaza. Dijo que llamará a la policía
para denunciarnos porque dice que la nena está
tuberculosa, o algo así y que va a contagiar a todos los chicos del barrio y de
la escuela. ¿Que hacemos?
-Quedate tranquila, Lucy, tomá, andá y
comprale algo a la nena y también algo para vos. Primero nosotros, la comida.
-¿Y lo de la mujer ésa?
El le sonríe y la empuja suavemente.
-Ya te lo dije, primero comer. De eso otro, nos ocuparemos mañana.
Ante si, una montaña de bolsas. Hay que
empezar con el trabajo. Primero a separarlas, luego el desbande, la selección,
que le va a hacer...
-A ver, los que bajaban en Diagonal y Florida…
El chofer los mira por el espejo y los viejos
se apuran para bajar.
Ya en la vereda, en pleno centro, están casi
perdidos. Tienen que encontrar la calle Maipú, pero no es fácil; la diagonal
los complica. Hace media hora que están dando vueltas.
-Volvé a fijarte en el papel, mirá la altura; a
lo mejor estamos caminando en sentido contrario. Y apurate, caminá más rápido.
Están ahora parados en una esquina, esperando
que el tránsito se corte.
-No puedo. ¿No viste que me caí?
-Claro que te vi; buen papelón me hiciste
pasar. Quedamos como dos viejos.
-Es lo que somos.
Cruzan y comprueban que la calle es ésa y
advierten, además, que están en la numeración que corresponde. Unos metros más
y llegan.
-¿La dejo en la esquina…?
-En la mitad de cuadra por favor, después del
cartel de la cervecería, el que dice Quilmes.
-Este...Este...
-¿Sí?
-No, nada, en un momento creí que nos
conocíamos. Pero...
-Pero no. ¿Cuánto es?
-Creí que sí, que nos habíamos visto antes.
Una cara como la tuya no es fácil de olvidar.
Tal vez podríamos vernos. No sé.
En la vereda hay otra mujer, una muchacha
rubia vestida con jeans. Está parada, esperando. La pasajera abre su cartera y
saca el dinero.
-Dígame.
-Catorce pesos, señora.
La mujer paga y baja del auto. La rubia se
aproxima, la toma de la cintura, se miran, se abrazan y finalmente se besan.
Largamente. El taximetrero desvía la mirada, displicente. Se saca el palillo de
la boca y lo arroja por la ventanilla. El auto arranca. En la próxima esquina
dobla, a contramano.
A la noche siempre le viene eso que él llama
estado de alergia; le empieza a salir agua
por la nariz y no para por un rato. A veces hasta empapa dos pañuelos,
los descartables no le gustan, no van con su aspecto de "caballero
pulcro". Se mete en un café, de ésos con barra que, a esta hora está lleno
de gente. Pide permiso, sonriente, y pasa como puede para hablar con el mozo.
Los clientes le sonríen, algunos con simpatía. Se miran entre ellos, cómplices,
dado el aspecto del hombre.
-Buenas noches...
-¿Sí? Digame.
-Quiero tomar el colectivo 272, ése que va a
La Tablada. ¿Podría decirme donde para?
-No lo conozco, ni sé como puede llegar a ese
sitio.
El mozo mira a un cliente que recién entra.
-Buenas tardes.
-¿Cómo está, señor? ¿Lo de siempre?
Va hacia la estantería y toma una botella de
cognac.
-El diariero me dijo que le preguntara a
usted. Que lo tomaba todos los días porque vive por esa zona.
-Sírvase.
Le alcanza al cliente la copa ya servida. La
animación es mayor aún, va entrando mucha gente.
-No sé de que me habla; no vivo en...La
Tablada y a ese diariero no lo conozco.
El hombre, con cierto enojo, se dirige a los
demás.
-¿Se dan cuenta? Parece que fuera vergonzoso
vivir en La Tablada. Un poco mal educado me parece este...camarero.
-Oiga, don, cuidado con lo que dice.
-Digo lo que pienso. ¡Mal educado! ¡Sirviente
mal educado!
El mozo deja todo lo que está haciendo y se
dirige a un costado para salir fuera de la barra.
Hay mucha gente en la calle ahora. Todos
han salido de golpe; es Viernes y nadie va derecho a su casa. La ciudad, el
centro, bulle de entusiasmo. Todo recuerda a un recreo. u Algunos, sobre todo las mujeres, van a los
"shopings" para pasear, curiosear o hacer alguna compra. El tiempo
está medio frío, pero estando libres no se siente; eso importa cuando hay
aburrimiento. Mas hoy no, mañana no se madruga. Ni se trabaja. Ya las luces se
ven encendidas a pleno y dan ese aire de fiesta, donde todo está permitido.
-Y bueno, vos lo dijiste, no es la primera
vez.
Mira nuevamente buscando al camarero.
-Sí, pero eso no significa que esté contenta.
Además, ya te lo dije, parece que ahora es diferente, va más en serio. Eso
duele.
El mozo se acerca.
-¿Sí, señora?
-Tráigame un café cortado y dos medias lunas
más.
El hombre asiente y se aleja. Las mujeres se
miran.
-Creo que ya deberías estar acostumbrada. Han
pasado tantas...
-¿Tantas, vos qué sabés?
-Sé porque te lo digo. Acordate en esa fiesta,
el cumpleaños de Dora. Me contaste que sabías que estaba en el balcón con otra.
Pero, como siempre, no quisiste saber de quien se trataba. Era más cómodo
ignorar.
-No había nada para ignorar. Siempre supe de
quien se trataba. Eras vos. Era tu turno. También te usó para luego tirarte a
la basura.
El mozo viene con el pedido.
-Me parece que deberías tener cuidado con lo
que decís.
-Y a mi me parece que sos vos la que tendría
que cuidar lo que hace. Sobre todo con la comida; no sigas comiendo tantas
medias lunas. Dentro de poco vas a rodar y ni siquiera vas a poder entrar en la
basura de nadie.
La mujer se levanta, toma rápidamente su
cartera y su abrigo y se va. Antes de salir, mira hacia la mesa, se vuelve y
tira unos billetes sobre la misma.
Sale, ahora sí, sin darse vuelta.
.
Casi ni se dio cuenta de la hora. El
trabajo, en esa esquina está casi terminado. Y las mujeres que no vuelven. Deja
de hacer y mira el reloj. Hace una hora y cuarto que se fueron. Camina media
cuadra, en la dirección que ellas tomaron.
Un hombre solo pasa por la vereda de enfrente.
Parece estar borracho. Canta alegremente.
El muchacho intenta llegar hacia la avenida;
lo hace rápido, no sea que su trabajo desaparezca. Pero no ve a nadie; no las
ve. Es tarde y por la calle no hay un alma. Vuelve a su sitio. Está preocupado
y no sabe que hacer. Al rato se aproximan dos mujeres. Seguro que salen de
algún teatro. El se acerca para preguntarles; como siempre, se asustan y cruzan
para evitarlo. Ahora le está entrando miedo. No sabe si se han perdido, o si
les pasó algo, o si, simplemente se entretuvieron. Esto último lo tranquiliza
pero no se lo cree.
Llega, en sentido contrario, una pareja de
gente mayor acompañada por un policía.
-Ahí está, es ése. Es él quien las manda a
robar. No hay nada que hacer, son todos unos atorrantes.
El muchacho los mira, perplejo. Los otros se
le acercan.
-Vos... ¿Estás con la mujer y la piba?
-Sí, claro, están conmigo, son madre e hija.
Yo soy el padre. ¿Pasa algo?
El hombre se sonríe, satisfecho.
-Madre, padre e hija, linda familia.
El policía lo mira, silencioso.
-Me vas a tener que acompañar, vos. ¿Tenés
documentos?
-Sí, claro, aquí están. ¿Pero, qué es lo que
sucede?
El otro hombre se sonríe aún más intensamente,
mirando a su mujer, que está nerviosa.
-Pasa que nos robaron la radio del auto. Seguro
que esas dos trabajan para vos. Y tenés la poca verguenza de decir que son tu
mujer y tu hija. Está bien. Ya está, con eso aclaraste todo.
La mujer asiente tímidamente y el policía
hace un gesto.
-Silencio, por favor. Esto lo manejo yo. Vení,
vos, acompañame.
-No puedo, agente, aquí está mi trabajo.
Además nosotros nunca robamos.
-¡Que caradura, llamar trabajo a juntar
mierda!
-Haga silencio, señor. Vamos, vos, no quiero
repetírtelo más. Tenés que acompañarme.
Lo toma del brazo, el muchacho se da cuenta de
que no hay lugar para la resistencia y se deja llevar. Piensa "Puta
madre... ¿No será que éstas metieron la pata?". Al irse, se da vuelta y
mira el carro ya cargado. Se pone los dos dedos en la boca y larga un silbido
fuerte. Algunos de los compañeros tal vez lo escuchen, si es que el frío de la
noche no los ha alejado y le salven el carro.
-
-¿Ya te vas?
-Si, claro, hoy me
toca consultorio. De nuevo ser pediatra. Espero que la situación se normalice.
-Creo que no, el delegado dijo que no; que
esos turros del gobierno no quieren aflojar.
-Marta, que manera de hablar…¡Claro, propio de
una enfermera!. Con la fama que tienen.
El hombre se sonríe. Ella también. Los chicos
todavía duermen. Dentro de un rato llegará
la señora que, dos veces por semana, ayuda en
la casa. -Ahora
me toca ser ama de casa. Con un marido médico, bien burguesa, dos hijos que van
a un Jardín pago y, lo más importante lo olvidaba, también tengo un buen
amante, como Dios manda. El hombre se
mete en el baño. Marta decide quedarse un rato más en la cama, todavía huele a
él y un poco de su calor permanece. Piensa cuando se conocieron, los presentó
Irene, una colega de Juan, su marido.
Un buen momento ése, un hallazgo en su vida,
que todavía dura. Bajo la ducha, se solaza largamente con el agua caliente,
como a él le gusta. En el cuarto está Marta, su mujer. Sabe que la quiere,
también está casi seguro de que ése amor es mutuo. La llegada de los chicos fue
decisiva; pero más ayudó ese juego de la imaginación. Matrimonio formal en casa
y amantes clandestinos en el trabajo. Estuvo bueno eso.
-"Marta tiene buenas ideas", eso lo
dijo su suegra una vez. Tenía razón.
Hay bullicio. Los chicos ya se despertaron y
están, alegremente, berreando porque sí. Eso también está bueno.
Sentados
sobre la baranda, en la costanera, miran hacia adelante. "Detrás de todo
ese follaje está el río. Se lo supone, pero no se lo ve. No importa, lo bueno
es saber que existe algo que uno puede llegar a descubrir o, en este caso, a
reencontrar". Él siempre hace ese tipo de reflexiones.
El aire está un poco frío, a causa del viento,
en esa zona un poco desolada el otoño es así. Pero está bien. Como siempre,
están en silencio. El muchacho busca la mirada de la chica y finalmente sus
ojos se encuentran. Están tan cercanos.
-Amor, estás muy callada hoy. ¿Te pasa algo?
-No, nada. Pensaba, simplemente.
-¿Puedo saber en qué?
Silencio. La toma por el mentón, suavemente, y
la mira. Las lágrimas brotan de los ojos de la chica. Se ha puesto casi roja de
tanto aguantar el llanto.
-Estás mal, algo te sucede, me lo tenés que
contar. Para eso estoy yo. Sabés que te quiero y eso es lo que más ayuda.
-Es cierto. Pero es por eso que me cuesta
decírtelo.
-¿Decirme qué?
Hablame, por favor.
-Estoy embarazada.
Deja de mirarlo y vuelve su cabeza hacia un
costado. Llora.
-Pero eso es bueno. ¡No sabés la alegría que
me das!
-Vos no sos el padre. Hace un mes que te
conozco y mi embarazo lleva tres. Vos sabés quien me lo hizo; de mi vida te
conté todo lo que pude en este poco tiempo.
Otro silencio. El muchacho vuelve a buscar sus
ojos.
-¿Y ahora?
-No sé,
yo también te quiero. No te puedo decir cuanto, porque en este momento
podrías pensar que estoy...especulando.
-Esperaremos, veremos lo que va pasando.
"Más allá está el río, él también trabaja, va sucediendo", piensa.
Vamos.
La toma por el hombro y van caminando,
lentamente, otra vez hacia la ciudad.
-¿Qué le pasa conmigo?
El mozo se abre paso entre los parroquianos y
enfrenta el hombre. Éste hace el gesto de arremangarse las mangas en son de
pelea.
-Usted no tiene verguenza; tratar así a una
persona respetable. Enseguida, salgo de aquí y me voy a la Comisaría a hacer la
denuncia...Por discriminación. Pero primero quiero hablar con el dueño de este
lugar inmundo.
Los clientes, la mayoría divertidos por la
situación, intervienen. Algunos sostienen al hombre, quien ya quiere irse a las
manos y otros atajan al mozo que, furioso, intenta tomarlo por las solapas.
-Tranquilo, Marcelo. ¿No te das cuenta que se
trata de un hombre mayor?
-Que sea viejo no significa que le falten el
respeto. Él sólo hizo una pregunta.
El que dijo esto último es también bastante
mayor.
-Usted no se meta, yo no soy ningún viejo.
Mejor sería que se mire al espejo y que se vaya a su casa a dormir en lugar de
estar en este sitio lleno de borrachos.
Los ánimos se caldean, el aire se pone
animado, aunque un poco más pesado. Algunos curiosos miran desde la puerta.
-¿Por qué no le dicen como llegar a La Tablada
y chau, se soluciona el problema?
-¡Eso! Creo que hay un cementerio por allí, a
lo mejor quiere ir a dormir.
-La que habló ahora es una mujer, de cierta
edad.
-Sí, a dormir, pero solo, no como usted vieja
de mierda que todavía pretende ganarse la vida con los hombres. Está en edad de
pagar, no de cobrar, cacatúa.
