“CUATRO CUENTOS”
“El aire, una mañana
de primavera”
Los chicos juegan en
el jardín. La bola de colores salta de uno al otro. Se cansan y se sientan
sobre el césped. Una flor, cercana, alumbra de amarillo.
-¿Qué tenés vos entre las piernas?
-Casi nada. Un agujerito. ¿Y vos?
-Tocá.
Las manos de la niña se pierden en una masa
blanda y tibia.
Más tarde, en la casa, a punto de comer.
-Mamá… ¿Cuál es la diferencia entre Iván y
Dedé?
Se refiere a los gatos.
-El color, querida. El es negro y ella tiene
manchas.
La niña sonríe. En ese momento entra un rayo
de sol.
Los gatos maúllan.
“La arena, un día de
verano”.
Ella está tendida. El sol, justo arriba. Es
mediodía. Sus ojos están cerrados. Piensa “¿Qué pasaría si en este momento
estuviera absolutamente desnuda? Ya lo sé, ciento cuarenta kilos son para el
circo.”
El mar toca fuerte hoy. El aire no corre y
sólo se escuchan voces y risas lejanas.
“Grande, vieja, jubilada, gorda”. Sobre todo
eso.
El sol quema. La crema de los párpados parece
freírse.
La arena está muda. Pero ella sabe que hay
alguien cerca.
Abre los ojos. Un hombre, de pie, la mira.
Ella también hace lo mismo.
-Puedo sentarme a su lado?
El hombre sonríe. Ella asiente.
Las voces y las risas desaparecen y ahora, el
mar, canta suavemente.
“Una mañana de
otoño, temprano”.
Llueve. Él sale del baño. Se acaba de afeitar
y aún se limpia la cara con una toalla. Se acomoda para ver la tele.
La mujer termina de vestirse. Se prepara para
el trabajo. Piensa. “Otro día igual. Hoy ya no vuelvo”.
Afuera, una hoja cae de un árbol y se desmaya
en un charco.
-¿Qué comemos esta noche?
El hombre la mira, indiferente.
-Ya lo sé, pollo con ensalada. Hoy es Jueves.
La mujer abre la puerta y sale; la cierra con cierta brusquedad y va hacia la
lluvia.
“Invierno, en la
calle”.
Tarde gris, de plomo. El viento corta como un
cuchillo afilado.
El hombre está en su auto, esperando el cambio
de semáforo. Un anciano, con la ayuda de dos bastones, cruza dificultosamente
la calle. Murmura. “Yo no sé si estoy. Hay gente.”
Son los otros.
La luz cambia al amarillo y luego al verde. El
hombre del auto espera a que el viejo pase. Piensa en su padre, en su abuelo,
en él mismo.
Suena una bocina. Después otra. Luego muchas.
El anciano termina, finalmente, de atravesar
la calle. Se vuelve hacia el hombre del auto y lo mira. ¿Sonríe?
La obscuridad se acentúa, el auto arranca. Las
bocinas cesan.
Los bastones continúan su marcha. El cielo, desde el gris, va creando
espectros.
“UNA TARDE”
“Hace mucho que
no la veo. Tanto.”
-Se aburre en el
otro cuarto, sentada, mirando la tele.
El salón está atiborrado de cajas y paquetes.
También bultos de ropa, la mayoría de teatro, tal como destellan en colores y
brillos de artificio.
“Sé que es así, pero para mí, un día es mucho.
Me extraña pensar que la extraño.”
-En un rato
saldrá de su habitación, pondrá primero
la mesa y luego preparará la comida. Eso cuando termine el noticiero de las
siete.
Él también está ocupado. Mira por la ventana y
ve pasar a una mujer con un chico, bien abrigados. Más tarde aparece una pareja
de ancianos y luego un hombre con un perro.
“¿Qué haré con todo esto? El destino indicado sería el de la basura, pero no puedo, siento que moriría antes de lo
que debo. Allí nomás está esa vieja peluca, cuya verdad fue la mentira. Quisiera no ver nunca más, pero es imposible…”
-Todo está en tu cabeza, te lo digo siempre. Junto
a tu hermana, a la que no ves desde hace solo algunas horas.
En el otro cuarto y como si supiera que la
nombraban, se levantó y, decidida, apagó la tele. Fue hacia el espejo y se
arregló el pelo, ese pelo que tuvo tantos colores cambiados alegremente en
momentos felices. Ahora piensa en el otro y prepara su cara para enfrentarlo.
Ahora, volvamos.
Se aparta de la ventana y busca un cigarrillo.
“No sé que tocará hoy, tal vez pescado. Estaría bueno, pero no creo que sea así
ya que no salió en todo el día. No lo
compró.”
-No lo sabés.
Dormiste mucho, casi todo el tiempo.
Armaste solamente una caja, la de los programas y las críticas. Todo va
y viene, fue y vino, como siempre, pero no te enteraste.
Ella entonces fue hasta la puerta y tomó el
picaporte.
Él volvió
nuevamente sus ojos hacia la ventana y percibió la lenta llegada de la noche.
Yo me incorporé y cambié de asiento, de una
silla a un sillón, el más cómodo.
Ella entró al cuarto. Se acordó que debía arrastrar
los pies y lo hizo inmediatamente. Sabía que eso perjudicaba al otro, a su
hermano.
Yo sonreí.
Él carraspeó gruesamente y escupió en un
pañuelo. Era su respuesta al ruido de las pantuflas. Luego se sentó a la
pequeña mesa donde solían comer.
-¿Qué hay para hoy?
-Pescado frito.
Eso lo dijo a duras penas, le hubiera gustado
una mentira.
Me incorporé y me preparé para salir. Ellos ni
repararon en mí. Al abrir la puerta me pareció que algunas cajas crujieron. Al
cerrarla lo hice silenciosamente, como para no ofender. Cuando bajaba las
escaleras me pareció que una ráfaga venía de abajo, del fondo y de allá lejos.
Entonces, creí escuchar una pequeña
música. Un vals, quizás.
Buenos Aires, Julio de 2013
“LUEGO DEL OTOÑO.”
“Que finalmente todo parece una partida de ajedrez desparramada, que este dibujo de la alfombra que ayer estuve viendo se mezcla con esos zapatos marrones de Grimoldi comprados fervorosamente para mi y gastados en mi infancia; entonces también se asoma la secuencia d el edificio del banco, ese con el rectángulo agujereado que pasa por su cima y que contemplamos muchas veces una señora y yo a través de una ventanilla junto a un hombre y a otro parados en el pasillo del ómnibus, del mismo o de otro, ya no importa; también estámi tía, que era graciosa y andaluza y se desplazaba con su marido en un Ford Tinadvertido y ya pasado de moda en ese momento, que no llegó a ver a esa mole estilo La Défense pero que también está en ese escenario frente a un público indiferente o expectante, ya no importa, como asimismo estaba esa mirada de deseo que venía del otro y que me provocabalos orgasmos nocturnos salvadores y esa otra, la que partía de mi mismo, que iba dirigida hacia ese o hacia aquel o hacia cualquiera, a los otros; tiempos entrecruzados de la vida que seguramente ya no están en la cabeza de mi maestra, la que parecía una monja apenas sonriente y a la cual se temía o respetaba,horas y momentos que aún persisten en mi memoria, no sé bien para qué pero es así, todo esto te lo cuento, pero hay más…”
El agua fluye, resbala por mi cuerpo y mis
ojos, llega hasta el piso y se va, después de habernos casi poseídos y gozados,
en ese placer mutuo que nos damos, ella
y yo; ella que me bromea a veces y nubla mi mirada y entonces pienso en Norman,
disfrazado de mamá, que viene con el cuchillo para terminar con mi vida y ese
es mi gusto, el de la vida transformada en cuento. Pero no, esto es hoy, otra ficción la mía, ahora
y recién mañana vendrá el ayer pero para eso falta. Muevo la cabeza hacia
adelante e inclino la nuca para sentir como me alivia ese pequeño torrente que
parece un diluvio ordenado pero que
también es memoria para otro día, para aquello que llamamos futuro…
“Y entonces está
papá y mis hermanas en ese pequeño jardín estilo francés de la entrada de casa
donde alguien toma la foto para siempre, aunque siempre, lo sé, es una palabra
muy ambiciosa, no solo para mi papá, mis hermanas, el jardín, yo mismo, todos
los que fuimos todo eso para ese momento, que en realidad debería llamarse para
jamás o para nunca, como aquello que desaparece: la mirada torva del ladrón que
me desnuda en la calle para quedarse con mi ropa; el encuentro en el patio de un amigo de
apellido vasco donde todos los otros –menos yo, con mi pudor de siempre-
empiezan a masturbarse en esas primeras y adolescentes experiencias de
liberación frente a mi, un espectador privilegiado en espera de los otros, los que
vendrían y que mirarían eso que yo haría y que dispararía la aparición en mi de
ese otro privilegio, el de ser observado, el que yo provocaba o creía provocar.
No, papá no estaba en el lugar de la foto esa en el jardín, era otra persona la
que obturaba la vieja maquina de instantáneas y que quizás haya sido mamá, que
si, que me llevaba de compras por la calle Bartolomé Mitre y que al pasar por
la Iglesia de San Miguel lucía ese precioso vestido estampado , ese blanco y
negro de la otra foto. Justo pasar por esa iglesia, donde se casó Nijinsky, el
loco, el caballo, cuya historia me hace
soñar todavía ¿Sabés?”
Miro hacia abajo, ciego por el jabón en los
ojos yme miro los pies turbados, metidos en el agua, en dos centímetros de mar
que investigan mis dedos y mis uñas y alrededor, sobre los azulejos, esas gotas
que forman pequeños dibujos brotados de
gotas adheridas, en espera de otro
destino. Rara palabra la que acabo de escribir, un enigma esperanzado del que se habla siempre y que es múltiple y
variado y que aparece mutado en muchas formas o situaciones de formas pero que
conducen siempre al mismo sitio, se diría el sitio natural del destino.
Entonces me decido, siempre es un trabajo decidir, llevo mi mano hacia la canilla y la cierro lentamente como pidiendo
perdón al agua que ya no surgirá, que estará detenida como no lo puedo estar
yo, ya que no hay mano que diga aquí paramos seguimos dentro de un día un mes o
no sé cuando.
“Oigo también el puñetazo, digo bien, lo oigo,
que una vez me fue dado y olvidado en
una pequeña y absurda prisión provisoria a las que en un tiempo nos acostumbraron;
todo envuelto en la calma del pasado, de la nostalgia que dicen que todo lo
embellece y que es una mentira más de esas necesarias para saber que tenemos un
espíritu y un alma, todo seguido de una música y de palabras y de versos que
si, eso si, no hablan de esa rara pasta con la que está formada el cuerpo, ese
juguete que tenemos como tuve muchas veces un yo-yo y un caballito que me
acariciaba y un muñeco al que yo también le pasaba mi mano agradecida, la misma que está esbozada y contenida en
esos arabescos de la alfombra que ayer estuve viendo y de la que hablé al
principio, si es que lo hubo, como si también hubieron lluvias que todo lo
hubieran borrado, pero eso es quizás, o tal vez, o lo que quiero, o lo que
quieran, o lo que gusten. Total, nada se
elige, todo viene mezclado en torbellinos… Creo que es así y te lo cuento.”
Y ahora ya está, estoy afuera, dispuesto al
nuevo día. Voy hacia la ventana y la abro, como siempre para ver las
variaciones del tiempo que no son muchas. Entonces veo que todo es gris y
taciturno, hoy, justo hoy que desde esta ventana veo sucumbir desde los techos
a ese pájaro que piaba tristemente y que
ahora cae, para morir, ya que toda muerte es caída sin remedio. Pero vamos,
pienso, a un café y a otra cosa ya que, cuando salga, alguien piadoso o por
pudor-quizás el hombre ése que sonríe siempre sin saber- habrá ya quitado de en medio a ese pájaro y a
la idea mensajera de ese pájaro.
Buenos
Aires, Mayo de 2013
“LA HORA DEL TÉ”.
El encuentro se
había hecho ya una costumbre, de muchos años. Miércoles a las cinco de la tarde
en el salón de té del “Castelar”, en la Avenida de Mayo.
Rosita y María del Carmen, ochenta y dos y
ochenta y cinco años, respectivamente.
Esa tarde de invierno hablaron de lo de
siempre. De sus amigos comunes, de sus familias,
del tiempo y de sus
dolencias; de esto último brevemente, ya que este tema, por tácito acuerdo, lo
evitaban. Hubo una que otra mención a sus maridos muertos, pero se refirieron a
ellos en forma ligera, grácil.
Tomaron el té, una acompañado por sándwiches
de miga, su debilidad y la otra con dulces, prefería éstos a las cosas saladas.
Luego de casi una hora y media llamaron al
mozo, Ricardo, a quien ya conocían largamente. Le pidieron la cuenta, dejaron
la propina correspondiente y se levantaron para partir.
Rosita
está descalza, sin zapatos. Como las personas de las mesas vecinas lo
advirtieron, María del Carmen, tuvo que hacer, aunque sea oblicuamente, un
comentario.
-Se te corrió una de las medias ¿Te diste
cuenta?
-Sí, claro y no me importa.
Se retiraron ante los comentarios jocosos,
pero silenciosos de los otros clientes.
Al llegar a la vereda, se detuvieron un
instante para el tiempo de la despedida.
-Me gustaría ir al cine; cuando den una película
interesante avisame y vamos.
La voz de Rosita sonó un poco áspera.
-Sí, claro, me encantaría.
-Bueno, pero tratá de que sea una película
muda, si es que todavía las hacen. Estoy un poco cansada de escuchar…pavadas.
A la otra se le torció un poco la boca.
-Sí, no te preocupes, conozco muy bien tus
gustos.
Se besaron y se separaron. Rosita hizo una
seña a un taxi y subió rápidamente. La otra decidió caminar unas cuadras. A
llegar a la esquina abrió su cartera y sacó un par de zapatos que tiró en el
cesto de basura.
“Le voy a sacar a ésta esa manía de descalzarse
en cualquier sitio”.
Sonrientemente siguió caminando mirando
vidrieras. Se detuvo en las de una zapatería. Entró y se compró tres pares, uno
de tacos altos cerrados y dos de sandalias.
Buenos Aires, Septiembre de
2009
“EL VIAJE"
El andén está
casi desierto. Solo se encuentran aquellos que han ido a despedir a los otros, los que viajan.
Con
tranquilidad, ella camina y se cruza indolentemente con las pocas personas que
vienen en sentido contrario. Piensa en detenerse y tomar un poco de aire. No lo
hace, perdería segundos y también el tren, claro. Mira su reloj. Todo es
demasiado rápido. El tiempo es corto ahora. No obstante, los recuerdos se
filtran.
“Si te vas, me
mato.” Se lo vino repitiendo hasta el cansancio. La oía siempre, todos los
días. Había dejado de ser una amenaza para convertirse en una costumbre
insoportable. “Sé que no debo pensar así. Sé que el sufrimiento de los otros también agobia. Más que el propio. Ella
necesitaba decírmelo mil veces, lo entiendo,
pero yo no necesitaba escucharlo. Ya todo había terminado”.
Pensó entonces
en su madre y en sus argumentos que otrora le parecían descabellados.
Pero un día la tomó en cuenta e hizo la llamada
definitiva. Probablemente ella hubiera sonreído, satisfecha.
“Hay que
acostumbrarse, hacer solo una cosa a la
vez. En este caso tenés que dejar
esta relación y pensar en otra, con tranquilidad. Así
se llega, siempre, a lo más
conveniente.” La voz de su madre se oye clara,
seguramente porque es poco el tiempo transcurrido desde que se fue de este
mundo.
En este momento
suena un silbato. Es la señal de partida y entonces corre, rápido,
como si se le fuera la vida. Un hombre pasa a su lado y
ella cree percibir una mueca, tal vez un gesto lascivo en su boca.
Se escucha un
segundo silbato, esta vez más prolongado.
Finalmente allí
está, el último vagón, el de la cola. Afirma su bolso de mano y su
mochila y sube justo cuando el tren comienza a
chirriar.