La mujer se levanta de su taburete.
-¿Qué pretende decirme?
-Puta, eso es lo que le estoy diciendo.
-Ah, no, con mi mujer no te metas.
El marido se acerca y todos los asistentes
rodean al hombre. Éste se pone a gritar en medio del forcejeo generalizado.
Llama a la policía,
llora, se santigua, invoca a su madre. Todo.
Llega el patrón.
-Señor, lo invito a retirarse. La casa se
reserva el derecho de admisión. Recuérdelo.
-Está bien, abran paso que quiero salir de
este bolichón.
Los clientes se separan, se abren y lo dejan
pasar. El hombre sale apurado. Más que apurado, casi corre. Llega a la boca del
subte más cercana y desciende rápidamente. En el andén espera, un poco
temeroso, el arribo del tren. Mete sus manos en los bolsillos y manosea el
contenido. "Cuatro billeteras, no está mal, habrá que revisarlas más
tarde, en la pieza", reflexiona. Llega el subte y con él la tranquilidad.
A otra cosa, mariposa.
El edificio es común, nada llamativo. En el
medio, la entrada, con un negocio a cada lado.
El viejo corrobora la dirección.
-Esperame aquí, primero entro yo, capaz que
está ocupada.
La mujer murmura algo y va hacia una de las
vidrieras. El marido entra.
En la recepción hay un macetero con plantas y
flores de plástico y arriba, un indicador. Hace la consulta. Busca el sexto
piso y lo encuentra “Lorena
Producciones”, departamento “F”. Toma el ascensor, junto con un hombre joven y
gordo.
-¿A qué piso?
-Sexto, por favor.
En el lugar lo atiende una mujer ya mayor,
rubia. Le entreabre apenas la puerta y no lo invita a pasar.
-Buenas tardes. Señor, mucho gusto, mi nombre
es Lorena.
-Buenas tardes. Busco a la Srta. Mariela
Benedetti.
-¿Mariela, tiene turno con ella? ¿Cuál es su
nombre?
-No importa mi nombre; le quiero dar...una
sorpresa. ¿Está ella?
-A ver un segundito.
Cierra la puerta y luego, quien sabe por qué,
la deja entreabierta mientras vuelve hacia adentro. El viejo espera. La mujer
tarda unos minutos. El hombre entreabre tímidamente la entrada y ve un salón
tenuemente iluminado, con las paredes colmadas de cuadros y affiches eróticos.
La vuelve a entrecerrar rápidamente
antes de que llegue la mujer.
-Ella está ocupada y tiene para rato. No tiene
turnos hoy… ¿Quizás mañana?
-No, no, gracias.
-¿Me deja su nombre?
El viejo se vuelve hacia el pasillo. Cuando
llega al ascensor siente que se cae. Logra bajar. Su mujer, su viejita, lo está
esperando.
Llega a la calle.
-¿Y, la
viste?
-No, me dijeron que está en otra sucursal. En
Córdoba. Que cuando llame le avisarán.
-¡Qué lástima, lo lindo era la sorpresa!
-Sí, a veces sí.
La hora de la cena. El hombre mira la tele. La
mujer come, ensimismada; el chico bosteza.
-¿Querés repetir, Pedro?
-No, estaba muy salado. Creo que me va a caer
mal.
El televisor transmite un partido, Boca-San
Lorenzo.
-No terminaste la comida, vos; ni siquiera una
simple hamburguesa. Era lo que querías.
-Me las compró mi papá.
-Ya lo sé.
-¿Saben qué soñé anoche? Que el gato Piero
tenía gatitos. Cuatro y todos grises. Eran de lindos.
-Sí, lástima que eso sea imposible; tu gato no
tiene pareja.
-¿Y eso qué tiene que ver? Vos me tuviste a
mí.
-Claro, pero…
El hombre deja, por un momento de mirar el
partido. Mira a su mujer y luego al chico, quien nuevamente bosteza.
-Mejor que te vayas a la cama, vos.
-SÍ, papi, ya voy.
La mujer se levanta de la mesa y va hacia el
baño. El hombre amaga con seguirla pero permanece sentado. El chico, sobre la
mesa, se durmió.
3.
Casi a medianoche entra a un bar. Es la hora
de un cafecito y luego, a seguir, hasta el alba.
El mozo lo mira y se saludan.
-Buenas, lo de siempre.
Se sienta a una mesa, junto a la ventana. Al
rato, nomás, llega un colega; un hombre mayor.
-¿Qué hacés, como fue hoy?
-Más o menos, como siempre. Esta dura la
calle. Lo único bueno fue una mina; estaba buena. Meta pintarse y mirarme por
el espejo. Quería guerra.
Llega el mozo con los cafés.
-¿Y vos?
-Nada. La dejé vivir. Se bajó en Belgrano.
Allí la esperaba su mamá.
-Y bueno.
La cama es un poco dura. Es un hotel de
barrio, que admite largas permanencias. Frente a ellos un paisaje nevado como
única decoración. Y la tele, con sus fantasías, que ellos nunca encienden.
La chica está dormida; él se despertó muy
temprano pero se quedó en silencio. Casi sin moverse. Es casi de día ya. Mira
la hora, las ocho menos diez. Se levanta y va al baño. Cuando vuelve, la chica
sigue dormida y se acuesta nuevamente a su lado. No sabe si tiene que
despertarla o no. Estira su mano y, tímidamente, le toca la panza.
-Buen día, Pablo.
-¿Dormías?
Perdoname.
-No, para nada; hace rato que estoy despierta.
Estaba con los ojos cerrados nomás. Pensando.
-¿En qué?
-Vos sabés.
-¿Vamos ya? Dale, vestite y tomamos algo
caliente. Hoy es un nuevo día.
La chica lo m ira y ambos sonríen.
Antes de volver pasó por la peluquería. Allí
se enteró de todas las novedades de su barrio. Eso la distrajo.
Tomó un taxi y fue derecho hacia su casa. No
quería llegar tarde para la cena. Igual estaba todo ya preparado. La empleada
que tiene ahora es un ángel.
Se sentaron un rato en el living. Él estaba de
muy buen humor; ella, seria.
-¿Qué pasa, mi amor?
-Nada, estoy un poco cansada.
-Cansada y sin memoria.
Ella lo mira, sin comprender. Él sirve dos
copas de vino blanco. Le sonríe mientras mete la mano en su bolsillo. Saca una
caja, pequeña. Ahora, ella lo mira con curiosidad.
-Qué hiciste hoy?
-Nada especial, tomé el te con una amiga.
-Tomá, es para vos.
Le alcanza el paquete.
-¿Para mí?
-Claro, te olvidaste. Hoy hace quince años que
nos casamos. Creía que solo los hombres tenían mala memoria para esas cosas,
pero veo que no.
-¡Mi amor!
La mujer se levanta de su asiento, se acerca y
lo abraza.
-Gracias, no sabés lo feliz que me hacés. El
mío te lo debo. ¿Vamos a comer?
-Claro.
Brindan y luego van abrazados hacia la mesa ya
servida.
-La chica puede irse. ¿Usted es el padre, no?
-Sí, claro. ¿Dónde están?
-A la nena ya se la traemos.
La guardia de la Comisaría está ahora vacía.
Durante las casi tres horas que estuvo ahí vió pasar a mucha gente. Todos para
hacer denuncias. La noche no es momento para cambios de domicilio u otros
trámites.
El matrimonio está sentado en el extremo
opuesto, cerca de la salida. Al principio le echaban miradas furibundas,
displicentes. Ahora ya no, seguramente están cansados y aburridos. Nunca tanto
como él, quien, además está angustiado.
El Oficial de Guardia hace una seña y llama al
hombre que los denunció quien, junto con su mujer se acercan al escritorio.
-El Comisario quiere verlos. Pasen. Por aquí.
Los acompaña hacia una de las puertas y los
hace entrar.
El muchacho mira con curiosidad al agente.
-¿Y la piba?
El policía no le responde. Pasan diez minutos,
eternos para él. Al rato la puerta se abre y el matrimonio sale. Inmediatamente
suena el teléfono y el Oficial atiende. Se levanta, busca unos papeles y va
hacia el despacho del Jefe.
-Ahora vamos directamente a casa, estarás
cansada.
-Sí, mi amor, en la heladera hay comida.
El Oficial vuelve a la Guardia. Llama a la
pareja y los dos, diligentes, se aproximan. Luego leen unos papeles y firman. Agradecen y se
van. Pasan, insolentes, al lado de cartonero. Él lleva la radio de auto que le
devolvieron.
-A ver, vos, vení.
El muchacho se acerca. Por otra puerta traen a
Lucy, su mujer y a la chica. Vienen acompañadas por otro uniformado.
-Te salvaste por poco. El hombre retiró la
denuncia. No quiso seguirla. Ahora, váyanse.
Salen. Es bien de madrugada. El viento está
helado ahora. Caminan en silencio hasta la esquina.
-¿Por qué lo hiciste? Te dije que eso nunca.
-No sé, perdoname. Necesitamos plata y estaba
tan fácil.
-Después hablamos, cuando no esté la chica.
Besa a la nena. La mujer lo toma del brazo y
él, con un gesto de fastidio, la empuja. Se van.
“Como sabés, ya estoy jubilado desde hace
rato, y siento que a partir de haber quedado viudo y por la falta de hijos,
esta ciudad, a la que adopté en mi
juventud, ya me resulta complicada. Ansío un poco de tranquilidad, la que
seguramente Rufino, nuestro querido pueblo, más vos misma y el resto de la
familia y amigos, podrán darme.
Creo que podría alojarme en una de las piezas
no alquiladas de la vieja casa de nuestros padres. Me dijiste que está un poco
arruinada pero yo trataría de mejorarla. Total, una habitación, el baño y la
cocina del fondo me alcanzarían.
¿Qué te parece la idea? Me gustaría que me des
tu opinión y también que me alientes un poco más”.
Dudaba en enviar esta carta. La realidad, un
día, lo convenció.
Releyó este fragmento, que era el que más le
interesaba y finalmente la envió.
Hacía tres meses que había dejado de teñirse,
el pelo dejó de brillarle y poco a poco sepultó para siempre esa actitud de
conseguir de sí mismo ese aspecto que, a su manera, correspondía a un hombre
viril y caballeresco. Sabía que, para los demás, él resultaba pintoresco.
Antes, eso le gustaba, ahora no.
Abandonó su trabajo de apropiarse de lo ajeno
y se volvió taciturno, solitario y cansado. Sobre todo eso, cansado.
El día anterior a escribir esta carta, hubo gente que le dio señales de alarma.
-“Me pisaste, viejo de mierda”. Una mujer, en
el colectivo.
-“Qué pasó, viejo, te volviste un ciruja?”.
Su vecino lo dijo con simpatía . Igual
dolió.
-“No, viejito, ya sos muy grande. Seguro que
no va, yo no hago cualquier tipo de trabajo. Lo mío es muy simple, lo normal.
Mejor andá con otra”. El no buscaba a nadie, pero así
fue como pasó.
En
realidad, todo sucedió de golpe.
Pasaron unos meses que al viejo le parecieron
años. Sara, su mujer, murió en total felicidad, de un paro cardíaco, sin
enterarse. Ella, quien solo tenía ese pequeño mal en la vista; no él, que
estaba desgastado y que le tocó vivir con un secreto que lo atormentaba.
-“A veces” –pensó un día- “la vida parece muy
injusta cuando se la ve muy de cerca; en cambio, si uno se aleja un poco puede
comprender mucho más”.
Cuando supieron lo de la madre, los hijos
vinieron, los tres, a despedirla.
También Mariela, quien se abrazó triste y
largamente con su padre. Lo miró a los ojos con esa mirada luminosa que siempre
tuvo y pareció preguntarle algo.
El viejo la abrazó tiernamente y, del brazo,
vieron como la vieja se hundía en la tierra.
Los hijos lloraron, los parientes también, los
vecinos, todos.
El único que esbozó una sonrisa casi feliz fue
él, el viejo. Mariela, su preferida, estuvo a su lado.
Nadie más que él, en la Diagonal. Las
mujeres se habían quedado, la chica tenía fiebre. Trató de apurarse, trabajar
sólo le llevaba más tiempo, pero el carro estaba ya casi lleno.
Aparecieron súbitamente, un rato después de haber pasado el colectivo.
Autos nuevos, importados seguramente, de lujo. Uno rojo, el otro gris acero.
Venían con la música puesta muy fuerte. Pasaron a su lado y, al verlo, pararon
de golpe y bajaron.
-¡Rajá de acá, negro villero, tomátelas!
Eran seis, jóvenes, fuertes. Fueron hacia él y
lo acorralaron. Zafó como pudo y salió corriendo por una transversal. Los
hombres se rieron, tan fuertemente, como la música. El corrió casi dos cuadras.
Al darse vuelta vio la hoguera.
Ahí estaba su trabajo.
Se lo dijo en el ascensor,
mientras bajaban.
-Quiero que seas mi
marido.
-Lo
soy.
-Ya lo sé; quise decir que te quiero solamente
como marido.
El ascensor se detuvo en el cuarto piso. Subió
un matrimonio mayor. Los dos iban impecables. Traje, corbata, lentes con marco
de acero, él. La mujer, vestida de seda y tacos, no muy altos. Saludaron
brevemente y hablaron de la hora del almuerzo en el Club de Tenis. Discreción
pura y dignidad.
Llegaron a la Planta Baja. Caminaron en
silencio hacia la salida. Ya en la calle, él la tomó del brazo y se detuvieron.
-¿Qué te pasa?.
-Conocí a otro hombre, en el gimnasio. El es
mi amante ahora. Te lo repito, te quiero, pero también quiero que ahora seas
solo mi marido. La libertad, la planeamos juntos.
El hombre la miró seriamente y luego señaló a
los vecinos que se alejaban y subían a su auto.