“Lástima que te
vas…” Sus ojos dieron vueltas al descuido. “¿Lástima?” Se miró las
uñas y enarcó las cejas. “Bueno, no, es una suerte la
tuya. Pero quizás no te veré nunca más.” La tomó de la mano y se la oprimió
fuertemente. “Nunca es una palabra dura.” La otra soltó su mano y miró hacia el
piso. “Una vez te dije que me mataba si me dejabas.
Ahora no, sos vos la que tendría que morir.” Un
escalofrío atravesó la espalda de la
muchacha. Desconcierto. Miedo. “Tonta, sabés que no será así. No me iré para
siempre.” Sus ojos se volvieron duros ahora. “No temas.
Tal vez sea yo. Tal vez me
mate”. Esto último lo dijo con una sonrisa, casi como
si se tratara de una broma.
Mentía, claro. ¿O pensaba que mentía?
Se abre paso
entre la gente agolpada en el pasillo del vagón. El suyo está más adelante,
justo pegado al salón comedor y debe
recorrer un trecho bastante largo para llegar a su asiento.
“Tiene razón y
lo sabe. No nos veremos más.” Mira hacia
un lado y se disculpa con
una mujer a la que casi atropella.
El tren empieza
a tomar velocidad.
Resulta difícil atravesar ese último tramo. El pasillo es un
espacio ocupado por
personas que acomodan sus valijas, que buscan sus
asientos, que controlan, rigurosos, todas sus acciones como si fueran de vital
importancia. Algunos, como ella, han llegado con el tiempo justo y hay enojo
mezclado con cansancio.
“Nadie quiere
parecer torpe, todos temen”. Se da media vuelta, en una espera, y allí está la
mujer a la que había casi atropellado y
que la está mirando con unos ojos casi desorbitados. La acompaña un chico que
le muestra la lengua cuando ella, a modo de saludo, le guiña un ojo. “Yo también temo pero, a
veces, me equivoco”.
Un hombre sonríe
cuando pide permiso para llegar al descanso entre ambos coches.
Dos muchachos toman cerveza en ese sitio. Están allí
porque fuman. Ella también lo
hace. Deja sus cosas sobre el piso y busca un
cigarrillo. Uno de los hombres la mira
fijamente mientras finge estar atento al otro que le
habla. Ella corre sus ojos hacia fuera pero los vuelve cuando advierte otro
movimiento. El muchacho, ése que escucha, el que la miraba, abre su camisa y
con un pañuelo se seca el sudor. Pasa el trapo muy suavemente sobre su pecho. Entonces,
ella desvía la mirada. Una ráfaga de aire trae consigo una ráfaga de pasado. No sabe por qué pero piensa en la
escuela secundaria, cuando ese chico se sacó la camisa en el recreo y ella vio
ese pecho, negro de pelo de hombre.
Mira por la
ventana de la puerta hasta encontrar el verde de la llanura. “Parece un pubis
velludo, que oculta su danza con el viento.” Aprieta el puño para sacarse eso
de encima, en el momento en el que alguien le pide permiso.
“No quise
cogérmela pero lo hice”. Ella vuelve entonces sus ojos hacia el muchacho, quien le sonríe levemente mientras su amigo
sigue con su charla. No fue él quien dijo eso. Silencioso, solo se está cerrando la camisa.
El que habló fue
un hombre de traje gris que acaba de atravesar el sitio y pasa al coche
siguiente. Va con otro, también trajeado que lo palmea y lanza una carcajada a
modo de respuesta.
“Y viejo, la
mina se me ofreció y los regalos hay que aceptarlos”. Ahora ríen más
sonoramente mientras desaparecen.
Apaga el
cigarrillo con el pie. Echa una última mirada hacia fuera y se alisa el pelo.
“Nena, esa amiga
tuya, perdoname que insista, pero sos mi hija. ¿Sabés que… mucho no me gusta?”.
La voz de su madre, otra vez.
Se acomoda la
mochila y, a modo de despedida, vuelve la mirada antes de irse. El
muchacho de la camisa esboza un gesto parecido a una
sonrisa. Ella atraviesa la puerta y pasa al otro vagón.
Lo primero que
descubre es a una pareja que se ríe a carcajadas. El hombre se levanta de su
asiento, alza a su compañera y comienza a besarla. La muchacha pide permiso
para pasar y él le sonríe, haciéndole una exagerada reverencia. Ella agradece,
ladeando ligeramente la cabeza. Luego, a
dos pasos, descubre a un chico quien, acodado sobre el respaldo, observa divertido la escena amorosa. Sin quererlo roza la
cabeza del niño y, al mirar para atrás, descubre que la pareja aumentó el calor
de su apasionamiento. El chico parece embelesado y la muchacha, cómplice, se
alza de hombros y continúa su camino.
A lo lejos, casi
al final del coche hay una mujer que, extrañamente, lleva uno de esos
anticuados sombreros con velo sobre la cara. El hombre
que está en el asiento contiguo la mira de reojo y los demás pasajeros insinúan
una mueca de complicidad y burla ya que la mujer del sombrero, además, canta
suavemente. “Está loca”. Es, más o menos, lo que piensan.
“Te querré
siempre, aunque no estemos juntas, aunque no estés”. Laura, ahora es ella, su
voz. La muchacha sabe que no debe emocionarse por ese recuerdo, que tiene que huir
de él, de esa ligazón con el pasado. “Vas al baño, te acompaño.” Otra vez la
escuela. Laura se quedó mirándola mientras ella abría la canilla y de pronto,
en un gesto rápido, tomó un poco de agua con sus manos y se la arrojó sobre la
cara. Ahora si que rieron, y se abrazaron.
Mientras se abre
paso mira hacia fuera, como puede, por
una de las ventanillas. Justo elige una rota, astillada. “El vidrio parece una
tela de araña”. Se da cuenta de que esa definición es un lugar común y se
sonríe.
El paisaje otra
vez, sólo pasto.
“No me gusta que tengas ese tipo de relaciones. Ya sé
que ahora…es normal. Pero hay hombres, eso también es normal”. A su madre le
temblaba un párpado en ese momento.
Siempre sucedía eso, era su manera de mostrar su
debilidad o su ira, nunca lo supo.
Una pareja, ya
mayor, discute. “Si no te gusta, cuando lleguemos te volvés”. “Claro,
para vos es fácil”. “Para vos también, yo te mantengo.”
Dicho esto, ella
se levanta de su sitio y al intentar salir al pasillo, tropieza.
“Carajo”.
En un asiento, también
sobre el pasillo, hay otra mujer, joven como
ella, dormida y
con la cabeza vuelta hacia un costado. Al pasar y
mirarla, la muchacha se paraliza. La
otra, en un rápido
movimiento lleva sus manos a la frente y suelta su cuello hasta
inclinarlo y ocultar su cara. ¿Estupor, sorpresa,
miedo? Todo eso junto. Se pregunta si es cierto, si puede ser, si no se trata
de una equivocación. Desvía sus ojos hacia arriba y ahora si, cree que va a
desmayarse.
Un pasajero mira sin pestañear a la mujer sentada y luego
sus ojos buscan los de la
muchacha que, cargada con su mochila y su bolso, casi
echa a correr. El hombre la observa curioso y luego desvía su mirada hasta
perderla, indiferente, en el vidrio astillado.
Otro vagón. En
este momento se encienden las luces que se mezclan con las de afuera, ya desvaídas. Algunas personas
duermen o intentan hacerlo. El calor se siente mucho más ahora, el sol del
verano ha golpeado con saña durante todo el día.
“¿Por qué,
Laura, por qué?”
Su paso es ahora
rápido. Piensa, no puede evitarlo, en la mujer joven que inclinaba su cabeza
hacia abajo, dormitando. Hay algo familiar en ese pelo, en la forma de ese
cráneo y en el vello rubio y débil que se pierde en el
cuello. Otra vez ese pliegue. La
muchacha se detiene y abre su bolso buscando algo, no
sabe qué. Tiempo nomás,
tiempo para pensar. “Es como ella. Juraría que está
aquí, tan cerca, sentada, disimulando un sueño.”
Mira al frente y
sacude su cabeza, espantando imágenes. No obstante, hay cosas que resuenan.
“Cuidate. El
peligro está en todos lados y vos, tan linda.”
Parece su mamá.
El mismo consejo, quizás la misma voz. La madre le dijo siempre
“nena”, aún hasta antes de morir. Se lo hacía a
propósito, porque sabía que a ella ese trato la enojaba.
“Nena, tené
cuidado. Todo es tan difícil.”
Hay silencio
ahora, salvo el del tren. Dos chicos duermen, tomados de las manos. El
padre, concentrado, lee un libro. Ella lo mira y él
levanta la cabeza.
“Buena nariz.
Fuerte. De una belleza casi agresiva.” Le resulta extraña esa observación.
Sus pensamientos vagan para evitar otros, otro. Desvía
la mirada y esquiva una pequeña valija apoyada en el suelo. La dueña le sonríe
y retira el bulto, presurosa y con un
gesto mínimo de disculpas.
Finalmente
llega. Saca el boleto de su bolso y comprueba el número del asiento que, por suerte, da al pasillo. Acomoda sus cosas,
mecánicamente. Su cabeza quedó detenida en el otro vagón, en la nuca de esa muchacha.
“Tengo miedo”. Una sensación de debilidad la recorre mientras se sienta. A su
lado hay un hombre, ya mayor, leyendo.
En un momento aparta los ojos del diario y la mira, brevemente. Luego vuelve a la lectura, sacudiendo la
cabeza.
“Demasiados misterios”
murmura. “Una muchacha, aparentemente dormida, ha sido muerta en un tren.”
Su voz es apenas
audible pero sus palabras son claras. Lo suficiente para que ella pueda oirlas.
La joven se tensa en su asiento y adelanta el torso. Ahora, de reojo, intenta
mirar al hombre.
“La policía
opina que la autora de esa muerte
injusta fue su amante, otra mujer que
también viajaba en el
mismo tren”.
En ese momento
el convoy disminuye la marcha. Una de las puertas del vagón se abre y entra un
guarda que atraviesa a paso muy rápido, casi corriendo, el pasillo. La
muchacha se incorpora. El guarda llega al otro descanso
y desciende del tren que a esta altura ya se detuvo.
Ella se levanta
bruscamente, atropella no sabe a quien y se asoma a una ventanilla. “Mal educada,
pida permiso”. La señora la mira, malhumorada.
El pasto creció
mucho en otro tiempo y ahora amarillea seguramente por la falta de
agua. A lo lejos se ve la figura de una mujer que
atraviesa el campo y sortea un
alambrado. El empleado del tren va detrás de esa figura
huidiza que ahora parecería
andar en zig-zag. El hombre, entonces, cansado se detiene. Saca un pañuelo
y se seca la cabeza.
Ahora baja más
gente, por curiosidad o para estirar las piernas. Poco a poco todos van
descendiendo del tren. Abajo se forma una multitud.
La muchacha ha
cambiado de asiento, se ha sentado en uno cualquiera, están todos vacíos y hay para elegir.
Está sola.
Afuera suena un silbato. El tren comienza a rechinar, a gemir, hasta que por fin
arranca. A los de abajo esto parece no importarles, ya que algunos saludan con
sus manos y brazos esta nueva partida. Ella apoya su cabeza en el respaldo y siente
que éste está rasgado. Ahora el convoy ha tomado velocidad. La muchacha mira
hacia el pasillo vacío y luego hacia el piso. Recoge el diario. “La policía
detendrá a la autora del crimen. Sus horas están contadas”, ha opinado el Jefe de la repartición. “Ni bien
llegue será apresada y ejecutada sin juicio previo”.
Cierra los ojos.
Le gustaría dormir.
El tren marcha
rítmicamente. La luz tiene ahora una coloración débil y tibia. Hay una bruma
dorada cuando ella entreabre los párpados. También hay una canción. Alguien
canturrea a su lado.
Entonces, estira
las piernas todo lo que puede y se entrega laxa a la incomodidad
del asiento.
La mujer del
sombrero con el velo está junto a ella. La mira sonriente mientras acaricia su
cabeza.
“Se ha ido, no
está más.” Es un susurro apenas pero la muchacha lo entiende.
“¿Laura?” “Si,
Laura.” Ambas sonríen, complacidas. La muchacha piensa entonces en el joven que
se secaba el sudor mientras la miraba. Es para ella, sin saber por qué, una imagen que será imborrable. No entiende, pero
no le importa. Entonces, vuelve a
sonreír. “Quizás, en algún momento piense en mí.”
La mujer del
sombrero se sienta frente a ella. Vuelve a cantar tan dulcemente que la
muchacha tiene que hacer un esfuerzo para no dormir. Es
de noche y el tren, con su marcha tan plácida, parece detenido.
“¿Es cierto que
se fue?” La mujer asiente. “Si, ella también,
como vos y como yo.” La joven, en un gesto automático, se acomoda el pelo.
“¿Entonces, cómo estamos?”
La mujer se
levanta. Arregla su tocado y suspira. Hace un gesto de silencio con un dedo
sobre su boca.
“No te
preocupes, ya está.”
Y se va. Por una
de las ventanillas entra un viento muy fuerte que barre los restos de todo lo
desechado. También se lleva el diario con las palabras, las que leía ese hombre.
Buenos Aires, Junio de 2012
“MUERTE Y RESURRECCIÓN DE MARÍA CALLAS”
Diálogo en
un bar de la Avenida de Mayo:
-Che… ¿Sabés
que la Callas está enferma?
-¿Amadeo? No
me digas… ¿Qué le pasa?
-Está
internado en el Argerich. Tiene cáncer. En el páncreas.
-Pobre, está
lista.
-Sí, una
loca menos.
Sala del
Hospital Argerich:
-Enfermera,
enfermera, acabo de despertarme.
Entra la
enfermera. Es rubia, alta y robusta.
-¿Qué te
pasa, abuelo?
-No me digás
abuelo y decime qué tal estoy?
-Acabás de
salir de terapia intensiva.
-¡Ajá! ¿Y
ahora?
-Ahora estás
bien, pero estuviste en coma.
-Bien.
Digamos que estoy pasable. ¿Vos cómo te llamás?
--Rosa.
-No me
gusta. Desde hoy serás Isolda. ¿Cuándo salgo de este tugurio?
-No lo sé.
Los médicos están por llegar. ¿Tenés familia, Amadeo?
-No, Isolda.
Desde el
pasillo llegó un grito de dolor.
-¿Me harías
un favor? Abrí las ventanas, quiero que entre el sol.
La enfermera
corre las cortinas y se retira. La luz entra a raudales, la proyección de los
marcos y los biombos junto con las cortinas corridas provocan en el techo una
curiosa geometría. Lejos, se escuchan voces, seguramente provenientes de la calle.
“Casta
diva”, la Callas entrecierra los ojos y presume que está viva, por el momento.
Amadeo
Silvani, edad 79 años, con un primo lejano como único familiar. Es jubilado del
Correo y, aparte del culto a sus amistades, permanentes algunas, transitorias
las más de las veces, sobre todo cuando era más joven, su pasión y alegría es
la música, la ópera, los cantantes, la Callas.
Pero,
decíamos que entrecierra los ojos hasta que finalmente se duerme.
Sueño de la
Callas:
Un sendero
que conduce a un bosque, pequeño pero espeso. Camina largamente hacia él sin
alcanzarlo. El sol arde y el viento caliente golpea su cara. Le duelen las
piernas, los pies, los brazos, la cabeza y las pocas muelas que le quedan, pero
continúa. En un recodo, se encuentra con una mujer harapienta .Una vieja, como
él. Se detienen, uno frente al otro. La mujer le sonríe y le indica con la mano
un pequeño atajo, al costado del camino. “Werther! Qui m´aurait dit?”. Él lo
toma, obediente, y finalmente penetra en el bosque. “Ebben? Ne andrò lontana”.
Al principio un montón de zarzas, yuyos crecidos y enredaderas; luego árboles
flacos y, por último, una vegetación que casi no deja ver el cielo. El camino
se hace más sinuoso y no hay otro sonido que el canto uniforme de algún pájaro.