-A eso me estás condenando. Está bien, es así.
Él iba al hospital y la mujer, aprovechando su
día de franco, al colegio de los chicos para hablar con la Secretaria. Tomaban
diferentes direcciones. Al llegar a la esquina, ella se dio vuelta. Él se había
quedado quieto, mirándola. A lo lejos, Marta le sonrió y le tiró un beso. Él se
lo contestó.
4.
Otro día, uno cualquiera, uno más.
Una mujer, en el balcón del último piso, muy alto, mira hacia abajo. Piensa en hacerlo, pero el
miedo es más fuerte.
Pasan cuatro carros de bomberos. Las sirenas
aúllan. En la calle, más que inquietud hay curiosidad. Todos se preguntan qué
se estará incendiando. No importa, se enterarán por el noticiero.
Las hojas del otoño siguen cayendo.
Una señora compra unos sándwiches en la
panadería. Se queja; hoy le duele mucho la cintura. El empleado le sonríe.
Dos hombres miran la tele en el living.
Pasaron la noche juntos. Cada tanto se toman de las manos.
La encargada de un edificio limpia la vereda a
las once de la mañana. Un vecino le dice que ese trabajo no se hace a esa hora.
Algunos semáforos funcionan, otros no.
En el baño de la escuela varios alumnos,
adolescentes, fuman en secreto. Se matan de risa de la profesora de inglés
porque tartamudea cuando está nerviosa.
Y hay más. Cientos, miles, millones.
Armando Guerisoli,
Buenos Aires-París,
Julio de 2009.
Estaba pasando un cepillo, pequeño, como de
dientes, sobre el plumaje inerte. Si bien el día era bastante caluroso ella se
había abrigado, como siempre, para un eterno invierno.
-Es una historia curiosa, sabés, bah, no
tanto, una más.
La nena la miraba, los brazos acodados a la
mesa, las manos sosteniendo su cara. Un brillo de curiosidad y de placer se
había encendido en su mirada mientras se disponía a escucharla.
-Ya está, ha quedado como nuevo…Mirá, tan
amarillito como antes; creo que éste es Román, no me acuerdo, son muchos los
que me han acompañado y a veces confundo sus nombres y sus sexos.
Colocó entonces al pájaro embalsamado sobre un
estante donde había, además, una gran acumulación de objetos diversos como un
libro viejo, tres o cuatro revistas, una mano de madera con anillos en los
dedos, una caja también amarilla, un vaso con una flor marchita junto al
retrato de un hombre con bigotes, un canasto para la costura y la foto
ovalada de una nena con un moño en la
cabeza. Luego se levantó, fue hacia la ventana, abrió ligeramente la cortina y
echó una rápida ojeada hacia afuera, agachándose un poco para ver mejor.
-No sé, a veces creo que puede volver. Pobre
Estela, con un marido tan formal y sin hijos que la hubieran acompañado; con
una carrera brillante pero trunca ,más las muertes y sinrazones habituales, en fin, una vida desgraciada, como la de
éstos, con la diferencia de que vivieron
tan poco.
Señaló al pájaro y se sentó, tomando el
tejido. Nunca podía quedarse quieta, siempre tenía algo para hacer y si no, lo inventaba.
-Abuela, cuando quieras podés empezar, me lo
prometiste.
Sin mirarla y contando los puntos exhaló un
largo suspiro.
-No me digas abuela, no me gusta. Mejor es que
me llames tía. ¿No te parece?
-Bueno…tía
La chica sonrió y se calló la boca.
El teatro, pequeño en realidad, estaba lleno.
Esa noche se había puesto un vestido negro para la primera parte y otro rojo
para la segunda. El pianista, de smoking, frente al reluciente instrumento
contribuía a ese aire lujoso que a ella le gustaba.
Cuando terminó de cantar ”Las seguidillas”
sintió la primera ovación. En el saludo, humilde y sin afectación reparó
nuevamente en esa mujer sentada en la primera fila, durmiendo desordenadamente,
con la mano que le tapaba la cara.
“Por más que la mayoría sean conocidos siento
que lo hago bien, que gusto. Lástima esa estúpida, que viene a dormir al
teatro”. Miró al acompañante y le hizo una mínima seña para continuar.
-¿Querés tomar la leche?
La niña dijo que no moviendo la cabeza. Ella
volvió a su labor, buscando en la bolsa de las lanas hasta encontrar la roja
que necesitaba.
Había sido desde siempre la preferida del
padre, quien fue el que la orientó y alentó para cantar tangos.
-Esta chica mía es un prodigio, será la mejor
de todas, sin duda. ¿Libertad Lamarque? Un poroto al lado de ésta.
Y fue así como se inició, estudió un poco para
colocar la voz y comenzó cantando en las reuniones familiares primero, luego ya
profesionalmente en reductos donde se cultivaba el tango y también en
restaurantes y sitios de copas los que, sin llegar a darle la ansiada fama, le
proporcionaron siempre, además del placer, un cierto desahogo económico que la
llevó a independizarse. Todos la conocían como “Lita, la de Boedo”, su nombre
artístico.
-¿Viste lo que conseguiste? Ahora vive sola,
quien sabe en que anda, en ese ambiente donde la metiste.
El hombre no contestó. Se limitó a encogerse
de hombros y siguió con la lectura del diario. La mujer no insistió; el caso
estaba ya perdido. Menos mal que todavía estaba la otra.
Una vez, en medio de
un recital de arias italianas, la interrumpieron cuatro veces en medio del
canto, desde diferentes sitios de la sala, sin que nadie pudiera ubicar al
culpable de semejante informalidad. Tenían la certeza, eso si, de que se
trataba de una mujer.
Una vez terminado el concierto, en el camarín,
pudo desahogarse. Enojada tiró un cepillo contra un espejo, rompiéndolo y en
medio del llanto y los gritos lanzó tantos improperios que hicieron que el
Administrador de la sala la amenzara, delante de su representante, con hacer
una denuncia por inconducta en el periódico “Tribuna Musical” que se editaba en
esa ciudad del interior donde se había presentado.
La certeza del “atentado” tenía para ella
nombre y apellido, pero tuvo que calmarse y guardar su rabia para después,
cuando la luz de la venganza la iluminara.
A veces iba a la verdulería para ayudar a su
marido. Se quedaba un rato, tratando de evitar que notaran su colaboración. Le
disgustaba que en el barrio dijeran que era la verdulera. Una vez, el negocio
estaba lleno y se escuchó una voz que se refirió a ella de esa manera.
Inmediatamente salió del mostrador y la emprendió equivocadamente con una
inocente vecina a quien, de un golpe, le puso un ojo negro lo que le trajo
algunas complicaciones, ya que los hijos de ésta y el marido fueron a buscarla
para darle una paliza y hasta intentaron hacer una denuncia policial; en fin
todo un embrollo por una confusión con una persona de pocas pulgas, incapaz de
admitir verdades. Pero lo cierto, es que nunca se supo quien fue esa voz
anónima.
Pero volvamos a la otra, a la nuestra, a la
que su marido, un italiano recién llegado que le insistía en abandonar el
tango, ya que no le parecía respetable.
En el negocio, otra día, alguien, parece que
desconocida, dejó olvidado un sobre en el cajón de las ciruelas. Dentro había
un papel que de manera anónima decía “Vigilá a la que tenés al lado, cornudo, la tanguera se divierte”.
A partir de ese momento el hombre no pudo
alejar la desconfianza que esas pocas palabras le provocaron. A pesar de la ira
que esto provocó en su mujer cuando se lo fue a contar, no pudo evitar que la
duda lo carcomiera y tiñera su relación con un matiz oscuro y denso.
El canto lírico no incita a tener hijos. Se
trata de elegir, entre ellos o la carrera. Y ella optó por lo segundo. Se había
casado con un farmaceútico; un hombre bueno, tranquilo, silencioso, pero que la
acompañaba poco. Era de aspecto tímido y retraído, características que
desaparecían cuando alguna de sus clientes lo miraba con un interés ajeno a los
remedios o lociones. Ahí despertaba su veta de aventurero oculto y saciaba su
curiosidad. Y esto sucedía a menudo, ya que el hombre era muy atractivo.
Parece que el canto popular, mueve si los deseos de maternidad, sobre todo
cuando la decisión se toma teniendo ya cierta edad y a pesar de un marido que
no resulta ser un sentimental, ya que
está más preocupado en hacer dinero que en otras cosas. La suerte vino el día que nació Celina, su única
hija, a la que dedicó una módica cuota de interés cumpliendo así con el rol de
madre, esposa y ama de casa. Pero, el tango seguía teniendo más suerte, dotando
a su vida de un matiz más pasional.
-Me parece que estás un poco aburrida hoy.
La chica la miró, somnolienta.
-No, me gusta. Más que esa historia de
marcianos, la de la nave que aterrizó en lo de tu abuela, pero seguí, me
distraje solamente.
El problema venía de cuando eran adolescentes.
Eran tan iguales que todos se confundían, hasta sus padres, que a veces retaban
a una de ellas dos veces por los mismos motivos o premiaban por algún mérito a
la que no correspondía. Estas situaciones provocaban entre ellas motivos de
burlas, enojos, peleas y risas.
Claro que a veces no todo era tan inocente.
-¿No viste si mi novio ya vino, mamá? Lo estoy
esperando.
La mujer la miró perpleja.
-Claro que vino. Hace un rato largo ya. Lo
atendió tu hermana y te ganó de mano. Se vistió y pintó en un periquete y se
fue al cine con él.
Al escuchar esto la cara se le encendió de
rabia.
-Ya me las pagará, la desgraciada. Vos tenés
la culpa; con esa manía que tenés de vestirnos iguales.
La madre la miró, fastidiada y le dio una
bofetada bastante estridente.
-Así tiene que ser. Las gemelas deben ser así,
en todo. Y por ahora mando yo. Más adelante, cuando sean mayores decidirán
ustedes.
No contestó pero se puso más roja aún y
parecía que hasta el pelo se le prendía fuego.
Fue por culpa de esta igualdad que dejaron de hablarse. Se separaron de los
padres, naturalmente, tratando de evitarse entre sí, cosa que apenas
conseguían. Es muy difícil no sentirse único. Se hicieron la guerra
solapadamente, durante años, en forma anónima y secreta. Se espiaron, controlaron,
se enviaron mensajes diferentes, sutiles las más de las veces. Un signo de
interrogación escrito con tiza en la puerta de la casa de una de ellas, una
carcajada por teléfono a las tres de la madrugada seguida de un corte abrupto y
otras maldades de igual tenor.
La música las unió una noche, en un mismo
lugar y a la misma hora. Cantaron, se odiaron, se admiraron, se enfrentaron,
gozaron con los aplausos, discutieron, pelearon y, hasta quizás, se amaron. Y
fue la última vez.
Más tarde murieron los maridos y para
felicidad o desdicha, quien lo sabe, quedaron solas.
Tiempo después, también a una de ellas, la
naturaleza la tocó con su varita más oscura y se despidió definitivamente, de
los escenarios y de la vida.
-Un final triste, tía. ¿Y a la otra, qué le
pasó?
La anciana la miró, sonriente.
-No sé, nena, ha de andar por ahí. Vení mañana,
te voy a contar una de risa.
Pasaron las horas, los días, los años, el tiempo, como siempre. Una tarde Celina
decidió que debía ir, que tenía que hacerlo, que había llegado la hora de abrir
esa casa, la de su madre, aunque le resultara doloroso. Intentó ir varias
veces, pero no pudo, hasta que la pequeña insistió en acompañarla.
La soledad y el vacío son difíciles para un
comienzo. Allí estaba el canario, inmóvil, seguramente el último testigo.
La nena fue, instintivamente hacia la caja
amarilla de la repisa. La madre la dejó hacer. Cuando la abrieron, hubo una
explosión de papeles que, aliviados, se soltaron para respirar. Algunos correspondían
a programas de conciertos líricos y
otros eran recuerdos, servilletas, garabatos y homenajes a la otra, la popular,
la del tango. En el fondo, una foto de estudio, coloreada, mostraba a dos
niñitas en carnaval vestidas de
Colombinas.
Allí estaban las dos, las gemelas.
La Caleta, Enero de 2010
"LA VALSE"
Nota: los personajes de esta historia tienen nombres y apellidos. Los mismos corresponden a entrañables amigos míos. Las historias de cada uno de ellos no se corresponden con las historias de esta ficción. Se trata, simplemente, de haberlos incorporado -con amor y simpatía- en el momento de este simple acto de creación.
En ese instante, la noche se encendía para él y parecía transformarse en el más luminoso de los días. Hacía ya bastante que había comenzado. En su momento, en los demás, había causado sorpresa, estupor y todas las reacciones que aparecen cuando algo o alguien trastoca el orden cotidiano, aunque sea pequeño, como en este caso. Pero rápidamente lo entendieron y lo aceptaron. Él se movía con gracia y alegría y parecía, a pesar de recibir esa mirada curiosa de los otros, no ser consciente de sus transformaciones, ya que siempre se daban o comenzaban o transcurrían ajenas a su voluntad.
Vivía en Montserrat pero tenía su consultorio
en la calle Río Bamba, en pleno barrio de Congreso. Se había jubilado hacía ya
varios años pero seguía trabajando; la inactividad no había sido hecha para él.
Era un Médico muy respetado, no solamente en la zona donde atendía, sino que
los pacientes, unos a otros, lo recomendaban a personas que vivían en otros sitios de la ciudad. La esperanza, para
muchos, era que no se sabía de nadie que no se hubiera mejorado después de
pasar por sus manos y de seguir sus indicaciones, que eran simples y eficaces y
que evitaban el empleo de medicamentos que hacían que los tratamientos fueran
un poco más largos, pero menos caros y complicados. Era, quizás, el Doctor a la
vieja usanza. Y no es que la gente dejara de morirse, no, eso sería ir en
contra de la naturaleza que fue quien determinó que para eso estamos. No, las
personas se iban al otro mundo por las mismas razones, las de siempre, llamadas
enfermedades, que a la larga o a la corta aparecían y que les recordaban que la
fiesta había terminado. Él era Médico clínico, es decir que no tenía una
especialidad definida, pero sus conocimientos eran muy amplios, ya que era un
estudioso nato. Tenía sus preferencias hacia ciertos males; le gustaban sobre
todo los asmáticos y los pacientes con artrosis y artritis. Pero atendía a
todos por igual, en su juventud había hecho un juramento y estaba dispuesto a
respetarlo.