Él está
cansado y se sienta en un montículo de hierba.
En un
momento sucede: pasa un joven completamente desnudo, blanquísima la piel, la
mirada furtiva. Al rato pasa otro, también desnudo, más alto y fornido esta
vez.
“Ah, non
credea mirarti”.
Y luego otro
y otro y otro y muchos más. Amadeo contó como una centena de hombres desnudos.
Sus ojos bailaban, alocados, hacia unos y otros y esperó un rato, más que impaciente. Entonces se decidió
y caminó detrás de ellos. Llegaron a un lugar, un claro en medio de la maleza,
con un pequeño espejo de agua. El espectáculo era maravilloso: estaban gozándose
unos con otros, algunos se acariciaban, otros se penetraban, los más se
masturbaban, todos con la mirada iluminada por el deseo. Amadeo se acercó
entonces, cuando la tarde se estaba convirtiendo en noche y los cuerpos
resplandecían con un fulgor dorado. “L´amour est un oiseau rebelle”. Estiró la
mano para acariciar a uno de ellos, pero se empezaron a escuchar risas, sonidos
guturales y carcajadas. Amadeo sintió que le hablaban y un pequeño sacudón en
los hombros coincidió con el fin del encantamiento.
-Abuelo,
abuelo, despertá, aquí están los doctores.
Abrió los
ojos lentamente.
-Isolda,
creo que me dijiste abuelo. Te pedí que no lo hicieras. Bien, aquí estoy.
Los médicos
eran tres y miraron la planilla colgada a los pies de la cama. Le sonrieron, le
tomaron la presión y por último la fiebre. Lo examinaron, auscultaron su
corazón y finalmente, luego de hacer anotaciones pa su historia clínica, se fueron sin una palabra de esperanza ni de
nada.
Al rato
volvió la enfermera. Silenciosamente le quitó las sondas de los brazos y le dio
una pastilla, seguramente un calmante. Amadeo la miró con ansiedad.
-Está todo
bien, mañana te podés ir a tu casa. En Planta Baja te darán una orden para una
nueva visita y las fechas de la quimioterapia.
-Gracias,
Isolda. Alguna vez te voy a traer un
regalo. ¿Qué te gustaría? ¿Un filtro de amor, quizás?
Al día
siguiente, temprano, a la salida del hospital:
“Amadeo,
Amadeo”, se dijo para sí mismo, “Estás vieja, te vas a morir pronto, aunque te
resistas”.
¿Qué hacer? Miró
la calle, esa tentación permanente.
Fue hasta su
casa: dejó el pequeño bolso con sus pertenencias y salió. El día estaba nublado
y hacía frío. A Amadeo esto lo tuvo sin cuidado, como tampoco le importó la fea
puntada que sentía, de a ratos, en el costado izquierdo de su estómago. Tomó el
colectivo, bajó en Constitución, echó una ojeada por el hall de la Estación y
descendió las escaleras hacia el baño, en busca de alguna aventura. “Un bel di
vedremo”.
El bosque,
quizás, esta vez más sórdido, hundido en un subsuelo de ratas. Amadeo no
reflexionó demasiado; era lo único que había. Allí no se escuchaban cantos de
pájaros ni se percibían soles intensos colados entre la maleza. “No importa”,
se repitió, “Un bel di vedremo”.
Otro diálogo, en el bar de la Avenida de Mayo, días
después:
-Me gustó el
trabajo de Meryl Strep, pero el final me pareció flojo ¿Vos la viste?
-No, no voy
al cine, pero a la que sí vi vivita y coleando fue a la Callas. En Plaza Once.
Ella no me vio. Iba acompañado por un tipo, un facineroso.
-Entonces
vive todavía. Mejor así.
-Si, pero no
nos hagamos ilusiones. Está en las últimas. Como dijiste vos el otro día, una
loca menos.
El Subte,
bajo tierra, provocó un rugir sordo al salir de la Estación.
Buenos
Aires, 2006

“ENCUENTRO”
Las únicas dos
mesas ocupadas en esa vereda eran las de ese hombre y la mía, muy próximas
entre si.
-Yo soy simulador de penurias.
Lo dijo estirando un poco el cuerpo, para
acercarse y no levantar la voz.
Lo
miré sin comprender y me hizo un gesto de complicidad.
-Pero usted es joven aún, luce bien, sano y
trasunta un aire de simpatía, se diría.
Entonces
fue él quien me miró, casi sorprendido.
-¿Y
eso qué tiene qué ver?
-Mucho, usted me enoja. Finge desgracias, creo que no me toma en serio.
Me
miró con sorna.
-No
me interesa lo que usted crea, de mi o de otros. Después de todo ¿Usted qué es?
Me
incorporé.
-Un
sanador de tristezas, eso soy.
Abrí
mi saco, saqué mi cuchillo con mango de nácar y lo coloqué sobre la mesa (
Siempre que evoco esa escena me veo como un ridículo malevo del ayer). Luego me
senté y tapé el arma con mi mano,
siempre el recuerdo de lo ya visto es más fuerte que la realidad tangible.
-Ah,
bueno, eso es otra cosa. Creo que podemos entendernos. La vida me trató mal
sabe, me siento grande, viejo, muy enfermo, tanto que se diría a punto de
morir, estoy solo, sin amor ni amigos ni siquiera un perro que me haga
compañía. Usted podría ayudarme.
Lo
miré con atención. Sus ojos brillaban frente a los míos.
-Ya
lo sé. Además es mi deber. Vamos,
levántese y caminemos.
Llamé al mozo y ambos pagamos nuestras
cuentas.
-¿Hacia dónde vamos?
Caminábamos con lentitud.
-No se inquiete, ya llegaremos.
Se
detuvo y apoyó su mano sobre mi brazo.
-No
es inquietud, es prisa.
-Ajá.
Dimos vuelta en la primera esquina, hicimos
unos metros y atravesamos el juego de unos chicos que gritaban y cantaban. Ahí
nomás, a unos metros, estaba la entrada.
Una
vez, frente a frente, nos miramos en silencio. Se oían las risas de los niños.
-Quítese el saco.
Lo
hizo, parsimoniosamente, bajando la vista. Luego me miró a los ojos.
-¿Ya?
-Si,
ya.
Su
cuerpo quedó tendido en una especie de loma, mezcla de escombros y de pastos.
Nada
se alteró demasiado. Solo una bocina lejana y una paloma que atravesó el cielo,
justo por encima de mi cabeza. Ya lo he dicho, nada o casi nada.
Le
di la espalda y salí del baldío. Resolví rehacer el camino. Al pasar por el bar
me crucé con el mozo que nos había atendido.
-Hasta luego, señor.
“Hasta nunca” pensé, “sobre todo para el otro”.
Buenos Aires, Mayo de 2013
“ALGO LLAMADO AZAR”
La chica dejó el libro sobre su falda,
estiró la cabeza hacia atrás y sacudió su pelo. Luego buscó sus lentes obscuros
y se los puso.
Era
un día brillante, ése. El sol quemaba sin aire y había que estar muy atento
para escuchar el susurro de los árboles o el del agua, que corría cerca, en la
fuente abandonada que en ese momento, por milagro, funcionaba.
Un
poco más allá, el muchacho del pulover rojo despertó de repente y bostezó
tapándose la boca con las dos manos. Se había sacado una zapatilla y la colocó
a su lado, sobre el asiento. Más tarde se la calzaría.
A lo
lejos, unos chicos jugaban con una pelota y un cartonero pasaba con su carro ya
completo. Otro hombre, anciano, había detenido el paso para abrir el diario y,
al parecer, para leer una noticia que le
importaba.
Frente a la chica del libro y en diagonal
al muchacho del suéter rojo se sentó un hombre joven con una casaca de
enfermero. Se dispuso a comer un sándwich, su almuerzo, seguramente.
El
calor comenzó a apretar a esa hora. Era el mediodía.
Por
un sendero venía caminando una señora vestida de verde con un bebé en un
cochecito. La mujer le hablaba al niño pero nadie podría haber escuchado lo que
decía. Era como un desliz o como el canto de una lombriz.
En
un momento la muchacha de los lentes de sol se llevó un dedo a la boca para
solucionar una imperfección en una de sus uñas mientras pensaba que tenía que ir
al supermercado. Eso siempre la contrariaba.Hoy más, se trataba de un
cumpleaños, el de su marido.
El joven enfermero terminó su sandwich y se
dispuso a beber una gaseosa que sacó de su bolsillo. Se acordó dela revista,
“El Gráfico”, que debía comprar para
Esteban, el paciente internado tan parecido a su tío.Eso era importante para
él, algo no obligado, fuera de su rutina. Esteban.
El
muchacho que había bostezado volvió a hacerlo, esta vez más ruidosamente. Pensó
en los días que vendrían y en el nuevo trabajo. Suerte la de él, ya estaba grande
para motoquero. Se sonrió, sin mezquinar su alegría. Pensó en su mamá, que lo
quería médico. Tarde ya.
Fue
justo en el momento del ulular lejano de una sirena, cuando la mujer de verde trastabilló y se fue al suelo
arrastrando consigo al niño y al cochecito. Ella gritó y miró a su alrededor.
También fue el momento en que un pájaro atravesó el lugar lanzando un canto
parecido a un graznido, volando en dirección al sitio ese de los chicos que
jugaban con la pelota, el del cartonero y también el del hombre que leía el
diario de a pie.
Simultáneamente, la muchacha del libro, el
joven enfermero del sándwich y el que había bostezado dos veces se levantaron
de sus bancos y fueron en auxilio de la mujer.
La ayudaron
a pesar de que ella parecía estar enojada, seguramente consigo misma, quizás
por eso del sentimiento ridículo que provocan esos pequeños accidentes . La
pusieron de pie y también reincorporaron al niño con su cochecito. La mujer se
arregló el pelo, se sacudió un poco la ropa, sonrió apenas y, apurando el paso,
partió con su bebé que lloraba lastimeramente.
Los
tres jóvenes quedaron solos, frente a frente, en medio del camino. Rieron y
hablaron, pero no sé de qué ni cuanto. Finalmente la joven fue a recoger su libro, el enfermero
tiró la botella vacía en un cesto y el de rojo fue hacia la zapatilla y
rápidamente se la calzó.
Se
fueron juntos.
No sé qué rumbo tomaron ni tampoco sé a
dónde llegaron. Eso, será motivo para otra historia, para el que lee y para el
que escribe.
Buenos Aires, Mayo de 2013
"NEGRO SOBRE LUNA"
Es una habitación sobre una terraza.
Anteriormente ha sido, seguramente, un desván, un depósito, una construcción
casi inútil. Las paredes son de ladrillos, sin revocar y han acumulado las
manchas que el tiempo ha estampado sobre ellas. Hace ya unos años que le han
adosado un baño, a un costado, y han abierto una ventana que luce enmarañada.
Adentro, en un rincón, una garrafa de gas,
para cocinar.
Un sitio cualquiera transformado en un cuarto
alquilado a alguien cualquiera.
El hombre del traje negro mira hacia el ojo de
la cerradura. Podría espiar por ese agujero pero es innecesario e indigno,
aparte de ridículo. Sin molestarse sabe que, allí, sobre la mesa está el
maletín negro.
“Puta, las dos de la matina. A veces me
pregunto porque estoy en esto todavía.
Antes la explicación era muy sencilla. Lo hacía por plata. Para ganarme el
sustento, como cualquiera. Han pasado veinticinco años. ¿El tiempo justo para
una repetición? Amasijar a un tipo a
quien no conozco y que ni siquiera sé si hizo algo para merecer la muerte.”
El azul intenso de la noche va desapareciendo
y comienza el albor del nuevo día.
La mujer está despierta. Mira a su lado y allí
está él, durmiendo, con esa paz y esa dulzura que la enamoran.
Levanta la vista hacia ese maletín, que ella
sabe tan valioso y peligroso, que también duerme sobre la mesa.
El hombre ronca, blandamente. Ella lo mira de
nuevo, acerca su cara y su boca pronuncia, sin quererlo, una palabra.
“Perdoname”.
Una lágrima resbala por su rostro mientras el
hombre carraspea y se cambia de lado. La mujer vuelve a su sitio. “Es por su
bien”, piensa.
Afuera, con
rapidez, todo cambia. El gris del amanecer inventa fantasmas. Da miedo ese
color, presagia soledad.
Sabe que es un operativo sencillo, uno más. Se
trata solo de la vida, mejor dicho de la muerte de alguien. Uno más. Pero él no
puede permitirse un error, una imperfección.
“¡Qué ojos los
de la mina! Me miró tan fijamente que me convenció. Dijo que lo hacía por amor.
¿Amor? Más bien creo que había calentura, pasión, odio. Si, es cierto, dijo la
verdad. Amor, de eso se trata.
También me dijo
que el contenido de la valija sería para mí, que ella no quería nada. Ilusa,
claro que será así, sino no podría contarlo. Una parte, una buena tajada, como
siempre, se irá a casa, conmigo, y el resto se reparte entre los otros dos, los
muchachos que hace rato que me secundan y que hacen limpiamente su trabajo,
sobre todo sin demasiadas preguntas. La mercadería es de primera, la muestra
era de lo mejor, los que saben me lo dijeron, Vale, entonces, la pena. ”
Dentro, la mujer
mira hacia el techo, los ojos desorbitados y la boca seca y tensa. Se levanta y
se acerca a la ventana, Entonces ve lo que ya imagina. Con un escalofrío se
acerca a la cama, lo mira por última vez y se mete en el baño, pone dos vueltas
de llave y se sienta en el piso. “Es lo único, es su salvación”. Las baldosas
están mojadas, entonces aprieta tanto el rosario entre sus manos que termina
por romperlo. Las cuentas resbalan sobre el piso, rumorosas.
El hombre de
negro recorre el techo del edificio. Mira a los otros, uno por uno y después de
comprobar que están dispuestos, les hace una seña. Ellos saben que a ella, a la
mujer, no hay que tocarla.
“Soy peor que ese que está adentro, esperando.
No sé si alguna vez se le ocurrió o tuvo que matar a alguien. A mí sí, se me
ocurrió y tuve. Muchas veces. Hasta si
me esfuerzo puedo recordar a cuantos mandé al otro lado. Siempre lo hice
convencido. La historia del justiciero, buena historia. Extirpar, con mis
propias manos, el mal de esta tierra.”
Ya está. Los
hombres entrarán y recuperarán el maletín. Bastarán unos tiros, silenciosos y
sibilantes para acabar con esa rutina.
Es la ley.
“La mía, mi ley. Al fin y al cabo, mañana será otro día.”
La Caleta, Enero 2011
“UN DÍA”
No creas que he olvidado o que me he propuesto
borrar de mi vida esa tarde en la que apareciste. Es más, creo que fue un
momento salvador. Yo estaba de un humor aciago, en uno de esos días en los que
la vida puede acabarse de un saque, así porque sí, sin saber por qué.
Buscando sobreponerme, cometí el gesto
contrario, en lugar de reír abriendo la boca a horcajadas, elegí el
convencional de la tristeza y el desasosiego: llevé mi mano derecha hacia mi
cabeza y la recorrí comenzando por la frente. Un gesto convencional, repito, sin duda.
Pero vos estabas fuera, en la calle, como
tantas veces antes que mi intuición –esa ciencia exacta- me hiciera descubrirte.
Y fue solo ir hacia la ventana, con el afán
literario de arrojarme y suicidarme, en un impulso romántico. No, no lo tomes
así, esto no es dramatismo, te cuento solo el juego que sirvió para alivianarme
y para confirmar lo que nunca me tomaría el trabajo de hacer, ya que en ese
caso, me resultaría muy complicado y
trabajoso imaginar el simple trayecto entre el arriba y el abajo. La caída,
simplemente. Todo muy desprolijo, además.
Continúo. Lo nuestro empezó cuando miré a
través de los vidrios empañados y te vi.