Su
mujer era flaca y muy conversadora. No correspondía a la idea que en los
barrios tienen acerca de la mujer de un profesional, del Doctor, sobre todo
cuando se trata de médicos de larga
trayectoria, como en este caso. Se llamaba Anita Cuetobir y se había jubilado
en el magisterio; hasta había llegado a ser Directora, de eso hacía ya muchos
años. Ahora estaba dedicada a los quehaceres de la casa y a ser la esposa de un
hombre muy respetado. Era dos años más joven que él, que ya había cumplido más
de setenta. Ambos tocaban el piano bastante bien, se notaba placer en como lo
hacían. Ella prefería a Chopin. A su marido también le gustaba pero, amaba
sobre todo a Schubert y a Rachmaninov.
Terminaron de cenar y él, como siempre, salió
a dar su paseo nocturno. Éste le llevaba más o menos una hora, el tiempo
suficiente para conversar con cuanto vecino se le aparecía. Y solía encontrar a
muchos, pues éstos ya conocían sus hábitos y, comprendiéndolo y aceptándolo,
pasaban un buen rato agradable y... asombroso, ya que el hombre era, además,
simpático y campechano. Su mujer se quedaba en la casa, organizando el pequeño
desorden producido por la cena. Luego se sentaba frente a la tele y veía sus
programas favoritos, casi siempre películas, si eran viejas mejor.
-Sabe, hoy casi tuve que salir al balcón.
Había allí mucha gente que me reclamaba. Bah... me querían ver.
Esa
noche estaba convencido de ser Perón.
-¿Ah,
sí, y usted que hizo General?
El
hombre era el diariero de la esquina y entendió perfectamente con quien estaba
hablando esa noche. Él también, salía
siempre a tomar un café con sus amigos del bar de la otra cuadra. Era soltero
y, acostumbrado a la calle, en su casa se aburría un poco. La soledad.
-Nada, no iba a asomarme por cuatro gatos
locos; está bien, eran mis muchachos, pero se imaginará m´hijo, la enorme
cantidad de cosas y problemas que tenía que atender y solucionar. Le digo más,
fuera del despacho me estaba esperando el Embajador de Marruecos o algo así.
-Es
cierto General, conducir una nación no es fácil.
El
hombre sonrió ligeramente dispuesto ya a irse y le tendió la mano a su vecino.
-Nada es fácil. ¿Digamé, se le debe algo? Le
pregunto porque a veces mi esposa -usted sabe muy bien a quién me refiero-
compra alguna que otra revista, de esas de chismes de artistas, y yo no me
entero. Y usted comprenderá, que también tengo que atender esas nimiedades.
Sobre todo, cuando se trata de deudas.
El
otro volvió a sonreírle y finalmente se dieron la mano.
-Nada, General, no me debe nada; cualquier
cosa le aviso.
Se
separaron. El diariero al café y "el Presidente", silbando bajito,
hacia el lado opuesto. Haría unas cuadras más y luego volvería para su
casa.
Al
pasar, en el cordón estaba sentado ese muchachito, que lo observaba, tratando
siempre de que el viejo no lo viera. Esa noche, se había ocultado entre dos
autos estacionados.
Su
mujer estaba todavía concentrada en el televisor. Sin dejar de mirar la
pantalla le preguntó, por fórmula, cómo le había ido.
-Bien,
le contestó el hombre. Tenés la puerta llena de gente, esperándote.
-¿Quiénes?
-Tus
"grasitas"...
Ella
lo miró, un poco desconcertada y sin entender. Luego sonrió; con él las cosas
se resolvían así. Siguió con la película que estaba casi en los últimos tramos;
al comienzo le había resultado un poco
pesada, pero a partir del accidente aéreo y de la azafata que había intentado
envenenarse en el baño del avión se puso más entretenida. El cine era lo que
más le gustaba, además de los collares, anillos, aros y pulseras de fantasía,
que eran su perdición.
El
hombre se metió en el baño. Se lavó las manos y la cara, se sacó los dientes,
les dio una buena cepillada y se fue para la cama. "Mañana voy a salir un
poco más temprano para el consultorio, así me siento un rato en la plaza y leo
un poco el diario", pensó mientras se acostaba.
Al
rato sus ronquidos eran tan fuertes que ella, un poco fastidiada, tuvo que
cerrar la puerta que daba a la habitación para ver tranquila la película.
-Buen
día. ¿Alguna novedad señora Casamajor?
-Buenos
días, doctor. ¿Cómo anda?
-Y,
aquí me ve, en dos patas todavía.
Se
sentó frente al escritorio de la recepcionista. Había flores hoy, puestas en un
jarrón. El hombre reparó en ellas y miró el ramo, señalándolo.
-¿Algún admirador?
-Mi
hija y mi yerno, es mi cumpleaños.
-Muy
bien la felicito. La voy a dejar salir cinco minutos antes, por ser hoy.
Ambos
sonrieron por el comentario. Luego, la mujer le entregó el listado de los
pacientes con sus correspondientes historias clínicas. El doctor, mientras
tanto, soltaba un largo bostezo.
-Bueno, digamé.
-Son
diez, fíjese doctor, por hoy no agrego más. Recién, antes de que usted llegara
llamó el último. Me insistió tanto que tuve que anotarlo.
El
hombre la miró, un poco reprobatoriamente.
-¿Quién era?
-El
señor Ferrari; aquí tengo su ficha. Es el que tiene problemas de
hemorroides.
"Puta
madre", pensó el médico, "Con las ganas que tengo de hurguetear en
culos extraños. Pero, qué se le va a hacer, yo elegí este trabajo o el trabajo
me eligió a mí, no sé".
-¿Y
quién es el primero?
-La
señora Teresa Ocampo, la de la halitosis.
Se
fue, murmurando, hacia el consultorio.
-Esa, otra vez. Bueno, si quiere gastar plata
que lo haga. Halitosis, halitosis...Se lleva mal con el marido o con el novio o
con la nuera, qué sé yo, no lo tengo muy claro y le echa la culpa a su mal
aliento.
Al
rato nomás, sonó el timbre. La empleada miró el reloj. "Las tres menos
cinco, ésta vino antes", se dijo, fastidiada.
Se
levantó y fue hacia la puerta.
-Hoy
cumplió años la recepcionista.
-¿Ah, sí, y qué le regalaste?
-Nada, si yo no lo sabía. Podrías darme alguna
de esas pulseras o anillos que tenés y mañana se lo llevo. Bastante plata gastás en todas esas baratijas para que
las uses de entrecasa.
Ella
lo increpó, un poco molesta.
-Peor sos vos, con la próstata.
-¿Y
eso qué tiene que ver, si se puede saber?
Ahora fue él, quien se fastidió.
-Que
ocasiona gastos en remedios y además es plata que no luce.
-Así
es, no se trata, como en tu caso, de vanidades.
La
mujer se levantó de improviso y fue hacia la cocina. No quería que viera los
seis anillos, las cuatro pulseras, el prendedor y los aros colgantes que se
había puesto esa noche. Y eso que había omitido el collar, le pareció que ese
agregado resultaba excesivo y vulgar.
-Mejor comprale una caja de bombones; a las
mujeres nos gustan los dulces, además ella no está a régimen.
Como
no obtuvo respuesta, se asomó al comedor. Él ya había salido para su caminata.
"Mejor", se dijo, "No me gusta discutir". Se secó las
manos, guardó todos sus adornos y se sentó para ver televisión.
Hizo
unas pocas veredas y, al dar vuelta la esquina, se topó con la Sra. Kleiser,
una vecina de mucho tiempo ya que se mudaron al barrio en la misma época, hacía
ya más de treinta años. Ella conversaba bastante con este viejo; le gustaban
sus excentricidades. En realidad le caía bien ese matrimonio porque, además, ella
compartía el gusto que ellos tenían por la música.
-Buenas
noches, ¿Cómo está, Doctor?
-Muy
bien, Profesora, tratando de dilucidar un problema.
La
mujer, que no tenía ningún título, no intentó hacer aclaraciones. Ya lo
conocía, lo aceptaba y también tenía un sentimiento, como ya se ha dicho, que
iba más allá del aprecio. Lo quería bastante.
-Bien,
hay que hacer que la cabeza trabaje. Y... ¿De qué se trata, si es que me puede
anticipar algo?
-De
la relatividad, señora, hoy tengo que completar la teoría y...¡Vaya si lo haré,
cómo que me llamo Albert Einstein no me iré hoy a la cama sin haber hecho ese
gran aporte a la humanidad! Aunque, no sé si usted puede entender algo de eso.
La
señora sonrió.
-No
del todo; esas cosas son para gente con mentes privilegiadas, como la suya.
Pero seguramente me enteraré en estos días, por los diarios y los
noticieros.
-No
le quepa duda querida vecina que así será. Hasta mañana. Permítame decirle que
hoy ha tenido un raro privilegio.
Y el
viejo partió. La mujer se quedó mirándolo; esta vez sonrió más abiertamente.
Había compartido un momento de felicidad.
El hombre dio la vuelta manzana y lentamente volvió a su casa.
El muchacho
lo vio venir de lejos y se ocultó detrás de un árbol para no ser visto.
El
día siguiente atendió a ocho pacientes solamente pero terminó bastante tarde,
ya que uno de ellos, el señor Batán, vino asustado porque, según él, su sordera se iba
acrecentando, ya que ni siquiera
escuchaba a los chicos de arriba que gritaban cuando se despertaban.
Finalmente, llegaron a la conclusión que se habían ido de vacaciones con los
padres, ya que él mismo recordó haberlos visto, desde su balcón, salir en el
auto cargado de valijas, sombrillas y demás elementos para disfrutar de la
playa. Lo que no andaba bien, por lo visto, era su memoria, pero de eso no se
quejó. Se fue muy conforme ya que el Doctor le recetó un complejo de vitaminas,
de la "A" a la "Z", más o menos.
Cuando
se preparó para irse, la empleada ya no estaba. "Claro, se hizo un poco
tarde. O quizás haya sido porque tampoco ese día le había llevado el regalo de
cumpleaños? No, no es eso; cumplió con su deber y se fue".
Como
él lo estaba haciendo ahora. El final de una jornada.
"Otro
día más, rutinario", pensó mientras bajaba por el ascensor.
Hábitos,
formas de vida, costumbres.
La
mujer está sentada pintándose las uñas. Ni bien él entró ella se dio cuenta de
que hoy estaba un poco malhumorado. Lo saludó moviendo la mano, de paso se le
secaba el esmalte. El hombre se sentó, frente a ella y se quitó primero la
corbata y luego el saco.
-A
vos te pasa algo hoy.
-Nada
importante, solo pensaba en las rutinas. A veces uno se aburre. Ella lo miró sorprendida.
-Creo
que sos el menos indicado para hablar.
Lo
miró, cómplice.
Silencio.
Uno que otro bocinazo en la calle, algunas voces, risas. El hombre miró la
hora.
-En
un rato comemos; si querés, bañate antes. Hoy hice asado al horno y le falta un
poco todavía. Quizás, después de cenar, y luego de tu paseo nocturno, te cambie
el humor.
Anita
tenía ganas de hablar esa noche.
-Hoy
tuve una sorpresa. ¿A qué no sabés quien llamó? Sarita Curis, desde
España.
-Ah...
¿Todavía está allá?
-Claro,
le va muy bien. Sigue cantando. Ahora hace repertorio cubano; el mismo de Celia
Cruz. Parece que allí gusta mucho. Se cansó de la música yddish.
-Pero
ella no es cubana, dijo él, en tono molesto y terminante.
-No,
pero es vieja, igual que la finada Celia Cruz. Además, si vamos al caso, a mí
me gusta Chopin y, sin embargo, no soy polaca.
-No
sé, esa amiga tuya empezó como cupletista, después se hizo cómica de teatros,
más tarde arremetió con las canciones hebreas y ahora...
Ahora
se había puesto más malhumorado.
-Además,
lo de polaca no sé; siempre sospeché de tus ancestros, con ese apellido...
Dicho
esto, se levantó para ir al baño. A la mujer, enojada, se le escapó el pincel y
se pintó un dedo.
Manías,
elecciones, en fin, rutinas.
Pasan
los días, el tiempo. El Doctor continúa, como siempre, con su ritmo habitual. Salvo
los fines de semana que pasa en su casa con su mujer, descansando, recibiendo o
visitando amigos y alguno que otro pariente; él dedica sus días, sin faltar
nunca, al trabajo. Le gusta ayudar a la gente con problemas, darles una mano; a
veces para sanarlos sabe que con una palabra basta, la que cada uno quiere
escuchar para que sus vidas sean lo mejor posible.
Por
la noche, viene lo otro, ese otro mundo que apareció quién sabe de donde, tal
vez vino de sí mismo o de la naturaleza o quizás, para algunos, de Dios.
Unas
veces es Napoleón en vísperas de Austerlitz; otras Nijinsky o Nureyev yendo a
ensayar "El preludio a la siesta de un fauno"; un día se transformó
en el "Che" Guevara y al siguiente fue Kennedy el día de su muerte en
Dallas. Triste fue cuando se creyó Maradona y quiso intervenir, pese a la burla
de los chicos, en un picado. Luego de dos o tres piruetas futbolísticas, se
cayó en plena calle y estuvo dos días en cama por los golpes que se dio. Los
pibes, que no eran tan duros como los adoquines, lo llevaron hasta su
casa.