Estabas, luego lo supe (la repetición de tu
hábito me hizo saberlo) con tu cuerpo apoyado, casi debajo de una piedra. De
una cualquiera, claro, después entendí que todas eran tu casa. Me mirabas con
una mirada cómplice, sonriente, solo interrumpida cuando alguien pasaba por
delante y te ocultaba, con la indolencia que se tiene cuando no se sabe de algo
o no se lo descubre.
Porque no te veían. No era que no te miraban o
que les resultabas indiferente, no, no te veían, no sabían de vos. Eras un
secreto que solo a mi se me brindaba.
Fue así como te conocí.
Luego supe que vos sabías de mí, más que yo
mismo. Pero eso vino más tarde.
Volví muchas veces a la ventana y siempre
estabas por allí, la espalda contra uno de los pilares o en una piedra de esa
pequeña plazoleta, mi paisaje de todos los días.
Sabía que te encontraría ahí, de día y de
noche.
Una vez, debajo de la lluvia, de madrugada
cuando solo existe el más humano de los silencios y de las ausencias, te
animaste y me mostraste tu sexo. Abriste tu ropa y bajaste la mirada, señalando
mi participación. Yo sonreí, halagado.
Otra vez, valiéndote de un gesto operístico
supe que estabas cantando y cuando al final hiciste esa graciosa reverencia,
entendí que me habías hecho un regalo.
Como esa otra vez, cuando con volutas de humo
dibujaste la frase esperada por mí y para mí: “Feliz cumpleaños…”
“Esta es mi buena estrella, la súbita, la sin
razón”, pensé esa tarde.
Una noche te vestiste de odalisca y bailaste
una danza sensual y ridícula. Tus manos se agitaban en el aire como las ramas
de la locura y me señalabas tu trasero, explicándome que pesaba como un
zapallo. Sabías, no sé cómo pero era así, que
yo estaba triste ese día y te las arreglaste para que cambiara mi ánimo.
Me reí tanto y tanto que esa noche la alegría durmió conmigo como si fueras
vos.
Por las mañanas, a veces llegabas tarde, bah,
más que llegar creo que aparecías a destiempo o en otro lugar, como aquel
atardecer de calor cuando te instalaste en la cabeza del caballo de San Martín.
¿Qué hacías cuando no estabas? ¿Te acicalabas,
pintabas tus uñas o practicabas el equilibrio?
Llenaste mi vida de misterios durante, durante
no sé ya cuánto tiempo. Lentamente aprendí a amarte y, claro, fue muy fácil. No
conocía tus despojos ni tus dudas; invisibles eran tus quimeras, tus virtudes o
tus traiciones. Estabas allí, casi para que yo te inventara.
Una noche me desperté sudado, mojado de la
cabeza a los pies. Creo que casi se podía exprimirme y llenar un balde. La
fiebre me devoraba y fue entonces que aparecieron las imágenes olvidadas de mis
padres mirándome tiernamente y luego la pesadilla de la cara de mamá muerta y
aquella de los ojos perdidos de papá en sus últimos momentos. También ellas,
mis hermanas como en una foto fija, transmitiendo ese sentimiento indescifrable
que, a veces, llamamos amor. Un peso enorme se instaló en mi pecho y creí que
moriría en ese momento. Pero no, el sol de la mañana se coló por la ventana,
como siempre, y las bocinas y los ruidos del mundo se hicieron presentes.
Y
fue entonces que me decidí a salir e ir a tu encuentro. Habitualmente usaba la
puerta de atrás, aquella de la otra entrada del edificio, la que daba a la
avenida, la más concurrida. Pero esa vez no, me armé de coraje y bajé las
escaleras.
El portero me miró sonriente. Creo que me notó
nervioso, ya que dibujó una pequeña mueca de asombro. Yo saludé y emprendí mi
camino.
Caminé despreocupadamente, una y otra vez,
atravesando la plaza en círculos y diagonales, en líneas paralelas a lo largo y
a lo ancho, escudriñando con descuido y tratando de descubrir tu morada para
ese día. Aparentaba hacerlo de la manera más placentera posible, quería dar la
impresión de una caminata saludable o la de alguien que busca distraerse o,
simplemente la imagen de una persona que pasea, para pasar el tiempo.
Al principio, fue un pasar desapercibido: un
hombre, mayor ya, que da vueltas por la plaza de su barrio. Con las horas,
otros paseantes –la mayoría vecinos- repararon en mis idas y vueltas, pero lo hicieron con la
más simple curiosidad, simpleza que
luego se transformó en burla compartida y en algún gesto de rareza o de estupor por parte de
algunos chicos, acompañado por las más inocentes y las más risibles frases salidas
del tedio de los días.
Finalmente no te hallé, a pesar de que te
busqué hasta la llegada de la noche. No pude por más que lo quise. No estabas.
Y seguramente no volverías… Es razonable, pensé, contrariamente a la proximidad
es la distancia la que acrecienta los sueños.
Bajé los hombros junto con la guardia y
emprendí el regreso a casa.
Buenos Aires, Septiembre de 2013
“LLUVIA”
Se despertó más temprano que lo habitual a
causa de su cabeza, que estaba mojada, casi empapada. Su mujer, al lado, dormía
profundamente, sin despertarse siquiera cuando él encendió la luz para ir al
baño. Se miró en el espejo y descubrió que su cabeza estaba chorreando.
-“Mierda, debo haber tenido fiebre”. Tomó la
toalla y se secó el pelo.
Ya en la cama nuevamente reflexionó acerca de
eso pero, poco a poco, fue retomando el sueño hasta quedarse dormido.
Cuando sonó el despertador descubrió que era
su cara la que ahora estaba mojada.
-Escuchame, Hilda, me parece que en este
cuarto hay una gotera, justo arriba de mi cabeza.
La mujer, soñolienta, lo miró extrañada.
-¿Goteras? Dejate de pavadas, querés…. Dicho
esto se dio media vuelta y volvió a dormirse
.
Ese día, como todos, fue a la oficina y tuvo
que ir cada rato al baño, para secarse. Por más que trataba de explicárselo no
encontraba respuesta. Desde allí llamó a un médico amigo y le consultó lo que
le estaba pasando.
-No, no, aparte de esto me siento muy bien,
sólo esta novedad que me resulta incómoda. Y rara. Está bien, te veo esta tarde, chau.
Como durante el día eso continuaba, mejor
dicho se agravaba, optó por no quedarse quieto en ningún sitio, ya que cuando
permanecía largo rato en un lugar llegaban a producirse pequeños charcos.
-¿Qué te pasa hoy, te noto demasiado activo,
movedizo más bien?
La voz de su compañera sonaba entre burlona y
asombrada.
En la consulta el doctor se mostró
sorprendido, sobre todo, cuando finalmente, colocó su mano sobre la cabeza de su amigo pero a unos
veinte centímetros de ésta y notó que caía una garúa permanente.
-Serán emanaciones, supongo, aventuró por
decirle algo.
“Este me está diciendo que mi cabeza pierde,
ya lo veo, está desconcertado”. Le agradeció y se fue aún más preocupado.
El problema continuó y tuvo que pedir
licencia en el trabajo y fue por eso que su mujer, enojada, dejó de hablarle.
Tampoco podía ir más al bar a leer el diario
ni pararse en la puerta de su casa ya que la portera lo miraba de mal talante
cada vez que pasaba el trapo para secar el piso.
Se acostumbró a llevar varios pañuelos al
principio, una bolsa con pequeñas toallas después hasta que finalmente se
decidió a usar un turbante para que absorbiera la constante humedad. Claro que
eso le trajo algunas complicaciones extras, ya que el uso de ese tocado lo
obligó a hacerse pasar por árabe para justificar su apariencia.
El tiempo pasaba y esta situación se acentuaba
con las inevitables consecuencias: se tuvo que ir de su casa, dejó el trabajo,
abandonó el barrio ya que la noticia se había expandido y los vecinos pasaron
de la comprensión a la burla. Vivía con lo que había ahorrado,
yendo de lugar en lugar sin saber que hacer. Un día…
…Un día, puso su mano sobre su cabeza y la
dejó un rato hasta que se mojara bien; luego llevó sus dedos a la boca y
percibió que el agua era muy salada, que tenía gusto a mar. Entonces, luego de
pensar y pensar, tuvo una idea que le
resultó reveladora. Imaginó que el agua que lo sobrevolaba buscaba el medio o
elemento que su naturalezaza le indicaba. Tenía que volver allí y estar
contenida. Algo así como retornar a su casa o a su país.
Pensó mil formas para encontrar una solución
y finalmente tuvo una ocurrencia. Es así como al día siguiente tomó un ómnibus
que lo llevó a la costa, al sitio más próximo del comienzo del mar.
Ni bien llegó –casi de noche- fue para la
playa, que estaba desierta en esa época del año.
Se quitó la ropa y empezó a caminar hacia la
orilla. Lentamente se sumergió en el agua, tratando que la misma sobrepasara
ampliamente su cabeza.
Y fue
sorprendente lo que allí dentro empezó a descubrir. Pequeñas ondas internas de
diferentes colores y formas, hilachas, formaciones vegetales ondulantes como
bailarinas. Se vio a sí mismo, con su presente y su pasado, sobre todo percibió
éste último, borroso, gris, descolorido. Repitió varias veces la operación,
sobre todo para respirar y cada vez que sus ojos se abrían y miraban dentro,
todo se iba haciendo más nítido, más colorido y vivaz.
Después de hacerlo muchas veces, su instinto
le avisó que ya había concluído.
Expectante, comenzó a caminar por la obscuridad
y empezó a notar que el agua se iba evaporando y que su piel, su cuerpo, su
cabeza y sus cabellos habían retomado su normalidad
.
No la misma de antes, otra normalidad, una
mejor.
Entonces sí, suspirando, comenzó a pasear por
la vida.
Buenos Aires, Septiembre de 2009
“ACONTECIÓ”
Había ya pasado la medianoche. Él conducía el
auto “0 km .”
que habían adquirido recientemente.
-¿Lo pasamos bien, no? A tus viejos los veo
cada vez más jóvenes.
Ella, sin responder, continuó mirando por la ventanilla.
Estaban casados desde hacía ya casi cuatro
años y no tenían hijos porque así lo habían decidido.
-No hay nadie que haga el asado mejor que tu
papá. Estaba buenísimo.
Silencio nuevamente. La mujer continuó
mirando a través del vidrio y, súbitamente, se puso a tararear. Mientras lo
hacía pensaba en mil cosas.
“Es rara, ya lo sé. Después de todo eso es lo
que más me gustó de ella”. Esperó a que el semáforo cambiara, miró a su mujer
de reojo y luego dobló hacia la avenida.
Ella seguía canturreando, mientras trataba de
acordarse de algo que hubiera sucedido el día anterior. Nada. Intentó encontrar
algún hecho de la última semana. Y tampoco pudo recordar nada. Pensó en el año
precedente y otra vez nada. Se remontó al día de su casamiento y descubrió que
no tenía idea de lo sucedido.
“¿Cómo maestra será igual?”. La cabeza del
hombre no cesaba de hacerse preguntas.” En casa la voy a encarar, de
conversadora y ocurrente con exceso como era, ahora pasó a esto. la
indiferencia. ¿Qué es esto de ponerse a cantar? Algo le pasa”.
-¿Podés parar en un kiosco? Quiero un
cigarrillo.
Después siguió tarareando. A él le fastidió que
recién hablara por necesidad, por un favor, para hacer un pedido, pero no dijo nada. A esa molestia se agregaba
que él había dejado de fumar hacía muy poco tiempo y sufría cuando alguien lo
hacía a su lado. Y ella lo sabía.
A la altura de Avellaneda paró el auto y bajó
para comprarle los cigarrillos.
Ella inmediatamente se cambió de asiento,
empuñó el volante y arrancó a gran velocidad. Él no tuvo tiempo de hacer nada,
ni siquiera de gritar; se sintió ridículo, estafado, desconcertado, todo junto.
En la calle no había un alma a quien acudir. Miró al hombre del kiosco quien se
mostró indiferente desviando los ojos.
La policía acudió rápidamente. El auto estaba
chocado en una de las cabinas de acceso al costado del puente y la mujer, sin
un rasguño, estaba gritando desaforadamente. La contuvieron sujetándola
mientras vino la ambulancia que la llevó al hospital más cercano.
-Pueden pasar, no se queden más de veinte
minutos, por favor.
La enfermera sonrió con amabilidad
profesional cuando les abrió la puerta de la habitación.
Ella estaba en la cama, con almohadas dobles
y se la veía somnolienta pero sonriente. La madre se aproximó para darle un
beso, el padre le acarició suavemente un pie y él se quedó quieto, a un
costado.
-Es cierto, están cada vez más jóvenes estos
dos, y también es verdad que nadie hace mejor el asado que papá.
Su mirada tranquila iba de uno a otro
mientras hablaba.
Le habían dicho que el Doctor vendría en un
rato. Abrió el segundo atado y se sentó en uno de los bancos de la sala de
espera. “Mañana tengo que ver lo del seguro”. Encendió el cigarrillo. “¡Linda
joda, un auto recién comprado!”.
Buenos Aires, Septiembre de 2009
“BREVE”
El ómnibus estaba casi vacío. La mujer,
sentada al lado de una ventanilla leía una revista,
tratando de ocupar
su cabeza.
Estaba bastante
preocupada ya que su visita al médico la había inquietado.
-Después de todo… ¿Qué te puede
pasar…morirte?
-Sí, claro, pero eso no es la muerte de
nadie.
Se
sorprendió, dejó de leer y miró para atrás, estaba segura que de allí habían
venido las voces. Los asientos estaban vacíos y en el fondo, de pie, no había
nadie. Pero ella había oído bien. Se preguntó quienes habían entablado ese diálogo
y de donde había salido.
La ganó el desconcierto.
Ubicadas bien adelante, dos mujeres se
incorporaron, dispuestas a bajar. Al pasar a su lado, rieron.
-De vos
misma, estúpida.
-Vos creés?
-Claro.
.
El colectivo se detuvo y ambas descendieron.
Ya en la vereda, cuando el micro partía, miraron a la mujer y le hicieron un
saludo reverencial, exagerado.
Buenos Aires, Septiembre de 2009
“TONI, DOS VIAJES”
La hora de la partida estaba fijada para las
diez. Minutos después, el tren arrancó lentamente. Detrás quedó la terminal
que, repleta de gente yendo a trabajar,
la mayoría.
Le tocó ubicarse en un asiento junto a la
ventanilla. Desde allí, como en una pantalla, comenzaron a verse diferentes
sitios en los que –en eso eran
parecidos- circulaban automóviles, camiones, personas; la vida de la gente.
El tren atravesó el puente sobre el riachuelo
espeso y negro, siguiendo su marcha, imperturbable.
Se movió en el asiento y miró a sus vecinos de
viaje. Enfrente, una mujer sola leía una revista. En el asiento contiguo al de
la mujer, un hombre se distraía observando el vagón, sin mirar a nadie. A su
lado se había sentado una anciana que hizo una sonrisa cuando una mujer pasó
con su bebé por el pasillo.
La llegada a la costa estaba prevista para las
tres de la tarde.
Metió la mano en su bolsillo y acarició
suavemente la satinada textura del papel sin animarse a sacarlo. Esperaba con
ansiedad el momento en el que sólo pudiera avistarse un horizonte sin límites,
el campo. Pensó que más o menos en tres horas llegaría el tiempo indicado. Miró
nuevamente hacia afuera. Ahora pasaban por una escuela donde había algunos
niños, muchos quizás, en el patio del recreo. La visión fue fugaz, pero
suficiente para preguntarse si el pequeño Toni no debería estar también allí,
jugando con los otros. Sintió un nudo en la garganta y sus ojos se
humedecieron. Volvió a meter la mano en el bolsillo y sacó la fotografía. L a
miró, sin poder entender y ahora sí, las lágrimas se derramaron. La mujer que
leía la revista, observó con curiosidad; la anciana atinó a decir algo, sin
hacerlo y el hombre mayor ya se había dormido como seguramente lo había hecho
Toni, pero en forma definitiva. Guardó la foto.
Sacó un pañuelo, se sonó la nariz y también se
secó las lágrimas.
El tren seguía avanzando, con mayor velocidad.
Ahora se veían casas más chatas y grises. Sobre todo porque el día ayudaba con
la niebla.
Los restantes pasajeros conversaban, reían,
algunos comían, otros se levantaban de sus asientos y se iban a otros vagones o
al coche-comedor o al baño.
Entrecerró los ojos y trató de dormir o, al
menos, conseguir un poco de descanso. En un momento, sin darse cuenta, llegó el
silencio del sopor y también se durmió.
Toni estaba arriba, en el tobogán y reía,
entre asustado y feliz. Había otros chicos detrás de él y eso lo decidió a
deslizarse por la pendiente hasta caer en sus brazos, ésta vez iluminado por su
pequeña hazaña. Rieron y el niño sintió el fuerte abrazo que lo cobijaba.
Se despertó y sintió miedo. Miró nuevamente
hacia fuera. Ahora sí se veía la llanura, verde y extensa, fundiéndose allá
lejos con un cielo cargado de nubes.
Respiró profundamente y se levantó de su
asiento. Recorrió el pasillo y llegó a la puerta que comunicaba al otro coche.
La abrió y se encontró en un inhóspito sitio de paso. Solo le llamó la atención
el fuelle de hierro que unía a ambos vagones. Había otras puertas allí, más
pesadas. Con esfuerzo abrió una de ellas. Un viento helado, más rápido que el
andar del tren se arrojó sobre su cara.
Miró hacia delante sin ver nada más que pasto y tierra. Pasaban, cerca,
dos hombres de a caballo, pero no pudo o no quiso distinguir sus caras. Eran un
niño y un muchacho. Le hicieron un saludo, con sus manos el chico, con su
sombrero el más grande. Pronto desaparecieron; el tren atravesaba entonces un
puente sobre un riacho.
Trató, entonces, de no escuchar ni ver
nada.
Respiró hondo y se arrojó. Tuvo en segundos,
múltiples imágenes y luego nada.
.
El tren continuó su marcha. La mujer que leía la revista ahora dormía;
el señor mayor había despertado; la anciana, pasado el tiempo, apoyó su cartera
en el asiento vacío, a su lado.
Encontraron el cuerpo unas horas más tarde, en
un charco y fue trasladado por una ambulancia de la zona. Tenía, consigo,
solamente la foto de un niño que sonreía haciendo una morisqueta ante la
cámara. Más tarde, en el hospital estuvo en coma profundo durante tres días.
Por fin, las ruedas del tren dejaron de
sonar.
Buenos Aires,
Otoño de 2004
"RELATO"
“Hola, hola…creí que se había cortado. ¿No
estás ocupada no...? Te quiero contar algo y, claro, como siempre, me anticipo
a tu opinión…Bueno, eso es aparte… Vos dirás que soy una imbécil pero no, soy
así…¿Cómo te diría? Un poco inocente, quizás... ¿Tal vez mis principios sean
muy férreos, anticuados para esta época..?Voy a la historia, si, si… Bueno,
mirá, ahora soy una persona grande pero me acuerdo tanto de mamá…”
La
mujer sale del tualé y vuelve a sentarse a la mesa. Ha elegido la que está
junto a la ventana, para distraerse mirando la calle.
Cincuenta años no es mucho ni tan poco. Se lo
dice siempre a si misma y también sus
amigos y familiares lo repiten, casi sin cesar. Es por esto último que el
comentario le huele a mentira.
Está
vestida y maquillada casi como para ir a
una fiesta. Marta, su amiga de la
infancia y confidente, le dice muchas veces que nunca se sabe por donde aparece
la oportunidad, es decir eso llamado amor o lo que fuere.
Esa
verdad anunciada hacía mucho que se le había instalado pero el misterio no se
concretaba.
“…¿Vos te acordás cuando nos decía… sí,
claro, a vos también…si eras, digo…sos como una hermana para mí…La pobre tuvo
una mala experiencia con los hombres…Ya sé que se trata de mi papá…Sí, todo lo
que quieras, él era así, pero mamá sufrió mucho…Ahora sé que él también era
como todos, siempre al acecho sin
importarles nuestros sentimientos…Egoístas,
eso. No sé qué buscan… No, no lo digas ni te rías…No, no quiero ser grosera… No
me voy por las ramas…Sigo. La cuestión comenzó como todos los días… el gustodel
cafecito de la mañana…”
-Buenos días, hace frío hoy. Usted es muy
valiente para salir con este día.
Pone
la taza y el vaso de agua gasificada sobre la mesa y le sirve, como siempre, el
café doble bien cargado.
-No
me importa el tiempo. A veces pienso que soy…atérmica, eso es, me adapto tanto
al frío como al calor. Podría vivir en el Polo o en el desierto de Sahara. Y
siempre con poca ropa, hasta desnuda se podría decir…
Esto
último lo acentúa con un cierto pudor artificioso.
-Claro que sí.
Dicho esto coloca el platito con los pequeños
bizcochos para acompañar y, sonrisa de por medio, sigue con su rutina.
En
ese momento se abre la puerta y entra el hombre acompañado por una rápida ráfaga
helada.
“En
eso lo veo aparecer…la pinta típica de esos que se creen galanes de cine o de
la tele…Y que de entrada piensan que vas a caer rendida a sus pies…Claro, que sí,
no soy tonta…Sé discernir entre un tipo educado, fino y culto y un rufianacho
cualquiera…El de este caso…”
La
mujer percibe esa entrada al instante y, rápidamente, mira hacia la ventana, como
fijando sus ojos en el vacío, pero continuando con su observación a través del
reflejo en los cristales.
El
hombre es joven aún, de tez obscura y con una abundante cabellera; de un
costado de la frente le cuelga una mecha que le da un aire quizás adolescente.
Se sienta
dos mesas más allá de aquella en la que está la mujer. Hace una seña al mozo y
abre el diario.
Ella, entonces, se dispone a mirarlo. Con
discreción primero, más abiertamente después.
“Vos
podés creer que de entrada nomás el tipo me clavó la mirada y se se puso a
hacer, con mucho disimulo porque tonto no era, unos gestos que bueno bueno…No…
Me da hasta vergüenza contártelos…Te digo que no, por más que seas mi amiga del
alma…”
El
hombre parece no reparar nada más que en su lectura y en la cerveza que el mozo
le ha traído. Cada tanto cambia de expresión, seguramente de acuerdo con las
noticias que lee. Ahora sonríe abiertamente y luego bebe de un trago su vaso de
cerveza.
“Se
puso a leer el diario para disimular…no, querida, no me sacaba los ojos de
encima… el muy cretino, en un momento…No sé si decírtelo…Bueno, bajó un poco el
diario y se pasó la lengua por los labios en un gesto de lascivia asquerosa…”
Ahora ella está concentrada en su café. Le
ha echado medio sobre de azúcar y no cesa de revolverlo. Se pregunta si no es
parecido a Eduardo, el estudiante de medicina que se había ido a Australia
junto con sus ilusiones. O tal vez tiene el aire de Juan Manuel, el que falleció
justo dos meses antes del compromiso. O quizás como Carlos, ese otro que no
había hablado claro desde el principio y que terminó yéndose a Europa, con su
nueva pareja, un bailarín de tango. “¿Vivirán todos esos?”. Preguntas. “Cansa
pensar tanto. Agota.” Se tocó rápidamente la sien como para ahuyentar ideas sin
respuesta.
Cuando levanta la vista hacia el hombre ve,
con turbación, que éste está llamando al mozopara pagarle al mismo tiempo que
mira su reloj y asoma un gesto de preocupación. Se incorpora y abona lo
consumido de pie, para ganar tiempo. Toma su abrigo y, apurado, va hacia la
salida. Al pasar cerca de la mesa que
está junto a la ventana tropieza con una silla
y esta cae. Es entonces cuando la mujer lo mira de frente.
-Disculpe, señora, son cosas que pasan.
Sonrió imperturbable, de oreja a oreja y por
cumplido y salió, raudo, a encontrarse con la muchacha rubia que estaba en la
vereda y a quien besó apasionadamente.
Entonces el mozo se acercó, levantó la silla y
la volvió a su lugar.
“Falta lo último, lo más vergonzoso, lo que me
hirió profundamente…Esperá, me cuesta decírtelo… Ese tipo, ese asqueroso…prestá
mucha atención…cuando pasó al lado mío se tocó abiertamente… sí, claro… ¡la
bragueta! …Como para provocarme… ¡Justo a mí, a vos te parece!”
Esto
último lo dijo para nadie, ya que del otro lado de la línea habían cortado
abruptamente.
Buenos Aires, Junio de 2013
“HISTORIAS DE KNOX”
l.
El Sr. Knox murió hace tiempo. Su recuerdo aún
me duele, sobre todo porque está incentivado por las rosas de mi jardín que
tanto le gustaban.
¡Pobre Sr. Knox, cuánto me gustaría haberlo
conocido!
Sé, que sus últimas palabras fueron dichas
para mi. “Lo odio”, susurró con voz tenue antes de morir.
2.
Cuando lo vi por primera vez, yo era muy chico. El Sr. Knox vestía un abrigo
negro y su sombrero, de fieltro, también era negro. Conversaba con mi madre en
una calle céntrica mientras yo, embelesado, miraba la vidriera de una
juguetería. Al volverme hacia ellos sentí que, a pesar de la formalidad, el
tono de la charla era alegre. Me quedé, tímidamente, observándolos.
El hombre se separó de mi madre, tocó su
sombrero a modo de saludo y se perdió en sentido contrario al que nosotros
habíamos tomado. Me acerqué y miré a mamá con curiosidad.
-¿Quién era?
-El Sr. Knox, querido, un amigo de la familia.
-Me gustaría conocerlo.
Se produjo un silencio. Cruzamos la calle y al
llegar a la otra vereda ella me miró muy fijamente.
-No es conveniente, querido, ese señor se ha
comido algunos niños.
3.
Una tarde, me contaron, (creo que fue una de mis tías), que mis padres estaban sentados a la mesa del
comedor con el Sr. Knox. Mamá ofreció café al invitado y éste negó con la
cabeza, clavando su mirada en la de ella.
Papá gruñó algo detrás del diario que estaba
leyendo. No se le debía hablar en ese momento.
El Sr. Knox, distraídamente, buscó la
entrepierna de mamá y trató de tocar con una de sus manos.
Ella se retrajo y apretando
fuertemente las rodillas murmuró quedamente.
-Tengo un hijo.
Papá tosió y el visitante, visiblemente
perturbado, se levantó, tomó su sombrero y se fue.
4.
Según palabras de papá, un día lo llamó por
teléfono al Sr. Knox.
-Buenos días, cómo está usted?
-Bien gracias. ¿Qué se le ofrece?
-Un pequeño favor. Ya que usted que tiene
tantos amigos farmacéuticos, me gustaría que intercediera por mi hijo, ya que
quisiera que estudiara medicina y buscarle un trabajo en una farmacia sería un
buen comienzo.
Mi padre siempre dijo que el trabajo es salud
y, si no fuera por mamá, yo estaría ya trabajando desde el momento de haber
nacido.
Se produjo un silencio. El Sr. Knox quedó
pensativo al otro lado de la línea. “Su hijo, ese bastardo maleducado”.
-Bien, veré que puedo hacer por él.
5.
El día de mi cumpleaños me organizaron una
pequeña reunión.
Mamá dijo que cumplir diez años era un hecho
muy importante y que próximamente sería un hombre. “Como su padre”, sonrió.
Fue una fiesta bastante aburrida ya que la
mayor parte de los invitados eran personas mayores, de la familia, y solo había
cuatro compañeros de mi edad. Para no molestar a los vecinos debíamos hacer
silencio y “portarnos educadamente”
Cuando estaba a punto de apagar las velas sonó
el timbre de calle. Una de mis tías fue a atender y volvió diciendo que se
trataba de “un tal Sr. Knox”
Inmediatamente me escabullí y me escondí en mi
cuarto, dentro del ropero.
Mamá, turbada, apagó las velas y escondió la
torta debajo de la mesa justo cuando hacía su entrada el Sr. Knox.
6.
Los días miércoles me tocaba regar el jardín.
Así lo había convenido con mis padres.
Frente a los rosales, mis preferidos, alcé la
vista y allí, apenas a cincuenta metros, divisé la alta silueta del Sr. Knox
quien, aparentemente, venía para casa.
He crecido. En un momento
quise conocerlo y el miedo me lo impidió. Ahora, ni siquiera quiero verlo.
Debí abandonar a las rosas y, para que el
hombre no me viera entrar a la casa, me enrollé dentro de un arbusto de
variadas plantas.
El hombre tocó el timbre, dos veces y,
carraspeando, saludó a mamá que abrió la puerta.
-¿Está sola o también está su hijo, el pequeño?
No sé que contestó mamá.
El hombre había preguntado por mi y eso
aumentó mi inquietud.
7.
Una noche me llegué hasta la casa del Sr.
Knox. Sabía que vivía solo ya que su hermano estaba internado en un hospicio,
esto es, un hospital para locos.
Frente a la puerta golpeé con los nudillos y,
velozmente, me crucé a la vereda de enfrente ocultándome detrás de un auto.
El hombre se asomó, salió a la calle y miró
hacia sus costados primero y luego hacia arriba haciendo visera con su mano. Luego
se rascó la cabeza y moviéndola de derecha a izquierda volvió a entrar a la
casa dando un portazo.
Esperé unos minutos y me fui silbando bajito.
8.
-Si ese hombre vuelve a casa te mato.
Es lo primero que pude entender. Antes, su voz
me había despertado. Me incorporé en la cama, en la obscuridad y traté de
escuchar todo.
Algo parecido a un llanto o un quejido
interrumpió la voz de papá.
-¿Y el nene?
-Hay que decírselo. Dejalo por mi cuenta.
Otro llanto, esta vez más fuerte.
Me metí debajo de las cobijas y me tapé los
oídos.
-No lo olvides, los mato a los dos.
No pude evitar escuchar esto último.
9.
Una mañana de sábado, desde mi ventana lo vi
al Sr. Knox en la calle. Iba y venía de una esquina a la otra con aire distraído.
Saludaba a quienes se cruzaban con él y miraba su reloj como si esperara a
alguien, tal vez.
Al bajar al comedor de casa, en silencio y sin
que ella se diera cuenta, sorprendí a mi madre caminando de un lado a otro con
una servilleta en la mano que depositaba sobre un mueble para tomarla momentos
después y colocarla encima de cualquier estante. Su andar era rápido.
Decidí volver a mi cuarto y al pasar frente al
de mis padres se me ocurrió mirar por la cerradura. Papá iba y venía por la
habitación con el sombrero en la mano. A veces se acercaba a la ventana y luego
retrocedía, arrepentido. Cuando se puso el sombrero y vino hacia la puerta huí
despavorido.
Intrigado, fui hacia el revistero del pasillo
y tomé una revista de historietas. Me metí en el baño y, sentado en el inodoro,
me quedé leyendo.
10.
-Tenés que regar los rosales, tus rosas están
sedientas y se secarán.
-Hoy no me toca, ellas lo saben.
-No importa, el Sr. Knox las admira y su
opinión vale.
Mientras iba hacia la puerta me volví hacia
ella.
-¿No hay peligro de que las devore?
-No, mi pequeño. Tienen espinas y el Sr. Knox
no es tonto.
Me encogí de hombros y mi madre canturreó
mientras pasaba el plumero.
11.
Luego vino una época larga,
torrencial, tumultuosa a veces, otras de calma.
Los ruidos del mundo rozaron mi piel.
Crecí, me eduqué, frecuenté cercanías y
distancias.
Un viento arrasador se llevó recuerdos,
personas, demolió lugares, cambió otros.
Algunas cosas persistieron. Dudas. El
torbellino de la vida no pudo con ellas.
12.
“Han pasado muchos inviernos. Los siento sobre
mis espaldas; es un frío que se ha instalado en ellas y sé que ya no me
abandonará. Ellos, todos, ya se han ido y estoy sola. Creo que también me ha
llegado la hora del adiós. ¿Debería arrepentirme de algo? No lo sé. La culpa
nunca se ha apoderado de mí. No es como el invierno. Quisiera, quizás, haber
sido un poco más sincera con mi pequeño. No sé si la verdad hubiera esclarecido
su vida. Podría buscarlo mañana y contarle mis sinsabores. ¿Mañana? ¿Existirá
el mañana para mi?”