Durante
ese tiempo, todas esas noches, los ojos de ese muchacho todavía adolescente lo
espiaban desde algún sitio oculto, siempre en la misma esquina, sin que él lo
percibiera.
Ciertas
noches de invierno, en Buenos Aires, el frío es tan fuerte que parece que
inmovilizara todo. Debe ser por ese cielo azul, límpido y glacial que somete a
la ciudad al silencio y a la quietud.
Es
viernes. El hombre sale a caminar como todos los días, pese a ese resfrío
incipiente que está gestando. Él sabe muy bien quien es esa noche y eso le da
un cierto temor, sabe que un ser peligroso también puede generar situaciones
similares. Dio una vuelta corta; su intuición le indicaba que volviera. Así lo
hizo. Agazapado y casi ocultándose - hoy había que actuar así- dio la vuelta
por la esquina en dirección a su casa.
El
muchacho fue derecho hacia él, tomándolo por la espalda y aprovechando la sombra
gigantesca que daba un árbol.
-Deme
la plata, viejo.
Sacó
unas fuerzas enormes que él desconocía, se dio vuelta rápidamente y asió al
chico por el cuello sosteniéndolo además, por el pelo, que lo tenía bien
largo.
-Idiota,
no sabés con quien te topaste hoy. Soy Jack el destripador y estoy, entre la
niebla, buscando víctimas que lo merezcan, no pobres infelices como vos. Andá,
andá para tu casa. Seguramente tu mamá te estará esperando para darte la sopita
y después arroparte.
Y lo
tiró al suelo tan fuertemente que la caída casi lo arrastra también a él. Lo
dejó en el piso; pensó en patearlo pero luego desistió. Se arregló un poco la
ropa y quiso reír, es más, su intención era soltar una carcajada, de esas
grandes, teatrales. No lo hizo; su sentido de la seguridad fue mayor. Dejó al
muchacho y reanudó su camino. Éste también hizo lo mismo, marchando en sentido
contrario, casi corriendo y sin entender lo que había pasado.
Esa
noche el viejo Doctor durmió mal, tuvo pesadillas y se despertó muchas veces.
Algo nuevo, desconocido para él, se había instalado en su cuerpo.
Durante
los fines de semana él no salía a hacer sus habituales paseos nocturnos, había
optado, desde siempre, por quedarse en su casa, descansando. Esos días
resultaban muy apacibles, demasiado quizás para el gusto de la mujer, ya que
encontraba que, en los últimos tiempos, su marido estaba sumamente silencioso y
taciturno, como falto de voluntad. Ella notaba en él un estado de tristeza, de
melancolía; pero su olfato le decía que no debía indagar. Tenía que dejar que
todo transcurriera; ya pasaría, seguramente.
Un
sábado por la noche él se sentó frente a la ventana mientras ella tocaba el
piano. La sala estaba poco iluminada y esa media luz y la música creaban un
clima sereno, calmo.
-Por
favor, volvé a tocar ese fragmento de "Las Vísperas" de Rachmaninov,
lo hacés muy bien y me gusta tanto.
La
mujer lo miró, esbozó una sonrisa y, complaciente, respondió al pedido.
El
último paciente se retiró casi a las siete y media, hora normal para el fin de
la jornada. El Doctor se vistió y se fue enseguida; la empleada terminó de
ordenar una fichas y salió diez minutos más tarde.
Al
bajar, pasó frente a la farmacia, situada a metros del consultorio. El señor
Macri, el farmaceútico, se asomó con un papel en la mano. Era un hombre muy
puntilloso y había advertido un error, muy grave para él.
-Buenas
noches, señora Casamajor, hay un cliente del Doctor que vino con esta receta.
Mírela. El hombre está muy enojado.
Se
la tendió y ella la leyó. Luego miró hacia dentro del local y vio al paciente,
era el que recién se había ido. "Justo un problema con ése, el de peor
carácter", pensó, confundida.
-Veo
que hay un error; el sello está bien pero está firmada como...como, no sé si
leo bien pero me parece que dice Dr. Jekyll.
-Si,
ya veo. De cualquier manera este medicamento es de venta libre; el Doctor usó
el recetario por pura fórmula. Me parece que igual puede entregárselo. Mañana
hablaré con él, no se preocupe, seguramente se trata de una confusión. Buenas
noches.
-Claro,
señora, está bien. Hasta mañana. Ella
apuró el paso. El incidente la preocupó; tanto que hasta se olvidó de pasar por
el lavadero.
Este
hecho se repitió con una frecuencia cada vez más alarmante; las recetas siempre
estaban firmadas, pero con nombres y apellidos de personas tan importantes,
célebres y conocidas, que resultaba imposible no sorprenderse y hasta
escandalizarse. La gravedad del asunto empezó a comentarse y difundirse no solo
entre los pacientes y la gente del barrio, sino también entre los otros
colegas, la mayoría más jóvenes, quienes pensaron en tomar medidas "ya que
estaba en juego el prestigio de la medicina y de las ciencias en general",
es lo que más o menos decían, en otros términos, quizás más vulgares.
De
cualquier forma ésta situación duró poco tiempo, días nomás.
La
secretaria del consultorio trató de controlar ese estado de cosas pero no pudo.
Llamó a la esposa para contarle lo que sucedía, pero ésta, tranquilamente, le
dijo que no le hiciera caso, que eran travesuras de su marido y que además estaba
resfriado. Pensó mil cosas, pero no encontraba solución alguna; para todos, el
Médico se había vuelto loco. Ella no tomó mas turnos, argumentó que él se había
ido de viaje, no contradiciendo a quienes suponían que se había muerto o que
estaba internado en un manicomio. Era mejor así, que sospecharan ese tipo de
cosas.
Una
tarde llegó el Doctor Arana, una eminencia en ginecología, ya jubilado y
dedicado ahora a la Astrología. Estaba ya enterado de la situación por los
comentarios que van y vienen. "Su carta natal ya lo preveía", murmuró
mientras se dirigía al despacho de su colega y amigo. Estuvieron casi dos horas
encerrados en el consultorio. La señora Casamajor estaba muy nerviosa,
expectante, esperando el resultado de la reunión. Cuando al fin se abrió la
puerta, los dos hombres salieron conversando animadamente y ambos dieron la
mano a la empleada, a modo de despedida.
-Mañana
la llamo, señora. Marte en conjunción con Saturno.
El
Doctor Arana dijo esto último en voz baja, en un tono muy profesional y con un
matiz de alerta. Ella se limitó a enarcar una ceja.
El
invierno pasó, llegó la primavera, luego el verano. Como siempre.
Una
noche de mucho calor, ambos estaban sentados en el comedor; habían terminado de
cenar y ella, diligente como siempre, se levantó para recoger la mesa y lavar
la vajilla. Era algo que le gustaba hacer inmediatamente, no podía dejar esa
tarea para el día siguiente.
-Cuando
termines con eso podríamos tocar el piano.
Ella
lo miró, sonriente. El hombre estaba muy distendido ahora, más que antes, lo
cual es decir mucho. Seguramente algo tendría que ver con eso la inyección
semanal que le aplicaba -por prescripción médica- la señora Seco, la enfermera
del Centro de Salud de la otra cuadra.
Cuando
terminó de lavar los platos y de dejar todo en orden, fue hacia el living,
donde estaba el piano. Él ya se había sentado en el taburete y había puesto una
silla a su lado. Una partitura estaba ya colocada en el atril.
-¿Qué
te parece si hacemos "La Valse", la versión a cuatro manos?
La
mujer fingió asustarse.
-Es
muy complicada, sabés que una vez lo intentamos y a mi me resultó muy
difícil.
-Ahora
te será más fácil. Estoy para enseñarte. No olvides que hoy, Maurice Ravel,
está sentado a tu lado.
Ella
lo miró tiernamente y se sentó al piano.
Desde
la calle se escuchaba la voz de la música; hablaba de un mundo que se
derrumbaba.
París, Julio de 2009
“LAS DAMAS PERRO”.
Las gotas caen ahora más lentamente. La
botella se ha volcado sobre la mesada y el aceite ha
formado un charco
sobre la misma. A un costado, la pileta de lavar está repleta de platos, tazas,
vasos y demás enseres, usados y sucios. La canilla pierde; hace rato que lo
hace. Encima de ésta hay una ventana, con las cortinas desvaídas y
deshilachadas. Cerca, una vela apagada en reemplazo de la lamparita quemada y
de la falta de luz, ambas cosas. También amontonadas, en un rincón, duerme una
pila de cacerolas, jarros y sartenes, quemados por el uso y negros por la falta
de limpieza. Lo mismo que los almohadones de las dos únicas sillas, que
desvencijadas, se destartalan junto a la mesa manchada por años de grasa y de
colillas de cigarrillos apagados sobre ella. En el piso, en el que ya no se
vislumbran las baldosas, hay desparramados infinidad de papeles y diarios
viejos, arrugados algunos, mugrientos los más.
Hace unos años, en otro sitio, dos mujeres,
hermanas ellas, atacaron a un hombre en pleno día, infligiéndole numerosas
mordeduras en el cuello y en la cara.
Los vecinos, aterrados, llamaron
inmediatamente a la policía. Dada la rareza del ataque, las
mujeres fueron llevadas primero a la Comisaría y, unas horas
después, por orden judicial, las
trasladaron a un
instituto neuropsiquiátrico donde fueron examinadas durante algunos meses. El
diagnóstico dijo que, como consecuencia de la pérdida simultánea de los padres
en un accidente automovilístico, las pacientes habían tenido un pico de pánico
acompañado de un breve accidente cerebral que, curiosamente, le sobrevino a
ambas. Eso fue todo y fueron dadas de alta.
Ahora tienen la mirada fija en esas gotas de
aceite, que siguen cayendo a intervalos regulares hasta llegar, a través de un
camino sinuoso, a ser absorbidas por las ropas del hombre tirado en el piso,
boca abajo.
Hace tiempo que viven allí, desde que ocuparon
una casa largamente deshabitada que luego
cercaron con
carteles anunciando que se trataba de una propiedad privada y, para mayor
seguridad además de dichos avisos, estaba custodiada por siete perros, de
distintas razas, tamaños, colores, sexos y pelajes.
La construcción, visiblemente deteriorada
estaba situada en un poblado pequeño, apenas un caserío junto al mar, con pocos
habitantes estables, sobre todo en invierno donde los mismos podían contarse
con los dedos de las manos.
-Tenemos que hacer algo, hermana querida.
El tono era de ruego y temor, el mismo que
tenía siempre frente a su hermana mayor.
-¿Hacer qué? No sé a que te referís.
La respuesta fue, también como siempre,
enérgica.
-Ahí está ese cuerpo. Dentro de poco se va a
descomponer; va a dar olor y lo van a sentir todos…
La otra la miró con burla.
-No seas idiota, querés. Hace mucho frío, más
que el de una heladera. Esta noche lo pondremos entre los arbustos y amanecerá
congelado.
-Si vos lo decís, hermanita.
-Claro que es así, y no me digas hermanita,
tengo nombre. Además, por aquí, la gente no pasa.
La otra sonrió, tontamente.
Brunilda, la mayor ejercía sobre Aída un
dominio que, para ambas, era considerado natural. En el medio había quedado
otra hermana, Olympia, quien había fallecido tempranamente. El amor por la
ópera había hecho que sus padres escogieran esos nombres rimbombantes; y quizás
también había sido por eso que habían criado personajes, mas que hijas.
Estaba anocheciendo; el día era muy corto en
invierno, sobre todo cuando el cielo estaba nublado y el sol ni intentaba
asomarse. Los árboles, sin hojas e inclinados por el viento, sobre todo los
cercanos al mar, acentuaban esa sensación de melancolía donde la belleza del
paisaje no salta a simple vista.
A estas dos mujeres no les importaba nada de
eso.
-Prepara la comida para los perros, Aída.
La otra la miró, con unos ojos bovinos, casi
suplicantes.
-Yo también tengo hambre.
-Vos comiste a mediodía, cuatro papas y una
zanahoria. Te vi. En cambio ellos no, son pacientes y no se quejan. Y, además
no piden.
Dijo esto último mientras encendía una vela. Su
hermana, presurosa, fue hacia el armario a
buscar los huesos para los animales.
-¿Y lo otro?
La pregunta provocó fastidio.
-Después, todavía es temprano. No hay apuro.
¿Cuantas veces tengo que repetírtelo? Ahora es
mejor que te
tomes unos mates. Te calmarán.
En el pueblo cercano, también situado sobre la
costa, pero más visitado, los pocos negocios
estaban ya
cerrando.
Unos almacenes, un pequeño supermercado, la Comisaría , la Sociedad de Fomento
frente a la
plaza, la Sala de Primeros Auxilios, la
iglesia y las casas. Las de los residentes permanentes, que
eran pocos,
ostentaban cierta vivacidad; las otras, en cambio permanecían mudas y vacías,
en
espera del
verano. Casi todo situado a lo largo de la calle principal, la del asfalto, de
donde nacen las otras, las transversales de tierra que se meten en la zona más
boscosa del lugar.
-¿Cómo va la vida?
El viejo, desde lejos le hizo un gesto de
conformidad encogiéndose de hombros.
-Pobre tipo, mire usted el destino que
eligió…o el que le tocó. Hacerse ciruja no es fácil, hay que tener valentía
¿No?
El dueño del kiosco mira al cliente mientras
hace esta reflexión. Éste, sonríe, saluda y se va con el diario bajo el brazo,
mientras el viejo trapero también se aleja silbando.
Al día siguiente, bien temprano, casi de noche
todavía, lo entraron.
-Ya pensaré que hacer con él. Por ahora
prepará unos amargos.