13.
-Te estamos esperando. Estamos ya a la mesa.
¿Qué hacías?
-Nada especial, leía un Diario. Solo una forma
de literatura.
Dejo el viejo cuaderno forrado de rosa sobre
la mesa. Me levanto, tomo su cabeza y la beso.
-Curioso.
-Por curiosidad te amo.
Ella me sonríe y pasamos a la cocina donde
siempre comemos.
Los chicos nos miran, desganados. El menor
está a punto de dormirse. El otro, el mayor, heredó mi pasión por la
jardinería, sobre todo por los rosales, por las rosas. Hasta ha hecho un
injerto y ha inventado una rosa.
Obtuvo un ejemplar chato y aterciopelado, de
pétalos grandes. Al momento de elegir el nombre me consultó y yo sugerí “Rosa
Knox”. Me miró sorprendido. Y ambos lo aceptamos.
La Caleta, Enero 2011
“REFLEJOS”
“Mierda con estas botas de goma, se me clavan
casi en las rodillas”. Claro, resulta trabajoso levantar las piernas lo
suficiente para no hacer ruido y entrar por la ventana. Ella se hace la sorda
para luego fingir sorpresa. “No importa, vale la pena. Mejor pájaro en mano que cien volando.”
Bueno, las cosas son así; necesidades incumplidas, deseos sublimados y por
ende, postergados. Explicaciones del médico clínico, con el que también casi
llegó a un acuerdo de tipo sentimental. Ella es así, fácil para relacionarse.
Todo con la debida correción y discreción, claro. Siempre fue igual, desde
chica, no como su hija, que de momia no tiene nada, que va, es una fisgona
insoportable. “Mamá, te arreglás demasiado. La boca la tenés muy roja,
exagerada, parecés una payasa.” Dijo esto y volvió a su tarea para la escuela.
Esta vez tiene que hacer un dibujo. Su familia: la madre salió con cara de loro
y el padre un redondel sin rasgos. ”Dicen que el que calla otorga, pero esto,
en mi caso no es cierto.” Luego mira al cuaderno. “¿Qué te importa a vos mi
boca, mocosa. Payasa, ni sabés lo que decís ni a quien; mejor que te cuides al
hablar, sinverguenza.” Luego sobreviene un fuerte tirón de pelo. Se trata de su
madre, de su familia, la que está en el dibujo. Esto la hace extrañar al padre.
Recuerda su mirada, parecída a la de un chico, tanto que ella siempre ha soñado
con él. Un día se despertó gritando papá. Desde el otro cuarto, tan próximo,
seguramente ella la escuchó; pero si
entendió no dijo nada, a veces se hace la distraída para pasarla bien. Esa
noche estaba con ese vago de la otra cuadra, el hijo del ferretero, el nuevo galán, que entró como siempre, por el
mismo agujero, haciéndose el misterioso. A la mañana siguiente simularon
normalidad. Él, seguro que volvió a
salir y tocó el timbre. Cosa de locos. “Víctor, no sé qué hacer. Sola en el
mundo, desesperanzada, sin voluntad. Ya sé que al que madruga Dios lo ayuda. En
este momento vos sos Él para mi.” El hombre estornudó, varias veces. Alergia de
primavera, dijo. A la chica le dio tanta risa que tuvo que taparse la cara con
las manos.”Vos, no te tapés la cara, no me gusta. Lo sabés muy bien. Y no sé de
que te reís, estúpida.” Cuando él se despidió la mujer se sentó a la mesa con
la cara consternada. Faltaban tres días para cobrar y ya se había quedado sin
plata. “El mundo está lleno de historias tristes”. Lo dice en voz alta. Palabras de su madre, frases; siempre aparece
una diferente, sobre todo cada vez que
la reprime. Un día, al bajar la escalera de la habitación de arriba tropezó con
una alfombra justo en el final y rompió el florero de cristal. Se hizo añicos y
enseguida apareció Tomy, el perro, para enterarse de lo que había pasado. También,
inmediatamente, vino ella. “Ay, qué
hiciste, esto es gravísimo. Era de Murano y como éste, te lo aseguro, no hay más, ya no se
fabrican”. Le dio un empujón más que leve pero menos que brusco y la mandó a
hacer los deberes. “Nada de paseos por hoy”. La chica dijo que las tareas ya
las había hecho. “No importa, hacelas de nuevo, nunca están de más. Ya lo agradecerás: el que siembra, recoge. No lo
olvides.” Ufa. Una noche, mientras
comían, la nena pidió de ir al baño y ella no la dejó. “Antes terminás la
comida; ya te conozco, querés vomitar. Así estás, hecha una rama de perejil sin
hojas. Los flacos como vos dan asco”. Como no pudo levantarse se meó encima.
Mientras sentía el pis caliente deslizándose entre las piernas le vino a la
memoria la cara de su papá el último día que lo vio, cuando tiró la servilleta
sobre la mesa, se levantó y desapareció para siempre. El también era flaco,
mucho más que ella. “¿Su sonrisa también era flaca? ¿Será que se fue para
siempre? A lo mejor vuelve.” Le vino una idea que la hizo sonreír,
secretamente. El perro se acercó por debajo, sin que la otra lo viera. Él
también sabía que ella odiaba a los animales dentro de la casa. “Me gusta,
sobre todo, el orden. Un lugar para cada uno y cada cosa en su lugar. El mundo
es grande, pero se deben respetar los
límites”. La chica estiró la mano y acarició las orejas de Tomy, mientras que
con la otra, la derecha, trataba de tragar la sopa de garbanzos, ,justo esa, la
que más odiaba. Ufa. El día que vino la abuela, la semana pasada, se largó a
llover cuando bajó del colectivo. Así lo explico ella al recibr los retos de la
otra por haberle embarrado dos centímetros cuadrados de parquet. La vieja se
sonrió pero no dijo nada, ni mu. Tan solo un pensamiento, siempre el mismo.
“¿Será así por culpa mía? Claro, la tuve de grande y dicen que cuando es así
salen raras.” Comieron y mientras la
madre lavaba los platos, desganada, la abuela y la nieta jugaron a las cartas,
silenciosamente, como siempre. La mujer, por debajo de la mesa, dio una pequeña
patadita a la nena. Era la señal.”Ay, abuela, no sabés cuanto hace que no veo a
papá. Lo extraño tanto”. Un montón de platos se vino al piso con estrépito,
claro. La vieja sonrió despacito y la mujer secándose las manos con un repasador se acercó a la mesa. “El que se fue
a Sevilla perdió su silla. Enterate, vos. Así se dijo siempre. Y acá, ese sinverguenza,
no entra más, no hay lugar para ese desgraciado. Punto”. Al día siguiente todo
estuvo tranquilo. La chica callada y la madre, cuando volvía del trabajo se
ponía a repasar su repertorio de
boleros; sabía que a la nena eso le molestaba. “Algún día me haré famosa. Víctor
me lo dijo. Tengo que ir a algún con concurso serio. No los de la tele.
Ése representante nos aseguró que hay
que probar en alguna de las radios;
también, por amistad, prometió que él mismo se iba a ocupar.” Planes. La nena
los conoce y los comenta con las amigas y, sobre todo, con las madres de sus
compañeras quienes dicen ¡ajá!, como único comentario cuando la escuchan,
aunque después ríen por lo bajo y se pasan el chisme, maliciosamente, generalmente por teléfono. Ella,
un día, pescó a una parodiando una canción romántica. Hasta se había puesto
anteojos de borde marrón como los de la madre. La mujer colgó enseguida cuando
se dio cuenta de que la chica estaba de visita. “Hola, querida. ¿Cómo está tu
mamá?” La miró con cara de vaca, como todas esas cuando se dirigen a los más
chicos y quieren hacerse las simpáticas o las disimuladas o más jóvenes de lo
que son. “Muy bien, gracias. Mañana se
casa, por civil solamente.” La otra torció la boca y después sonrió. “A estas,
como a la otra hay que decirles cualquier cosa, mentirles, de eso viven.” Después,
como sin querer, la pisó y la miró con cara de culpa. Total, ella era una nena.
La otra, la grande, volvió a sonreír, más torcida aún.” Pero esa, aunque se
tuerza, tenía marido y su compañerita un padre”, claro, no como ella, que ni
siquiera madre tenía, más bien es como una extraña, solo una que vive con ella y que se queja de
todo. Eso le da rabia y piensa entonces en su padre, debe ser porque él también había hecho lo suyo
para que ella estuviera aquí, vivita y coleando. En cambio, todos los días, al
volver del trabajo, el mismo sonsonete. “Ese desgraciado se va a acordar de mi.
Ya lo sabemos, nadie se va de este mundo tan tranquilamente. Llega la hora y el
que las hace las paga. ¿Será posible que todos me toquen a mí? Sino fíjense en
mi papá que también voló; se esfumó en un viaje de negocios y si te he visto no
me acuerdo. Aunque después según me dijeron al cruzar una calle lo atropelló un
colectivo y lo hizo torta; así es, el destino te marca, te castiga a la larga.
Como que hay un Dios”. Y siempre así y mucho más. Desde chiquita escuchando la
misma canción. “No le hagas caso nena. Cuando crezcas lo entenderás. Es mi hija
pero fue ella quien se lo buscó, por eso está como está, acompañada por ese
infeliz de Víctor que no sé que es lo que tiene de lindo. Al otro, al de
verdad, al que se casó con ella, a tu papá, le hizo la vida imposible, ya te
enterarás. Siempre le gustó el mate con factura, sabés, y los cuernitos fueron
sus preferidos.” Si, abuela, si. “Ella
cree que yo no sé, que no me di cuenta.
Si la estúpida hasta guardó las cartas que los tipos le mandaban.”Claro, además
también la había tenido de grande y era como si en la vida tuviera dos abuelas.
“Por eso es así con vos, nena. Yo sé porque te lo digo. Claro que también ella
había tenido sus fantasias con el yerno, hasta que éste se dio cuenta y empezó
con las indirectas. ” A la noche, serían como las tres de la mañana ella la
despertó. “Vení, vení, mirá lo que hiciste.” Le levantó las cobijas y la chica tuvo que
salir de la cama. Fueron al baño. “Fijate, dejaste la canilla casi abierta. Hay
que cuidar el agua.” La nena la miró sin entender, mañana pensaría en algo. “Y
si, es por eso que es así conmigo”. Ufa. Por el momento, a dormir de nuevo, las
dos, madre e hija. Con la canilla bien cerrada, claro. “La gota que horada la
piedra, así como te digo.” La abuela mira a su hija y ésta, de reojo relojea a
la nena que, como siempre hace los deberes. La gota era la canilla olvidada de
la noche anterior. “Todavía la sigue”. Ufa con ésta. Están tomando mate. “El
otro día lo hizo amargo como la hiel; hoy está tan dulce que repugna. Y bueno,
así es ella.” La vieja se mira las uñas,
por hacer algo. Golpean a la puerta, no es el timbre, no, solo un golpe seco en
la madera. Se levantó como una ráfaga y tiró la pava al suelo. Una vez le pasó
lo mismo pero en la cocina, con una cacerola donde se hervían papas. La chica
miró a la abuela y ambas sonríeron, burlonas. “Venga conmigo, Tomy, venga con
la abuela.” Mientra acaricia al perro mira hacia la puerta, curiosa. La nena se
levantó y se acercó para ver si escuchaba algo. Parecía que alguien estaba
llorando pero, si se trataba de un llanto no pudieron confirmarlo ya que fue
tapado por el timbre del teléfono. “Nena, andá vos, parece que tu mamá está
ocupada.” Se oyó un portazo. “Víctor querido, si estuvieras aquí, conmigo, en
este momento. Aunque ya lo sé, podrías decirme que la necesidad tiene cara de
hereje, ya que justo pienso en vos, cuando te necesito.” La chica atendió el teléfono y la abuela subió
al perro consigo y empezó a acariciarlo, mientras no perdía pisada a lo que
sucedía allí nomás, a unos metros. Ella le arrancó el tubo. “Mocosa de mierda,
dame, es para mi.”Luego escucha largo tiempo mientras se demudaba. La abuela
enarcó las cejas, preguntando en silencio. “Una mujer. O un hombre, no sé.” La
madre, a pesar del susurro la escuchó. A veces tenía ganas de pegarle, sobre
todo cuando hablaba entre dientes o jugaba con las respuestas con cara de
inocente, en medio de la sonrisa burlona de la abuela y los ojos crispados de
la madre. Ufa. Le sacó la lengua bien grande, total la otra tenía la cabeza
como perdida. Afuera, más tarde hacía frío. “¿Le avisaron a la mujer?” La voz
de la vecina sonaba curiosa, con una preocupación innecesaria y gratuita. Se
refería a la verdadera, claro. El salón
está casi vacío. Seguramente los amigos vendrán más tarde, por la noche, cuando
dejen de trabajar. “Si, la otra está enterada, claro.” En definitiva había sido
su esposa legal y hasta lo había hecho padre. “ Cómo no le van decir. Además, viviendo tan cerca, a tres cuadras, igual
ella seguramente, a la larga, se va a enterar.” La chica volvió a sentarse a la
mesa y con la abuela cruzaron un gesto de complicidad, de curiosidad sobre todo. La vieja volvió a
pensar en él, diciéndose que ella también había sido joven de ahí el deseo que
había tenido hacia el marido de su hija. “Y no se le ocurra venir. Él pudo muy
bien estar sin usted en todos estos años. Si se acerca, le aviso, puede pasar
un mal rato.” La voz sonaba fuerte; casi
se entendía todo, aún sin querer escuchar
nada. Entonces colgó el teléfono. No quiso oír más. Pensó en Víctor, otra vez.
Fue hacia la cocina y abrió la heladera. Cualquier cosa antes de seguir enfrentando
a su hija y a su madre. “Esas dos brujas.” En el velatorio, más que el muerto, el
otro asunto parecía ser más importante. “¿Esa sabía que el marido vivía tan
cerca, con otra?” Al sacar la botella de agua fría, ésta se resbaló de sus
manos y se cayó al piso. “Nena, ¿qué pasó?” Cuando vino Víctor, a la noche,
antes de comer, ella llorando le contó todo. “Yo ya lo sabía. Todos en el
barrio conocíamos tu historia. A mi no me importó. Cuando me enteré de que te
gustaban los boleros, lo mismo que a mi, pensé que lo otro te incumbía a vos
solamente.” Y así fue, de esa manera. Está llegando el invierno, se nota por la
luz. La vieja va por la calle, le gusta pasear, sobre todo desde que quedó
sola. “Bueno, ahora no tiene necesidad de disimular su relación. Total, ya es
viuda. Menos mal, tanto cuidado y tanto tiempo ocultándolo. ¿Para qué? Para
nada. Si todas, hoy en día hacen los mismo y ninguna se aflige. Yo no, no es mi
caso, yo tengo que callarme.” La chica se acostó tarde, mirando televisión se
le pasó el tiempo. Total la madre había salido. “Ya vuelvo.” A la noche se
despertó y sintió que un líquido caliente transcurría lentamente. Luego
comprobó que era rojo. Parece que esa noche era especial, por lo diferente. Sucedían
tantas cosas. A todo esto hay que decir que en la sala velatoria el ataque de
nervios fue tan grande que tuvieron que
sacarle, arrancarle más bien, por la fuerza, los brazos que se adherían al
cajón mientras lloraba con desesperación. Dos muchachos la pusieron en la
calle, a los empujones. “Caradura, ahora te acordás de venir. Un poco tarde ya,
además, enterate, hace rato que para él no existías. Siempre le diste risa. O
lástima. A la que verdaderamente quiso fue a mi, estúpida, sabelo.” La voz de
la otra viuda sonaba enérgica. Una vecina asintió y otra rió abiertamente. A
los tumbos, como ebria, volvió para su casa. “El destino. Eso, es mi destino
que está marcado. Como me dijo esa, la que me tiró las cartas en esa fiesta.