Salió y se fue para la huerta. Removió un poco
la tierra, la regó y sacó cuatro tomates y una planta de lechuga. Con eso y con
el resto del pollo que habían conseguido, mejor dicho sustraído ayer, del
gallinero de una vecina mayor que dormía hasta muy tarde, ya tenían el almuerzo
asegurado. Y tal vez, también la cena.
Cuando entró a la casa encontró a su hermana
sentada a la mesa, pensativa.
-¿Y el mate, para cuándo?
Aída se levantó presurosa y, tratando de
evitar el cuerpo del hombre, dio un rodeo y fue a llenar la pava.
-¡Silencio!
La voz de Brunilda sonó quedamente y la otra,
en un gesto de sorpresa y curiosidad, se llevó la
mano a su boca,
tapándola.
Tenían, gracias a tanto aislamiento, el oído
muy aguzado y percibían los ruidos muy a la distancia, como los perros o los
gatos.
Ambas se acercaron a la ventana por donde
vieron que, a lo lejos, se aproximaba un auto gris.
-Vamos, salgamos, vayamos al sitio, ya van a
ver.
Se escondieron en el yuyal, junto con los
perros, todos asomando las cabezas entre el follaje.
Cuando el vehículo se estuvo cerca empezaron
con los gritos, llantos al principio, lamentos
desgarrados
después, voces desesperadas, penosas, junto a los ladridos de los animales que
se
habían sumado al
coro.
El auto se detuvo un instante. Dentro, los
ocupantes, un matrimonio que paseaba con sus dos hijos se miraron, con
curiosidad primero, asustados después. Fue entonces que el hombre aceleró y se
alejaron rápidamente.
Fue, hace
tiempo, en el pequeño supermercado donde ellas hacían su compra mensual,
consistente en cinco o seis kilos de yerba y unas bolsas de carbón para el
fuego.
El viejo estaba por allí, dando vueltas por
el negocio; charlando con uno o con otro hasta que
conseguía irse,
casi siempre, con un poco de pan viejo del día anterior y alguna que otra
cosita que el dueño acostumbraba a darle, más alguno que otro pesito que, con
simpatía, obtenía de algunos clientes generosos. Luego visitaba otros comercios
con la misma intención y los mismos resultados.
Cuando las vio se sonrió, cómplice, con la
cajera. Ésta no acusó recibo porque, ante todo, debía respetar a los clientes.
-Parece que hay perros sueltos hoy ¿No? Raro
que los dejen entrar aquí, alguien podría ofenderse con tanto ladrido.
Las hermanas no se dieron por aludidas y se
mantuvieron serias, hasta que el viejo se plantó
delante de ellas.
-No chicas, no les tengo miedo. Estoy vacunado
así que…muerdan nomás.
Dicho esto soltó una carcajada mientras un
empleado, el verdulero, por orden de su patrón lo sacó a la vereda, donde
continuó riéndose mirándolas con sorna mientras las señalaba.
“Ya las va a pagar, el infeliz”. Ambas
pensaron lo mismo, palabra más palabra
menos, según el
estilo de cada
una.
-Veo que así se trata a la gente en este
lugar. Se alberga a cualquiera, a un pobre borracho que no sabe comportarse
frente a unas damas. Hoy, usted que es el responsable de este tugurio ha
perdido a dos clientes.
-Y de las buenas, dijo tímidamente la otra.
-Vos callate. Vamos.
El dueño del negocio se encogió de hombros y
no dijo nada. Mientras salían, al llegar a la puerta ambas se dieron vuelta y
se despidieron airadamente echando unas miradas que trasuntaban odio y desprecio.
Montaron en sus bicicletas y volvieron al
encierro.
-Hermanita, creo que hay una equivocación;
este pantalón no me entra.
La otra la miró, desafiante, a pesar de que la
confusión tenía cierta lógica ya que ambas, sin ser
mellizas, se
vestían de manera idéntica; incluso hacían lo mismo con las prendas interiores.
-Claro, si te pusiste el mío. ¿Cuándo dejarás
de ser tan distraída? Sacatelo inmediatamente y buscá el tuyo.
Fastidiada, salió hacia la huerta, su lugar
preferido.
-Sí, querida hermana, enseguida.
Y fue hacia el ropero mientras la otra daba un
portazo. Al pasar delante del cuerpo se detuvo y
trató de mirarlo.
Pero no pudo. Comenzó a temblar y las lágrimas asomaron a sus ojos. Miedo era,
eso es lo que sentía, miedo.
A la noche siguiente lo hicieron. Cuando los
perros empezaron a ladrar apagaron la vela y se
asomaron a la
ventana. Aliviadas, advirtieron que se trataba de una liebre que atravesaba el
camino; de ahí los ladridos, nada más.
Por las dudas siguieron a oscuras con el
trabajo. Lo hacían muy minuciosamente, Aída seguía,
temblando y muda
de terror, las instrucciones de su hermana.
-Vamos, movete, estás ahí como una estaca.
Esto da mucho trabajo y hay que hacerlo rápido.
La tomó por un brazo y le dio un sacudón.
Entonces siguieron con la tarea, sin hablar. Faltaban
más de dos horas para el amanecer cuando habían terminado.
Eran catorce paquetes, grandes y pequeños, a
los que tenían que dar fin, salvo uno que lo dejaron para los perros. Un premio
que ellos merecían.
El cielo estaba límpido, estrellado y de un
azul tan intenso que parecía negro. Lo mismo que la
silueta de los
árboles, resecos algunos, proyectando sus sombras sobre el camino y mezclándose
con los alambrados de los terrenos linderos y vacíos.
Ellas también eran dos sombras oscuras que
arrastraban algo parecido a una carretilla. También la pala, como al descuido,
iba detrás de las mujeres.
Cuando terminaron de cavar y enterrar el
último bulto, ya casi amanecía. La luz había cambiado y ahora se mezclaba con
el sopor del rocío que despertaba.
Volvieron a la casa, sigilosas. A tientas
hicieron una revisada final y viendo que todo estaba en
orden se fueron a
dormir. Unas horas, apenas, ya que el sol devastaba la habitación y las
despertaba.
Dejaron pasar dos días, encerradas, sin
siquiera hacer el habitual paseo como estaban
acostumbradas.
Al día siguiente fueron al Banco a cobrar las
pensiones que habían heredado de sus padres.
Al salir, Aída le hizo una propuesta a su
hermana.
-Ya que hemos cobrado podríamos comprar algo
para comer, un poco de carne quizás.
La otra la miró estupefacta.
-¿Carne, justamente eso se te ocurre que
podemos comprar? Tuvimos bastante en estos días; y
sabés bien a que
me refiero. Además, la plata se hizo para guardarla, no para despilfarrarla.
Nada de gastos por ahora.
La hermana asintió, cómplice.
-Tenés razón, querida Brunilda. Ni pensar en
eso.
-Lo único que hay que hacer es buscar carbón,
pero eso será mañana; todavía hay algo.
Montaron en las bicicletas y, sin hablarse,
volvieron a la casa.
El invierno pasó y con él se fueron muchos
problemas. El sol comenzó a brillar con más fuerza y el campo se llenó de flores
silvestres, pequeñas margaritas, azules algunas, aliladas otras y también
amarillas.
La casa de los perros sufrió algunos
contratiempos puesto que con la primavera las lluvias se
hicieron más
frecuentes y el agua empezó a colarse por los techos y por las paredes nunca
reparadas. Pero,
para las dueñas de casa, la solución era muy simple. Colocaron por doquier, en
el piso y sobre los muebles, cacerolas, tarros, frascos y latas varias para
contener las goteras. Caminar por adentro era un juego sinuoso y complicado. La
que más lo sufría era Aída, ya que decía, ante la mirada reprobatoria de su
hermana, que esto era la causa de sus neuralgias y complicaciones estomacales
entre otros males menores y mayores.
-La pobre Olympia no se hubiera quejado tanto,
seguramente.
La otra, a la sola mención de la hermana
muerta, se persignó tres veces.
Una noche las despertaron unos ladridos, mejor
dicho la imitación de unos ladridos que fue tapado inmediatamente por los
verdaderos, los de los perros.
Brunilda se
levantó presta de la cama y tomó la escopeta del rincón antes de espiar por la
ventana.
Pero no alcanzó a
ver nada y los ladridos cesaron. Entonces volvió a su lecho.
Cuando se levantaron, bien temprano,
descubrieron que Cata, la perrita más joven había tenido cinco cachorros.
-Ahora me explico tanto alboroto.
-Claro, es cierto, es verdad.
La voz de Brunilda había sonado segura, en
cambio la de la otra, a pesar de tantas afirmaciones, se había escuchado más
débil. Ninguna de las dos, no obstante, creía en la teoría de los recién
nacidos para justificar tantos ladridos, sobre todos aquellos que sonaron a falsos.
Pero esta presunción no fue comentada en voz alta.
-Andá, traé unas cobijas viejas para tapar a
los perritos.
Aída fue presurosa hacia adentro, obediente
como siempre.
Entonces pasaron unos días en los que la
tranquilidad vio crecer a los cachorros.
Hasta que sucedió otra vez, durante el día, a
pleno sol, mientras daban el paseo en sus bicicletas.
Los ladridos
provenían ahora de unos arbustos cercanos y se escuchaban fuertes y, quizás por
efecto del
viento, parecían mezclarse con una risa leve y burlona.
Se detuvieron, estuvieron un instante dispuestas
a escuchar, pero solo percibieron la pesadez del silencio. Se miraron y sin
comentar nada continuaron con la marcha y, acortando la ronda,
decidieron volver
para la casa.
A los dos días nuevos ladridos sonaron dentro
mismo de la vivienda, mientras hacían la siesta.
Aída se incorporó
asustada y miró a su hermana. Esta rápidamente fue hacia la cocina pero solo se
oía ahora el batir de la ventana abierta que golpeaba sobre la pared junto con
el gruñir de los perros afuera.
-Dejaste otra vez la ventana abierta estúpida.
-No, nunca lo hago, sabés muy bien que soy muy
miedosa.
La otra tuvo que callarse, dándole la razón. -Bueno,
salgamos, vamos hacia el pueblo. Aquí pasa algo raro.
Cuando llegaron a la plaza, luego de comprar
un poco de querosén, lo vieron. Estaba sentado en una de las hamacas para los
chicos y las miraba plácidamente. Y hasta les hizo un gesto
ceremonioso de reconocimiento
con la mano, que ellas no contestaron. Al contrario, apuraron el paso. Al
doblar, en la esquina próxima, se apareció nuevamente, inclinando esta vez todo
su
cuerpo a modo de
saludo. Luego lo toparon en el camino, más tarde se había instalado arriba de
un árbol y por último apoyado en una tranquera. Siempre con una sonrisa abierta
y burlona.
-Vamos a casa. Tenemos que pensar Y hablar.
Cuando llegaron, la puerta se encontraba
abierta y uno de los perros estaba afuera, persiguiendo a otro, uno desconocido
al que le faltaba una oreja.
Entraron presurosas y la cerraron, poniéndole
la tranca.
-Decime, dónde está la ropa de ese hombre.
-Vos la quemaste, Brunilda.
La respuesta fue ya sin temor hacia su
hermana; había otro que lo había reemplazado, el terror.
-No mientas, sabés que no me gusta. Vos fuiste
la encargada de hacerlo.
-Todo es por tu culpa, no soy tan estúpida
como creés. Estaba desnudo cuando lo hicimos y la ropa no está aquí. Ha pasado
ya mucho tiempo y la hubiéramos visto o encontrado. Además lo de ese traperío
es solo un detalle. Lo importante es que lo vimos.
El tono fue firme y desafiante. Todo lo que
dijo fue frente a frente, de cara a su hermana, casi
trasmitiéndole su
aliento, agrio de miedo.
-Mentís, mentís, estás tratando de hacer
trampa. ¿Dónde, dónde…?
La tomó por los hombros y empezó a
zamarrearla, cada vez más fuerte. La otra al principio se
aguantó pero
luego se defendió de la misma manera. Terminaron revolcadas en el piso, sangrando
por los mordiscones y dentelladas que una a la otra se habían propinado.
En el momento más fuerte de la pelea se
escucharon golpes en la entrada. Ambas se paralizaron.
Cuando finalmente Brunilda abrió la puerta el
hombre, el ciruja, Nicolás, estaba allí, sonriéndoles.
-Pasaba por aquí y me dije… voy a saludar a
las damas. ¡Hace mucho que no nos vemos! Les
quería pedir un
favor, ya que sé que estoy hablando con personas muy amables.
Las miradas de las mujeres estaban fijas, como
petrificadas en los ojos del hombre.
-Como estoy solo en este mundo necesitaría que
alguno de estos días, aprovechando estos solazos tan fuertes, me lavaran la
ropa. Es la única que tengo y pensé en ustedes, que son tan buenas personas.
Las mujeres no escucharon más. Se abrieron
paso y marcharon hacia el camino, tomadas del brazo.
Dos o tres perros
las siguieron. El hombre se quedó mirándolas hasta que se perdieron en la
espesura de un
bosque olvidado.
El pueblo, sobre todo el vecino a este pequeño
balneario, fue animándose a medida que llegaba el calor. Sin contratiempos, con
días soleados ideales para la playa y también nublados, indicados para las
actividades y juegos del verano. De un verano más.
Tienen frío. Están sentadas en sendos bancos
de madera. La pared del fondo es blanca y despojada.
La puerta de
acceso a ese cuarto es hermética. Se abre cuando les dejan la comida o por
alguna otra necesidad.
Los perros continúan ladrando, pero solo ellas
los perciben.
“UNA MUERTE CUALQUIERA”
- Dice que lo encontró en la cama, en su cuarto, luego de comprobar la hora; era cerca de mediodía y no se había levantado. Entonces fue a despertarlo. Parece que el hombre estaba acostado, boca arriba, destapado y con un cuchillo, clavado en el pecho; también dice que él sostenía el arma con su mano derecha y que, además, sonreía. Eso es cierto, lo comprobé; una mueca más bien, un gesto…extraño.
-Sea más escueto y claro ¿Me comprende?
El otro asintió.
-Según dice, parece que se impresionó tanto
con esa imagen, que se quedó un rato quieta, inmovilizada, al lado del muerto y
sin saber que hacer. Si, “Sin saber que
hacer”, así dijo. Estuvo así, un largo tiempo hasta que después fue al baño y
se lavó la cara; luego se pintó un poco y entonces fue hacia el teléfono y
llamó a la policía, a nosotros.
-No aclare obviedades y continúe.
-Si, señor.
Apoyó su mano en el respaldo de la silla e
inmediatamente la retiró ante la mirada reprobatoria del otro.
-Y nada
más. Después tomó su segundo café y fumó un cigarrillo. De los negros ¿Raro no,
en una mujer?
El Comisario levantó la vista y le hizo un
gesto para que saliera.
“Te pedí que no me incluyeras en esa historia.
Yo siempre fui una persona de esas que no se meten con nadie, tranquila,
honesta, con una determinada forma de vida, se diría decorosa y simple.
Empezaste con algo inocente, sencillo, me lo decías y yo sabía que no iba con
mi personalidad pero era quizás por eso que me causaba un poco de gracia. ¿Te
acordás? Empezaste, como al pasar, a decirme que yo era un poco careta, como
broma al principio, pero después no, lo agravaste y me dijiste que era muy
falsa, que tenía dos caras, que con una de ellas especulaba y me hacía la
buena, la virtuosa, para pasarla mejor y
que era así como había logrado engañar a mis padres quienes, gracias a
mí, por ayudarme, habían dejado la vida, se habían desbarrancado tanto al punto
de enfermarse y morir de frío, angustia, hambre y que se yo cuantas cosas más
me dijiste. Pero el comienzo fue esa palabra, careta, como aún hoy te gusta llamarme. Y si, empezaste
por ahí y yo casi ese día te sonreí; ya que nunca me habían dicho eso, claro, si
yo no era así lo repito, si hasta me tuviste que explicar el significado
preciso, ya que nunca, nunca me habían dicho eso. ¿Cómo me lo iban a llamar así?
Es por eso, quizás, que en ese momento te sonreí, creo. Después no; seguiste
con lo mismo, eso, lo de siempre. Claro, con una mirada alegre y burlona que
casi me convencían de que no debía enojarme. Al principio no te entendí, pero
con vos siempre me ha sucedido lo mismo; será que toda la vida confié en los demás, ese
ha sido mi defecto y también tal vez mi virtud. Idiota creo, eso es lo que
siempre fui; esa era en realidad la otra de mis dos caras una careta que no se hacía la idiota, que lo era aunque,
repito, según vos, lo hacía a propósito, fingía, para pasarla lo mejor posible. Nunca pensé que
alguien pudiera pensar eso de mí, creer que yo fuera así, una persona falsa,
eso. Pero fuiste por más y de ahí a soportarte todo lo que vino después resultaba
muy sencillo. Te tomé miedo y no tuve otro remedio más que aguantarte y ver
como te gustaba realizar todo a tu voluntad sin tener en cuenta la de los otros,
tus amigos, para que luego, ellos también me insultaran secretamente con la
burla de sus sonrisas, con vos a la cabeza. Y pensar todo empezó con una
palabra que yo te permití. Y que fue tu comienzo más inocente; pero fue el
puente para otras cosas más humillantes, que hasta recordarlas me da verguenza. Una vez te decidiste por las ausencias, y
entonces desaparecías, sin dar explicaciones y sin siquiera mirarme a los
cuando ellos te preguntaban, cuando querían saber por qué te ibas, qué razón
para esta fuera de casa y dejarme tan sola. Ausencias cortas al principio, uno
o dos días, lo suficiente para que yo no sospechara; más tarde los plazos se
alargaron y desaparecías por más tiempo, semanas y hasta meses. Y un día tuve
como una revelación. Me di cuenta de que eso hacía que yo respirara más
tranquila. ¿Qué cosa, no? Parece todo
muy contradictorio. Cada día que no estabas, que te ibas, cada una de esas
veces digo, mi cabeza se…iluminaba y podía ver, a la distancia, todo el mal que
me estabas haciendo a cambio de nada. Entonces, comprendí que me estaba sucediendo
algo bueno. A ver, fue así. ¿Qué más quería yo que no verte, si a esa altura el
odio que sentía por vos y también hacia mi misma eran el único motor
verdaderamente potente de mi vida? Esa situación podía haber durado mucho
tiempo, pero no, no entendiste hasta donde podías llegar. Tenías algo así como
la obligación de complicarme, de hacerme sentir el peligro, de transformarme en
delincuente a mí también. Si no fuera así nunca hubiera entendido las cosas que
sucedieron más tarde. ¿Cómo explicar, al principio, esas llamadas anónimas, que
me amenazaban? ¿A mi te das cuenta? No
solo que me amenazaban sino que también me exigían, me pedían dinero, una plata
que ellos decían que yo tenía y que, ante mi negativa, juraban que me iban a
matar, a descuartizar si no hacía caso, si no daba la plata y los papeles y las
fotos. Más tarde entendí esto último.
Fue cuando encontré la caja llena de cartas y de fotos rotas, con gente
irreconocible a fuerza de estar partida en mil pedazos. Nunca supe cuanto
tiempo hacía que todo eso estaba justo debajo de la cama en el lugar donde yo
dormía. Y, por último, esa carta o nota extraña que recibí por correo y a mi
nombre de casada, con el apellido de mi marido ya muerto hace mil años, claro,
la carta no era para mí, seguro que no, pero me estaba dirigida. Había dos o
tres hojas dentro. Garabatos, dibujos incomprensibles, sumas y restas, cifras y
más cifras a los que no les pude encontrar sentido; sólo números, abstracciones
que no significaban nada. Aparentemente…”
La hija no paraba de llorar, tanto es así que
uno de los policías, a instancias del médico forense, le pidió que hiciera un
poco de silencio. Se lo dijo educadamente pero a ella no le gustó.
Exagera; demasiado quisquillosa. Eso es lo que
pensó la madre.
Tocaron a la puerta y la mujer,
entreabriéndola apenas, informó al vecino lo que había sucedido. Muy
someramente.
Seguro que todo el barrio estaba ya enterado.
Bastaba con el portero, que sin largar la escoba ya lo estaría difundiendo. Portavoz,
eso era lo mejor que hacía.
-¿Y bien, doctor?
-¿Tenía algún problema?
La mujer lo miró y movió la cabeza
negativamente. La hija se acercó, ansiosamente.
-Era asmático.
-Ajá.
“Siempre fuiste una mierda. Cuanto nos
conocimos me cautivó tu amabilidad y simpatía pero, sobre todo, tu sinceridad. Me
gustaste, es cierto. Lo primero que me dijiste con una sonrisa blanda como de
disculpas, que estabas casado, que tu mujer era unos años mayor que vos y que
ella ya tenía una hija de un matrimonio anterior. Todo eso lo acepté, por que
no. Me gustaba estar con vos, lo repito, al punto de que acostumbré a no salir,
a no ir tanto al cine y a pasear por el centro o encontrarme con amigas y tomar
café. A vos no te gustaba la calle me decías y bueno yo era feliz a tu lado,
entonces prefería estar con vos, en casa, yo lo elegí. Claro, yo estaba muy contenta; me parecía que estaba casada, que tenía un
marido bajo techo y todas esas cosas que tenemos algunas mujeres. Hasta que,
finalmente, se produjo la sorpresa. Me acuerdo muy bien de ese día. Volví a
casa del trabajo, un poco más temprano que de costumbre y percibí algo raro,
diferente. La luz, quizás ¿Por qué estaba encendida en el comedor si yo era tan
cuidadosa que antes de salir controlaba que todo estuviera en orden? Era la luz
sí, así empezó la cosa, ese día, de improviso viniste en mi ausencia y te
encerraste en la pieza con esas cuatro. En una casa que, además y sobre todo,
no era la tuya, era la mía. Principio éste que no se te podía haber escapado. Y
esas mujeres…Una peor que la otra. Cuando salieron de casa me dio vergüenza por
los vecinos. “¿Qué te importan los de afuera?” Y ahí nomás vino el empujón, los golpes hasta
que me tiraste al piso y casi estuviste a punto de patearme. Ojos de perro
irónico. Todavía veo esa mirada tuya, de desdén, cuando me hiciste la pregunta.
“Los de afuera, esos son mis vecinos, sabés.” Y cada vez que yo intentaba quejarme era era
peor; entonces me tomabas por los brazos y me sacudías tanto que parecía que
los huesos se me partían. Lo más terrible para mí fue cuando ese día entré de
improviso a la pieza y te encontré con esa otra, la más vieja, con un revólver
grande, negro, monstruoso entre tus manos, moviéndolo como si fuera un juguete.
Alzaste la vista y me miraste tranquilamente; me mostraste el arma y el trapo
con el que, aparentemente la limpiabas. Ante mi mirada de terror sonreíste. A
partir de ese día eras cada vez más violento, me da vergüenza recordar las
veces que me golpeaste, pero lo peor, lo
más denigrante fue ese día en el que tuviste el coraje de coronar esas embestidas
bestiales con el ofrecimiento de tu sexo para, según vos, dejarme tranquila,
contenta. Pero a esa altura el miedo se mezclaba con el asco. Y ahí si pensaba
aunque sea en ellos, en la ayuda de los vecinos, que eran quienes más o menos
estaban al tanto, porque oían, sus orejas pegadas golosamente a las paredes
seguramente. Aunque yo te diga que los
mejor intencionados –si los hay- se han apiadado de mi y hasta me han pedido
que me atreva, que me anime, que no me va a pasar nada, que los llame, que vaya
a la policía, que te denuncie. Es por eso que en esos momentos pensaba en
ellos. Yo creo que eso tampoco te importa. Claro, a vos no, porque soy yo la
que tiene que dar la cara en la calle; soportar sus habladurías, lo peor es que
algunos hasta son también capaces de incluirme en esa colección de putas que
traés todos los días para humillarme. Y en eso ya lo sé, no hay
bienintencionados. No soy tan estúpida. Y ahora seguí, desquitate, mañana trae
a cuarenta de esas, total para vos es fácil conseguirlas y yo, yo estoy ya
acostumbrada. Pero ahora te voy a pedir algo. Escuchame bien. Quiero que me des
una buena paliza, pero fuerte, de esas bien grandes, de las que dejan
moretones, llagas y algún que otro hueso roto. ¿Sabés por qué te lo pido? No
porque me guste que me peguen; no, lo hago simplemente porque me estoy
anticipando a lo que vas a hacer. ¿Y sabés por qué decidirás hacer eso? Por
esto, porque quiero que escuches algo que te concierne a vos, pedazo de
infeliz, algo que yo, la estúpida que tenés adelante se atreve a hacerte. Vas a
tener un hijo.” Desde ese día no te vi más. Lo único que recuerdo es esa mirada
de odio y ese gesto amenazante con el puño que quedó solo en eso, en un gesto,
ante la actitud pasiva y sonriente que logré componer antes de que te fueras.
“En un rato vienen mis hermanos y tu mujer ya lo sabe y tu hija también; están
muy contentas, sabés.”
Una familia pequeña. Esposa y una hija. Además
tenía un hermano, radicado en Honduras y una prima lejana a quien no veía desde
hacía mucho tiempo. Algunos amigos también, claro.
-¿Usted es la esposa?
-Si, así es.
El oficial pidió la lista completa de los
familiares y conocidos y si fuera posible también las direcciones.
-Hay algo que no me gusta. Mire esas gotas,
están muy alejadas.
-¿Entonces?
-No firme nada. A la Morgue.Ya veremos.
La mujer pareció no haber oído lo que había
escuchado.
Cuando lo llevaron, en la calle había una
multitud. Ella no salió, pero la hija si lo hizo y, en la vereda, dio el
espectáculo de las lágrimas.
Fastidiada, la otra cerró la puerta.
Al día siguiente alguien del barrio lo leyó en
el diario y otro lo vio en la tele. Luego lo hicieron muchos más, casi todos
los de la cuadra, al menos.
-Raro que una muerte normal salga en las
policiales ¿no?
La otra la miró curiosamente.
-Tenga, después le traigo el envase. Si, por
un lado es raro.
-¿Y por el otro?
Salieron del super.
-También. Usted sabe.
Vecinos. Curiosos. Gente común.
“Toda la vida tuve
que caminar a su lado, pero como en una cornisa. Dependía siempre de su mirada
vigilante y protectora. Pero rara vez se dignaba a girar los ojos hacia mi;
siempre dijo que yo era muy valiente, que el mundo y la vida estaban hechos
para que yo los manejara a mi antojo.