Claro, no le hice caso y mirá vos.” Ufa. “Qué lástima, ya volvió, se acabó la
tranquilidad.” A la mañana habló con su abuela. “Nena, ya sos mujer, te vino la
regla.” Había alegría en las palabras. “La vida te da sorpresas.” Es cierto,
hay de todo. Lo que el espejo reflejaba era una cara ajada y triste. Era como
una mala noticia que vino de golpe, sin avisar. Ahí empezó todo. La chica
también frecuentaba al espejo mientras reflexionaba con muecas de alegría.
Claro, si todos los muchachos la perseguían. De la otra parte había boleros.
Tristes, tan tristes que con el tiempo
hasta dejó de pensar en ellos. Cuando la nena creció un poco más, a los quince
años tuvo un hijo y se fue de la casa. A la abuela le vino una neumonía y murió
una noche, mientras dormía. Nadie la extrañó demasiado. Víctor se mudó y la
llamaba por teléfono, hasta que un día se cansó. Ella, no él. Ahora vive ensimismada,
el pelo se le está poniendo blanco y duro y está, en general, como descolorida.
“Al mal tiempo buena cara.” Lo m ira a Tomy que está muy viejito y renguea de
una pata. A la casa le falta pintura, también ha envejecido; el amarillo patito
se ha vuelto gris. Si se quiere, una rareza.
Habría
mucho más para contar pero uno se cansa quizás y también se pregunta para qué.
Buenos Aires, Mayo de 2010
“BOLERO”
El encuentro fue accidental, en un
cumpleaños, en casa de un amigo común a ambos.
Él la vio enseguida. Una cara muy blanca, con
una negra cabellera enredada en un
pañuelo rojo.
“Que notable, yo que siempre pensé que para
enamorarse la gente tenía que conocerse y que las relaciones profundas, más
allá de la inmediatez del deseo, se daban solamente luego de un largo
conocimiento”.
La miró intensamente y de inmediato se dio
cuenta de que ya había amor.
Ella estaba distraída contando sus vacaciones
en el Caribe. Hablaba en general, para todos, entre risas y bromas. En el
momento del brindis, cuando lo miró directamente a los ojos, también sintió la
perturbación de esa mirada honda y transparente.
“Una mirada penetrante;
hace mucho tiempo, desde la adolescencia, que no sentía que unos ojos podían
conmoverme tanto”. Se arregló el pelo y le sonrió.
“En la vida hay amores que nunca pueden
olvidarse,”
Luego de un tiempo de encuentros fugaces,
breves y placenteros, lo decidieron. Él abandonó a la mujer con la que había
convivido muchos años y ella cambió su pequeño departamento por uno más grande
para vivir juntos. Se casaron e hicieron una pequeña reunión, plena de alegría,
para los amigos. Eran tan felices que de inmediato se instaló en ellos la idea
de tener hijos, ya que ambos separadamente siempre lo habían deseado pero
ninguno de los dos había satisfecho esa esperanza.
“Imborrables momentos que siempre guarda el
corazón,”
El tiempo, mejor dicho, las horas compartidas
descubren, casi siempre, aspectos desconocidos en las personas que decidieron
cambiar una vida más rutinaria por otra diferente, aventurándose en lo
desconocido.
Un domingo, como lo hacían habitualmente, desayunaron
juntos. El cielo de un celeste diáfano bañaba el pequeño patio donde habían
instalado la mesa para los días de verano. Él, sentado, leía relajadamente el
diario cuando ella vino con la bandeja. Después distribuyó las tazas y sirvió
el café, solo para él y con leche para ella.
Ambos se miraron y sonrieron.
La mujer tomó una tostada y la untó con
manteca y con mermelada de frutillas, su preferida.
El hombre terminaba con la página deportiva
cuando percibió el crujido, que sonó fuerte y nítido.
Levantó un poco la vista y la miró de reojo. La
boca de ella se había convertido en una maquinaria trituradora; masticaba sin
cesar; sus mandíbulas iban hacia delante y hacia atrás y también se desplazaban
a derecha e izquierda. Devastaba el pan crocante dentro de su boca hasta que
decidía tragarlo, siempre con la mirada perdida y somnolienta. Luego mordió
otra vez y repitió la operación esta vez más ruidosamente, mientras su cara se
transformaba con extrañas gesticulaciones.
El hombre dejó el diario sobre la mesa, se
levantó y fue hacia el baño. Se detuvo frente al botiquín mirándose al espejo.
“Porque aquello que un día nos hizo temblar de
alegría”
Una mañana de invierno se levantó
malhumorada. Estaba sola; él hombre ya había partido hacia el trabajo como lo
hacía habitualmente, bien temprano. Ella había dormido mal ya que se había
despertado a cada rato merced a los discursos de él quien, en sueños y varias
veces había hablado incoherencias en voz alta. No era la primera vez que esto
le sucedía. La semana anterior fueron sus molestias estomacales las que,
expresadas en eructos y otras manifestaciones más desagradables aunque normales
la habían sobresaltado, provocándole además, una sensación de fastidio primero
y de rabia después.
Coincidentemente y a partir de esos pequeños
detalles, a los que se agregaron otros, nimios quizás, empezaron a perder el
diálogo, encerrándose cada uno en sus propios monólogos interiores o rumores internos dedicados a las críticas de
uno hacia el otro.
Salió de la cama y entró al baño. Se detuvo
frente al botiquín y se miró al espejo.
“Es mentira que hoy pueda olvidarse con un
nuevo amor”.
En la farmacia, ella vendió una tarde un
remedio antidepresivo sin la correspondiente receta. Otra empleada, que antaño
había sido su amiga lo descubrió y el dato llegó muy rápido a oídos del
encargado del control de los psicofármacos quien, aparte de acusarla de
irresponsable, la amenazó con efectuar la denuncia correspondiente. Finalmente,
luego de ruegos y llantos, logró que la perdonaran y el episodio fue olvidado
siempre y cuando el cliente, que era un viejo conocido, no tomara decisiones
descabelladas y el problema se magnificara con un desenlace grave o trágico.
“He besado otros labios buscando nuevas
ansiedades”
En cuanto a él, sus preocupaciones y
desasosiego derivaron en la pérdida de la venta de dos automóviles en la
agencia donde trabajaba. Si bien se disculpó ante sus jefes diciendo que era la
primera vez que le sucedía, que estaba nervioso, que vivía un mal momento y
otros argumentos que para él sonaban convincentes, decidieron trasladarlo a la
Sección de Usados, esta vez para tareas administrativas. Tuvo, por supuesto,
que soportar el beneplácito de sus compañeros más jóvenes, que estaban
decididos a escalar posiciones y, sobre todo a obtener más comisiones, ante la
ausencia de un vendedor menos.
“Y otros brazos
extraños me estrechan llenos de emoción,”
La convivencia comenzó a ser más difícil. Ya
no se trataba de la tolerancia por los ruidos supuestamente naturales en
aumento que cada uno provocaba, sino que aparte de estas manifestaciones habían
aparecido otras menos espontáneas y más desagradables dadas las intenciones con
que se daban.
En medio de la noche ella se levantaba y
encendía el lavarropas mientra escuchaba la radio o se hacía gárgaras con
bicarbonato para aplacar su dolor de muelas a veces, o de garganta otras, según
explicaba por teléfono a sus amigas.
Las botellas de vino y de cerveza se
acumulaban en todos los sitios de la casa. Él había tomado el hábito de beber
profusamente, alegando, en voz muy alta ante un amigo y vecino, que lo hacía
por sus problemas estomacales, según le había indicado un médico naturista.
Los muebles
cambiaban de lugar y los objetos personales que cada uno buscaba habían
desaparecido de los sitios habituales y se encontraban en los lugares menos
indicados y más insólitos. Un par de zapatos en la heladera, un cepillo de
dientes dentro de un frasco con aceitunas, el sachet de mayonesa en el sitio de
la espuma de afeitar, aparte de la pareja de palomas recogidas en la calle y
que ahora convivían en el dormitorio. Y
muchas otras cosas más. Y ninguno de los dos se adjudicaba la autoría de estos fenómenos.
Fue entonces, que cada uno comenzó a tomar
caminos personales y diferentes y a relacionarse con otras personas buscando
alejarse de aquello que les complicaba la vida en lugar de hacerla placentera lo
cual, llegado a este punto, era pretender demasiado.
“Pero solo consiguen hacerme recordar los
tuyos”
Todo iba de mal en peor, bajo una rutina
silenciosa y tensa. Se volvieron hoscos y agresivos entre sí.
Una noche, al volver de su trabajo, ella estaba
de espaldas a la puerta hablando por teléfono. “...Te lo repito, tenemos que
organizar una intensa movilización para asegurar e imponer, en las calles y con
las grandes masas, nuestra voluntad popular…Bueno, sí compañero después te
llamo…chau, nos vemos.” Colgó el teléfono y fue hacia el dormitorio.
Él permaneció un rato quieto y estupefacto. No
podía entender lo que había escuchado. Entró a la cocina, volvió con una
botella de vino y un vaso y se sentó a la mesa. “¿Qué le pasa, esta mujer se
volvió loca, desde cuando se dedica a la actividad política? ¿Y de dónde salió
ese que llama compañero?”. Haciéndose preguntas sin cesar y mientras se servia
vino, su cabeza daba vueltas de un lado hacia el otro, pensando, mientras el
líquido se derramaba por el vaso, atravesaba la mesa y llegaba hasta el piso.
Recién cuando la botella quedó vacía se dio cuenta de lo que había hecho.
Fue al baño y se miró al espejo. “Esto no va
más”.
Salió y se cruzó con ella quien también se
dirigió al tualé, luego de pisar, indiferente, el charco de vino.
La mujer, viendo su cara en el espejo, hizo un
gesto de fastidio. “Esto se acabó”.
“Que inolvidablemente vivirán en mi…”.
En la audiencia de conciliación ella
manifestó que él la estaba volviendo loca con sus malas costumbres. El Juez,
entonces, sin decir nada miró al hombre. Este dijo que él tenía serios
desequilibrios emocionales gracias al errático comportamiento de su mujer.
Ambos se miraron duramente.
“Está bien, incompatibilidad de caracteres”.
El Magistrado, a modo de final y de despedida estrechó la mano de cada uno.
En la calle, bajo un cielo nublado y gracias
a una llovizna suave y leve, la ciudad había adquirido un aspecto romántico y
relajado.
(“Inolvidable”.
Letra y música Julio Gutiérrez).
Buenos Aires, Octubre de 2009
“FUTURO”
La entrevista con la asesora, una mujer
amable, elegante, educada. ya había finalizado. Ahora estaba sentada en la antesala
del Gerente de Relaciones Humanas. Un lugar vidriado, impecablemente
alfombrado, con una mesa baja de cristal y sillones amplios y cómodos; seis
cuadros, todos del igual tamaño enmarcados en gris acero, color que provocaba
una leve diferencia con el color sepia predominante en el salón. En dos ángulos
del mismo, dos cámaras pequeñas de seguridad y control. Se oía una música suave
y relajada, sin sobresaltos ni altibajos. Un ambiente equilibrado, donde era
imposible imaginar que ese sitio era solo una parte de los quince pisos de la
Empresa.
Sobre la mesa, un jarrón largo, también de
cristal, con dos azucenas, una, casi ya decidida a
marchitarse. La joven tocó tímidamente uno de los pétalos cuando se
abrió la puerta del despacho.
El hombre era medianamente joven, prolijo,
vestido con un traje de corte impecable. Sonreía mientras hablaba. Ella estaba
sentada frente a él, casi en el borde de la silla. Él miró en la pantalla de la
computadora, en silencio. Luego la miró abiertamente, a los ojos.
-Bien, Marcela, tome el café mientras yo leo
el informe correspondiente a su solicitud.
“Casado, con hijos, chicos todavía, casi
llegando a la adolescencia. Su mujer seguramente es elegante, educada, circunspecta.
Debe vivir en un lugar tranquilo, con vecinos amables e indiferentes y de
hábitos caros. No, ha de tener una casa, quizás en un country, rodeada de un
gran jardín y una cochera para dos, tres, cuatro autos, por lo menos.”
Él se movió ligeramente en su sillón, la miró
brevemente, tomó un vaso de agua, después sonrió y continuó con la lectura.
“Miro alrededor y empiezo a sentir un poco de
pánico. El lugar es demasiado aséptico y ordenado, como el de una clínica de
lujo. No hay ningún toque personal que se acerque a lo cotidiano y humano.
Salvo, quizás, ése porta retrato sobre el escritorio. Pero solo lo ve él, si es
que a veces lo mira. Tal vez se trate de su familia, aunque quizás no, puede
que sea un jugador de fútbol, el presidente de la empresa o un premio ganado en
un torneo de golf o de tenis… ¿Y esos monitores? Muestran diferentes imágenes,
seguramente de distintos sitios del edificio. hasta de los tualés,
seguramente…”.
Había también otras cámaras instaladas en
distintos lugares que la muchacha descubrió más tarde.
-Bien, señorita, veo que usted es muy joven…La
edad justa para un buen comienzo. ¿Qué la indujo a escribirnos?
-Quiero trabajar, lo necesito.
-Excelente respuesta; la justa.
“¿Qué esperaba que le dijera?” La muchacha se
acomodó en el asiento, ahora más relajada, dispuesta a escuchar.
-Como usted sabrá, señorita, nuestra Empresa
es líder mundial…
“Ya veo que me estoy metiendo en una jaula.
Este que tengo aquí enfrente, seguramente no sabe quien es ni quien lo manda ni
que beneficios obtiene realmente para su vida personal, para su felicidad sería
mucho decir. Un escritorio enorme, digno para un importante plan de operaciones,
tecnología por donde se mire, vidrios que espían a los otros y a él mismo y un
amo supremo ¿Dios? que nadie sabe donde está ni quien es. Un idiota como tantos
otros. No sé si soy mala al pensar así. Seguro que tiene una mujer e hijos; nietos
todavía no. Los imagino divirtiéndose en autos lujosos, de marcas caras y
colores restallantes. Sus padres, muchos viajes a Nueva York, a la Polinesia,
al Caribe, a cualquier lugar que no ostente pobreza… En la esquina de mi casa
no, allí no pisarían. Los cuernos los disimula con estéticas anuales o bimestrales;
lo mismo que ella, rubia y lacia, mirando a cualquier tipo que se le cruce,
aquí no importa su condición, solo su bragueta, total para estilo y fineza
tiene su casa, sus amigos, su peluquero favorito, los shoppings y toda la
mierda que se le cruza por su angosto sendero; cualquier cosa menos algo
verdadero o auténtico…”
-Haremos un período de prueba de tres meses,
durante los cuales, estoy seguro, nos mostrará su eficiencia. Veo que está
preparada para las mediciones, el marketing exige…
“No me veo enjaulada en esta cripta de
faraones, pero, por otra parte si no cumplo me matan, me echan de casa y esta
vez va en serio. Papá ya me lo dijo, y ella también. Tengo a mi favor que están
habituados a mis rarezas, como ellos llaman a mi forma de vivir. Son, somos
pobres como ratas, pero están convencidos que tocarán el cielo si la nena entra
en un lugar así; como los que ellos ven en la tele, con gente con cara de
periodistas de noticiero, con modales, con un hablar educado aunque no sepan lo
que dicen. Plástico puro, como éste que tengo aquí adelante que no para de
hablar y de sonreír estúpidamente… Ya ni sé lo que está diciendo. Seguro que
mientras me mira piensa en el nuevo auto importado que se comprará con el
aguinaldo, el sobresueldo o las regalías o también debe fantasear con las minas
que busca y que a veces encuentra, plata de por medio…”.