Cuando él descubrió que a mi me gustaba el canto pareció embelesarse con
la idea de escuchar mi voz; me decía que yo debía cantar siempre, no solo para
él sino para todos. Luego, las contradicciones. Un día, hubo una pelea fuerte en
la calle entre dos chicos a los que yo desconocía. Los gritos y el llanto de
uno de ellos, el más chiquito y débil, eran tan fuertes que yo quise
intervenir. Entonces él sonrió y tomándome por el mentón me dijo que yo no
necesitaba de nadie para demostrar mi grandeza y que ese pibe al que yo quería
socorrer era una nada de la calle, un pedazo de bosta hedionda y después
agregaste que ni era siquiera eso, se trataba solo de basura que, como casi
todos, merecía la muerte sin más. Todo esto dicho con una docilidad y una
blandura estremecedora. Durante un tiempo, sentí muy profundamente que él creía
en mi como nadie lo había hecho y eso me
daba, claro, una sensación de seguridad y de orgullo. Una noche, unos jadeos
lastimeros y luego unos llantos sordos que no podían ser contenidos me
despertaron. Tuve que taparme con las cobijas para no saber quien se estaba
quejando y quien era el causante de esa
tortura. Luego lo supe. Y entonces comenzó el miedo; empecé a descubrir detrás
de la mansedumbre y dulzura de su mirada, la frialdad de unos ojos duros e
impiadosos. Una noche de gritos espié por la puerta entreabierta de la
habitación, en un momento en el que sabía que él estaba en el baño contiguo. Ella
estaba desnuda, mirándose al espejo y acariciándose la piel, en la que unas marcas
horribles, violáceas, casi negras, profundas y extendidas en el cuello formaban
un dibujo que él, al volver a la habitación, comenzó a acariciar rudamente,
bajo la sumisa mirada de…de ella, a la
que él sonreía con descaro. No sé, no lo puedo asegurar pero sentía esas marcas
como si hubieran sido hechas en mi cuerpo, antes, cuando era una niña. Otra
noche soñé con que me pegaban; alguien se había sacado el cinturón y lo sacudía
en mi espalda. Yo, en el sueño me tapaba la cara, seguramente estaba aquello
que no quería saber. Una noche, esto me cuesta decirlo, sentí que alguien
entraba en mi cama. Me restregué los ojos y me di vuelta para seguir durmiendo;
no era la primera vez que el desvelo, la imaginación, ambas cosas tal vez me engañaban al punto de sentir la presencia
física de mis fantasías. Pero esa vez no, esa noche sus manos acariciaban mi
cuerpo mientras yo fingía estar dormida. Mis ojos estaban abiertos y como bloqueados
en su desmesura. Sus manos fueron a mis piernas hasta llegar a mis piernas y
acariciar mi sexo. Y fue ahí que lloré, no pude evitarlo; primero fueron unas
compulsiones, luego un llanto silencioso y por último todo mi cuerpo se
descompuso al punto que creo que él se asustó y salió rápida y sigilosamente
del lecho. Bueno, seguí con la música, no muy lejos, lo suficiente para
aprender a cantar el dolor y después, con miedo, alejarme ”
Las puertas de madera, altas, las paredes
pintadas de gris brillante hasta la mitad, el embaldosado gastado pero quizás
excesivamente limpio, creaban una sensación inhóspita, fría.
-Fíjese en la dirección del cuchillo. Ha
entrado en el cuerpo de una manera casi horizontal, en forma paralela al tórax
pero, lo curioso es que haya quedado clavado en otra posición. En cuarenta y
cinco grados. Es raro que un suicida se
ocupe de esos…detalles. De la geometría.
El comisario miró al médico forense,
esperando.
-Si, doctor, comprendo. ¿Entonces?
-La mano que empuñó el cuchillo tenía un
cuerpo detrás que lo guiaba. Así de simple. Alguien lo hizo. Y usó una técnica
para estar bien seguro del resultado final.
-En realidad lo conozco desde muy chica, vivía
al lado de la casa de mis padres, allá en Baradero,
es decir, éramos
vecinos y se sabe que cuando se vive en un pueblo es bastante común y corriente que las familias se frecuenten. Y
ése era nuestro caso. Además su papá era músico. Tocaba jazz, la trompeta. Y
siempre estaba dispuesto a brindarnos alguna pieza.
Este fue mi segundo casamiento, ya que lamentablemente
quedé viuda muy joven, a los diecinueve años y con un bebé, Marcela.
Con él me casé a los veintiun años y nos
vinimos a Buenos Aires, los tres, a un departamento en Almagro, cerca de aquí.
Después de un tiempo pudimos comprar esta casita donde creció la nena que
también para él era una hija. ¿Le molesta que fume?
El policía negó con la cabeza.
La mujer aspiró su cigarrillo hondamente y el
hombre carraspeó.
El médico acercó la lupa. Si bien la luz era
suficiente y estaba tan cerca del cuerpo, el profesional quiso asegurarse.
-Acérquese, por favor.
El asistente, enfermero de la morgue miró
hacia donde el doctor le señalaba.
-Creo que evidentemente se trata de una
mordedura. La parte más rasgada está en la base y se extiende, ya más debilitada,
a lo largo del miembro.
El otro se inclinó sobre la zona afectada.
-Cierto, Doctor. Hasta se observa un leve
raspón en el glande.
El médico asintió y luego murmuró algo que el
otro no entendió.
-Le voy a ser muy franca, señor. De los dos, él
era mi preferido. No sé si fue así porque era quien más se ocupó de mí y me dio
todos los gustos. O tal vez ha sido por la lástima que siempre le tuve, debido
al mal trato permanente…
Acá interrumpió su declaración y se largó a
llorar.
-Su vida fue un fracaso, desde su infancia,
según contaba; una humillación tras otra. Un día se casó, con mi mamá, ya lo
sabe. No es que ella fuera mala, creo que los límites se le habían perdido y
claro, lo hacía siempre sin importarle quien estaba delante. Le decía las cosas
más horribles y él no contestaba, solo buscaba mi mirada con un gesto de resignación y de…dolor. Yo trataba
de entenderlo y de darle, aunque sea, mi complicidad… afectuosa. Pero no quiero
ponerme de un lado o de otro, ellos son dos personas y entonces son diferentes,
como nos pasa a todos, no se si me explico. Yo no vivo con ellos; me casé y
bueno, mi relación también fue un fracaso. Ahora estoy sola.
El llanto se hizo más intenso. El Oficial
decidió suspender la indagatoria.
-Está bien señora, después seguiremos.
Repóngase.
Se quedó encerrada en su habitación. Los
policías ya se habían ido. En la puerta de entrada de su departamento había
colocado un papel en el que informaba
que estaba un poco descompuesta y que se
había ido a dormir temprano. Era reprochable ya que se trataba de una mentira.
Pero eso no importaba. Lo que ella quería ahora, luego de ese golpe tan fuerte,
era encontrar un poco de tranquilidad para poder pensar serenamente. Sintió
culpa por sus vecinos, que ya sabían.
Encendió la radio primero, luego la tele, por
último nada.
También desconectó el teléfono que, como era
de esperar, empezó a sonar desde temprano.
Ella ya había dicho todo lo que sabía. Que con
él se llevaba bien, que estaba enterada que tenía una familia, que con la otra
mujer no se trataba, que ni siquiera la conocía, y que lo mismo pasaba con la
hija o hijastra, como quiera llamarla, que para ella solo estaba él, nada más.
No tenía porque saber nada de su otra vida. “La doble vida” como la llamó
curiosamente el policía.
La mirada del Oficial era dura, había algo de
prejuicio en el hombre, algo personal, ajeno al hecho en si.
Ella vivía sola. Y ahora lo estaba aún más, en
la obscuridad de su cuarto.
-Que pasen las dos, ya que han llegado juntas.
Las mujeres entraron tímidamente al despacho
del Comisario, quien les indicó que se sentaran.
-Bueno, señor, aquí estamos. Usted dirá.
Entre ellas se miraron, complacidas.
-Bueno, veo que la señora ha tomado la
palabra. Bien, continúe hablando. ¿Conocía a la familia vecina?
-Por supuesto, vivo al lado del departamento
de ellos, pegadita nomás.
La otra asintió.
-Yo también, pero del otro costado, en el “C”.
La primera revoleó los ojos por todos lados y
comenzó su discurso.
-Mire, señor, este asunto nos causa mucha
pena. Él era un buen hombre, trabajador a su manera, y digo así ya que con los
trabajos de pintura domiciliaria lo que falta a veces es la continuidad. No sé si me entiende. De cualquier manera podrían haber vivido
decorosamente, sobre todo si la mujer hubiera sido menos gastadora.
La otra
volvió a asentir.
-Despilfarradora, más bien.
-Eso. Además, bueno, además… ¿Cómo decirlo? En
fin, que hay que disponer de bastante para mantener no solo a una sino a dos
mujeres…Y no hablo de la hija, que es una santa y que hace mucho tiempo que no
vive con ellos. Me refiero a la otra.
Fue ese día, el de la borrachera infernal. No hizo
entrar a sus amigos, sabía que en la casa no había nadie y quería estar solo. Cerró
la pieza con llave y se metió en la cama, desplomándose en ella, tanto que la
madera crujió y él, instintivamente, llevó su mano a la cintura, en gesto laxo
y automático.
Al rato escuchó golpes en la puerta del
cuarto. Estaba medio dormido, más bien atontado. Miró el reloj mientras se
preguntaba en silencio si debía abrir o tan siquiera preguntar quien era.
Malhumorado se decidió, ya que, después de haber consultado el reloj,
supuso que se trataba de alguien de la casa.
Cuando abrió la puerta todo pareció venírsele
encima e inmediatamente comprendió. Parecía haber elegido con claridad un
mensaje. Ella vestía de negro y había algo de estatuario en su imagen, Ambos se
miraron, sin cruzar palabra. Sabían que algo sucedería, pronto y en un momento
preciso. El tiempo se hacia largo; sobre todo porque no había nada para
decirse, el silencio, solo eso; el resto no existía, todo estaba ya dicho, no valían
las explicaciones.
Era casi cerca de las once. Se acercó aún más
a la puerta del dormitorio y sin darle tiempo y como en un ritual falto ensayo, torpemente, pero
con mano firme dirigió el arma y la hundió profundamente. Luego, de un golpe,
la maniobró hasta cambiarla de posición. El cuerpo se desplomó rápidamente. Alrededor estaba el silencio, el vecindario había
enmudecido y no había ruidos sospechosos. El invierno hacía que todo fuera más
breve y que la vida finalizara antes. Fue, entonces, hacia la cocina, directamente
hacia el cajón y lo cerró. No le gustaba el desorden.
Ahora si, como en un ritual muy ensayado lo
arrastró hasta meterlo en la cama y agregó al hecho un detalle significativo,
una marca, su firma.
Apagó la linterna y salió. Y no se habló más. En
la calle, el frío no amparaba a nadie.
-Bueno, es así, nos guste o no.
-Hay demasiadas evidencias.
Miró la hora, disimulando su impaciencia.
-Efectivamente, Su Señoría.
-Entonces… ¿Será falta de habilidad…?
-No puedo responder a eso. Solo decir, si me
lo permite, que mis hombres son muy capaces.
-Hay un dato muy relevante.
-Lo sé. Las marcas en el miembro. ¿Uñas?
¿Dientes? ¿Un elemento cualquiera, capaz de raspar?
-Sí, eso. ¿Las mujeres fueron investigadas
debidamente?
-Si, por supuesto Su Señoría. Las tres
presentaron coartadas que cubrían las horas del hecho. Estaban, cada una, en
diferentes lugares. Multitudinarios todos. La cancha de Boca; un recital en el
Luna Park y una marcha por los Derechos Humanos. Además…
-Si, diga.
-El médico, mejor dicho los médicos forenses
no han podido determinar la naturaleza de las heridas.
El Juez se levantó de su asiento y fue hacia
la ventana. Los pantalones se le habían pegado de tanto estar sentado. Casi
ocho horas, demasiado.
-Bien, haremos el informe detallado. Creo que
esta causa…
-¿Si?
-No, nada.
Fueron hacia la puerta.
Se acostumbró a ir por la mañana, temprano,
una vez por mes. Le gusta estar sola. No quiere que alguien sepa de esa lágrima,
siempre dispuesta, que riega esa vieja y abandonada tumba familiar.
Pasaron cinco meses y ella cumple.
Se agacha, entonces y deja una flor, una rosa.
“No sé si lo merecés. Pero al menos estás
muerto y puedo perdonarte. En cambio a la otra; no sé, ésa tendría que sufrir
el espanto de una tortura y seguir viviendo, a duras penas. Ahora ya está, te
lo hizo bien y vos caíste. Y yo también. Pero no te preocupes, yo sé quien fue
y pagará por eso.”
Hay viento y no hay nadie; solo almas dando
vueltas por así decir.
La mujer se arregla el pelo y va hacia la
entrada. Antes de salir, vuelve la cabeza.
Se sentó al borde de una tumba cercana
mientras trataba de serenarse. Él estaba enfrente, metido en ese lugar, quieto
y frío aunque bien quisiera que fuera un cuarto de hotel y estar metido en una
cama mugrienta con una de esas, una cualquiera que bien que le gustaban.
“Pero hoy no, hoy me tenés a mi. También te
gustaría estar a mi lado, ahora sí, cuando ya no se puede, cuando te es imposible. Supongo que si vivieras me preferirías,
yo al menos, de mi, ni siquiera un
arañazo. Se que no te importa, pero te juro que, de rabia, a la que lo hizo la
encendería fuego de por vida. Y es lo que haré; ella cree que no sé, pero se
equivoca y le va a costar caro”.
Es verano y se acerca una pareja de gente
mayor que tuerce el rumbo allí nomás, en la calle más próxima.
Se levanta, se mira las uñas, se quita el
pulóver y se va yendo. Antes de salir, vuelve la cabeza.
“Deseo que tardes en pudrirte allí abajo, hijo
de puta, si es que en ese sitio todavía se sufre…No, no es cierto, te extraño,
fueron muchos años y ahora, ahora ya no te veo, solo puedo recordarte o
imaginarte, que es peor. ¿Por qué fuiste tan malo con todos? Estás ahí pero no
sé si estás realmente y si podés escucharme.
No lo sé, pero quiero decirte que
en ese momento, cuando el cuchillo entró en tu cuerpo sentí el placer de la
posesión. Como nunca en la vida, te lo juro.”
Muy cerca hay un entierro. Gente acongojada,
autos, olor de flores que es como el olor de la muerte.
Ella desvió la mirada primero y luego dio la
espalda. Fijó los ojos en los árboles lejanos, en las copas, que brillaban ese
día de primavera.
Se acercó y tocó la piedra de la tumba a modo
de despedida. No pudo evitarlo y lloró; más que por él, por todo.
Luego fue hacia la salida, dando un rodeo para
evitar los rituales vecinos. Al llegar a la puerta y antes de salir, volvió la
cabeza.
Buenos
Aires, Invierno de 2010
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