-A la Empresa no le interesa su vida privada,
siempre y cuando, naturalmente…
“Pasaría la vida intentando ser la reina del
consumo comprando descartables; hasta convertirme yo misma en un objeto igual,
pero con más impurezas porque a veces se me daría por pensar, entonces ahí
sobrevendría el terror, el miedo de descubrir que puedo ser una persona única,
diferente y es en ese momento cuando
tendría que hacer el esfuerzo supremo que me aleje del peligro; que me de la
debilidad de juntar fuerzas para evitar toda idea propia que me pueda entrar en
la cabeza y que me aparte del sublime camino trazado para consumir basura para
las arrugas, la celulitis, la ropa supuestamente elegante o el celular recién
salido de la cabeza de un maníaco, todo lo que seguramente me induciría a llegar a la meta más preciada: ser eterna,
eficiente y joven a fuerza de cosméticos de buena marca hasta llegar a las
siliconas. Todo eso se contagia; se entra dentro de un tacho de basura que
huele a mierda; pasaría a tener la forma de un frasco de perfume para gente vip pero menos preciado que
el arreglo de plantas de la entrada de este edificio, con los suficientes
méritos ganados para soportar a otros imbéciles como éste, tal vez más jóvenes
y más miserables, preocupados por sus
músculos y su pistolas y también por el bulto de los otros, en ese mundo de
machos asexuados, afeminados, cobardes frente a la vida y dispuestos a
apoltronarse en un cómodo sillón acatando órdenes de alguien a quien no
conocen; a un cerebro encerrado en una máquina, a ese Dios que los gobierna,
los somete, los ama y los injuria …”
-…claro que creemos en las acciones
individuales que sirvan al crecimiento de nuestros emprendimiento los que,
naturalmente son fuente de creación de trabajo en todo el mundo; es por ello
que no convalidamos con la idea de asociaciones ajenas a nuestra voluntad
social…
“Ahora sé que no sé de que está hablando, solo
veo que su boca se mueve . Lo miro sin verlo y lo escucho sin oírlo. Es solo
una sombra borrosa que se evapora. No, no, no”
La muchacha comenzó por quitarse el abrigo,
luego se soltó el pelo, más tarde se sacó los anteojos y miró al hombre
fijamente. Éste dejó de hablar y también la miró.
-¿Señorita..?
-Nada, señor, le temo a la muerte.
El hombre la volvió a mirar, esta vez
desconcertado. Ella sabía que había mil ojos que la estaban observando. Mejor.
“Una muchacha desnuda nada en el mar”. Recordó unos versos que había leído
alguna vez mientras, lentamente se quitaba la blusa. “Un hombre barbudo camina
sobre el agua”.Lentamente realizaba la operación ante la mirada atónita del
hombre.
Se abrieron las puertas del despacho y
entraron dos hombres y una mujer, quienes se le acercaron rápidamente. La mujer
tapó a la muchacha mientras, con tranquilidad, la trasladaban hacia afuera. “¿Dónde
está la maravilla de las maravillas?”.
Ya en la calle miró hacia arriba. No dio
vuelta su cabeza para ver lo que dejaba detrás.
Volvió sus ojos hacia el cielo y pensó en un
caYa aparecería, se dijo.
“¿El milagro anunciado más arriba?”
La Caleta, Noviembre de 2009
La Caleta, Noviembre de 2009
“GENTE EN LA NOCHE”
A veces, uno ríe porque si, a carcajadas.
La primera vez los ruidos la despertaron pero
no se sobresaltó. La cama estaba caliente y la mujer se arrebujó aún más. “El
invierno está afuera”, pensó. Y volvió al sueño.
El edificio estaba silencioso, levemente
iluminados los pasillos, al punto de mostrar unas baldosas que brillaban, casi
como mojadas.
La segunda noche volvió a despertarse. Fue ese
sonido arrastrado que atravesó el piso,
de uno al otro extremo. “Qué ganas de joder, ponerse a barrer a estas horas”.
El reloj marcaba casi las dos y media.
Encendió
la luz y tomó el vaso con el agua del vaso que todas las noches aliviaba su
boca seca. Tosió, cambio de costado en la cama y se dispuso a dormir. En ese
momento se escuchó el golpe seco de una puerta contigua que se cerraba.
A la mañana, no más de las nueve se despertó
dispuesta a comenzar la jornada.
Consultó el almanaque. “Esta dijo que volvería
de las sierras en los primeros días de la semana siguiente. Para qué tener
hijos, para qué…”
Luego
lo de siempre, lo habitual. Unos mates mientras escuchaba la radio, después una
ligera ducha y una llamada, también
habitual, a Norma una de sus mejores amigas. Más tarde hizo las compras,
conversó con el portero, almorzó, durmió la siesta, miró la tele, se asomó al
balcón, preparó otra tanda de mate y lavó los platos del mediodía, curioseó por
la ventana, una dos, tres veces, o más muchas más; al rato llegó la hora de la cena, después de nuevo
televisión y, al acostarse alrededor de las diez, encendió la radio y se durmió
apenas comenzado el informativo.
Una vida tranquila, se diría. La vejez con la
felicidad de la rutina.
Como a la medianoche se desató una tormenta.
Truenos y uno que otro relámpago y después, la lluvia. La mujer sintió el placer
de estar donde estaba, en la intimidad de sí misma, escuchando la música que le
ofrecía la naturaleza. Aprovechó para apagar la radio que había quedado
encendida y entonces, cerró los ojos y se entregó al sueño.
Unas
ráfagas la despertaron. Miró la
hora. La dos y treinta pasadas. Nuevamente ese ruido de algo que se arrastra,
eso que ella confundió con ráfagas. Se levantó fastidiada y fue hacia la
puerta. Tuvo la intención de abrirla pero se contuvo. No era hora de hacer eso.
El peligro, pensó. En cambio, miró por la pequeña mirilla. Estuvo acechando un
rato hasta que descubrió una sombra gris que pasaba y que hacía fuerza con algo
pesado, que transportaba ayudándose con una soga.
“Qué la parió” dijo, descontando que se
trataba de una mujer. “No es hora para
hacer bochinche”, comentó casi en voz alta.
Luego volvió a la cama. “Mañana hablaré con Víctor, el portero”.
El día amaneció luminoso. La luz entraba por
la ventana del cuarto y nada hacía pensar en la lluvia de la víspera.
Todavía en la cama, llamó a Norma.
-¿Sabés que hay una loca que se pasea por las
noches por los pasillos? No sé quién es. Además, creo que barre. A esas horas.
Más tarde, a la salida para hacer las compras,
se encontró con el portero.
-¿Sabe que hay una loca que se pasea por las
noches por los pasillos? No sé quién es. Además, creo que barre, a esas horas.
El hombre la miró, desconfiado.
-En su piso no hay nadie. Los González están
de vacaciones, en la costa. Y Herminia, su vecina, murió hace tres meses, unos
días después de que usted se mudara.
-Bueno, hablaré con mi hija.
Ahora el desconcierto nubló la mirada del
portero.
-No sé de que habla.
Y sin más el hombre continuó con la lustrada
de los bronces.
-O con
Norma, mi amiga del alma.
Esto último lo dijo a regañadientes, la boca
apretada.
El hombre estaba vuelto de espaldas,
silbando.
Esa noche, la siguiente, estuvo atenta. Pero nada, la obscuridad transcurrió sin
novedades. Cuando la claridad despuntaba recién se durmió, tranquila y
relajada.
Por la mañana, cerca del mediodía la llamó su
hija. Conversaron un largo rato, sin mencionar nada en especial. Al final de la
llamada, a punto de cortar, la muchacha le informó que su estadía en las
sierras se prolongaría una semana más, dado lo bueno del tiempo y lo bien que
eso hacía a su salud, siempre debilitada por los problemas respiratorios
padecidos desde la infancia.
-No, Norma, déjame terminar. Ella siempre saca
el tema de su salud, como si yo fuera la culpable…E insiste, insiste, como si
yo no me diera cuenta de que, de alguna manera todo el tiempo me está haciendo un reproche tras otro…Creo que piensa c0mo su
padre y entiende que me haya abandonado después de tratarme de loca, así es, una loca que todo el tiempo estaba imaginando
cualquier cosa… Claro, a él le convenía que sus aventuras extras entraran
dentro de mis fantasías, al punto de convencer también de eso a… la idiota de mi hija. La estúpida no se da
cuenta de que su madre está vieja, de que no tiene ganas de nada, que solo…que
solo está alimentada por el odio…Hacia todo.
Ahí hizo un esfuerzo para contener el llanto,
ese llanto que nunca salía.
-Bueno, querida, perdóname, suena el timbre,
después te llamo. Un beso.
“La estoy cansando a Norma, me doy cuenta.
Ella también es idiota.”, entonces colgó el teléfono, fue hasta el baño y luego
se metió en la cama.
Tardó en dormirse.
“¿Para qué esta vida, sola, aburrida, viendo
como los demás se divierten, como se agitan, como ríen? Solo hay que tratar de
imaginar, de recordar, como era antes
cuando tenía una familia… No, mejor no, mejor es pensar en Norma, que tuvo la
suerte de tener un marido como la gente, que la respeta, que ni siquiera
pretendió que ella le diera un hijo…Ella lo manejó bien, para eso no es tonta,
nada tonta. En cambio yo…Una hija, para
lo que sirve mi hija… Para irse, olvidarse de que existo, para vivir mintiendo,
inventando cosas para hacerme sufrir… Lindo ejemplo, el de ésta, que seguro que anda por ahí de cama en cama y que
se enferma solamente cuando la mamá…la
mamita la ve, cuando la tiene delante de su ridícula nariz…”
Finalmente, el sueño llegó.
Esta vez era como si arrastraran un viejo mueble destartalado a punto de
sucumbir, con los peculiares chirridos de la madera seca, casi para quebrase.
Se sentó en la cama, sobresaltada.
Los ruidos parecían ahora amplificados, es más, ahora se habían sumado unos golpes
duros, como de martillo que, rítmicamente, acompañaban el andar de unos pasos torpes.
La mujer se levantó tratando de no hacer
ruido. Cada vez le costaba más moverse con ligereza, ahora necesitaba más
tiempo y el esfuerzo de una voluntad también más trabajosa de conseguir.
La sombra atravesaba el pasillo. Era una
mancha oscura que se deslizaba trabajosamente.
La mujer abrió aún más la pequeña mirilla de
la puerta. Afuera, la sombra se detuvo. Giró su cabeza y miró directamente al
ojo que la espiaba. Dentro, la mujer retrocedió, luego tomó fuerzas y volvió al
visor. Del otro lado encontró una sonrisa que la luz velada del pasillo hacia
aparecer como una mueca. Otro retroceso
y unos pequeños golpes en la puerta.
-Abra, por favor, soy inocente y la necesito. Sabe
que sin conocerla… casi siento aprecio por usted.
Una luz brillante invadió el cuarto. Ella fue
hacia la ventana; afuera parecía que el sol había salido. Confundida, corrió
las cortinas y apareció la noche, tal como debía ser. Se llevó la mano a la cabeza y descubrió que
tenía el pelo mojado y que por las mejillas corrían hilos de agua tibia. Permaneció
quieta en medio de la habitación. Afuera, ahora, reinaba el silencio. Espero un
rato y volvió a la cama, sentándose en el borde. Al apoyar el vaso sobre la
mesa de luz éste se volcó, derramando el agua sobre la pequeña alfombra de
dibujo persa. Pero ella no pensó en eso, no le importaron ni el vaso ni el agua
ni los arabescos del tapete. Solo dormir. Y las cuatro
pastillas
hicieron el milagro.
-Hola Norma, sí me acabo de despertar, ya sé
que son las doce, anoche dormí mal. ¿Qué decís, que te llamó mi hija? ¿Y por
qué a vos? Ella tiene madre… ¿Qué no
pudo comunicarse conmigo? No, no escuche el teléfono. ¿Cómo? ¿Y a dónde
va? ¿Sola, a Chile? ¿Qué me escribirá,
cuándo? Sí, efectivamente muchas preguntas, una vieja preguntona. Claro, no
sabés, hasta luego Norma, no hoy no vuelvas a llamar. No me gusta que se
entrometan en mi vida. Quiero tranquilidad. Y silencio.
Pasó todo el día en la cama. Casi sin comer,
exhausta su cabeza, su cuerpo peor. Llegó la noche y fue hacia la cocina para servirse vino Esa
noche bebería. Tal vez por ese lado vendría el alivio. Al pasar por el living,
se fijó en la foto de su marido encerrada en un marco de peltre. Lo tomó y lo
partió en mil pedazos ayudándose con el mango de un cuchillo.
Esa noche cambió de camisón, era jueves y
correspondía hacerlo. Eligió el viejo, el del canesú bordado.
Luego tomó el teléfono. Un llamado breve.
-Sí, Norma, no me llames más. Porque no
quiero. Sí, última vez, ahora entendiste. Muchas son las cosas que me
ocultaste. Sufrí por ello. Sí, estoy loca, si vos lo decís es así. Adiós.
Se despertó. Sabía que ya era la hora. Tenue
al principio, más fuerte después, comenzó a escucharse. Ella se incorporó en la cama, esta vez más
decidida. Sin encender la luz fue hacia la entrada. Apoyó la oreja sobre la
puerta y luego miró por la mirilla. Afuera estaban mirándola los ojos de la otra.
También encontró nuevamente esa sonrisa
o ese rictus. Abrió la puerta con
sigilo.
-Querida, a nuestra edad tenemos que
arreglarnos un poco más. Pintarse la boca, por ejemplo.
Dicho esto le tendió la mano. La mujer
atravesó la puerta con suavidad hasta quedar junto a la vieja.
-Es usted muy bella todavía. Espero que me crea.
Soy sincera. Recuerde que fui su vecina, aunque por poco tiempo.
Entonces sonrieron, una después de la otra.
-Venga, acompáñeme.
La mujer la miró turbada.
-Pero…estoy con el camisón puesto.
La respuesta vino rápida.
-No importa, el trayecto es corto hasta abajo,
son solo ocho pisos y el pasillo brilla tanto que nos deslizaremos rápidamente.
Créame. Ahora, ayúdeme con esto.
La mujer tomó la soga atada al bulto.
-Vamos, arrástrelo con ligereza. Recuerde que
nos conocemos. Y que la quiero. Y que es usted quien me necesita ahora.
La noche sucedió, como siempre. A la mañana
siguiente, temprano, al hacer la limpieza el portero se sorprendió cuando al
pasar frente al único departamento ocupado en el octavo piso vio que la puerta estaba abierta.
La mujer estaba sentada en el living. Tenía un
espejo en una mano y con la otra estaba pintándose los labios. Miró hacia el
hombre y sonrió.
-Buen día. ¿Quién es usted, cómo me ve?
Fue entonces que soltó la carcajada.
Buenos Aires, Agosto de 2013
“HOY LLEGA”
-Mi hijo fue a buscarlo.
Seca los platos, la vecina a su lado,
indiferente, mira la tele.
-Te hablé, te dije que hoy llega.
La otra la mira, sonriente.
-Claro que te escuché; estarás contenta.
Le gusta ayudarla. Se acerca a la pileta de
lavar y toma los cubiertos para secarlos. A pesar de que la dobla en edad es su amiga y vecina; la siente también como a
una segunda madre a veces, otras como a una abuela; solo que, en este caso es
diferente, los casi noventa años de la vieja y la madurez plena de la más joven
han creado una amistad diferente, otro tipo de relación, más libre.
-Y sí…Hace tanto que no lo veo…Apagá la tele,
querés
La vecina hace lo que la mujer le dice.
-¿Cuánto hace qué no lo ves?
La mira con fijeza y piensa antes de
responder.
-Muchos años, casi
toda su vida; desde que se fue con el padre. Después me volví a casar, nació
Eduardo, luego enviudé también del segundo; pero del otro, del primero, no pude
olvidarme.
Esto último lo dijo casi para sí misma. La
vecina vuelve a sonreír.
-Me imagino las ganas que tenés de verlo, yo
misma me muero de curiosidad.
Ahora es la vieja quien sonríe.
-Sos preguntona, eh. Se crió solo, creo. El
padre murió joven, allá.
-Averiguo porque te quiero, sabés.
La besa y se va. Percibió algo incómodo,
colado en el aire.
Ha tomado ya la autopista rumbo a Ezeiza.
Llegará rápido, como una hora antes de la llegada del avión. “Esperaré sentado
en cualquier sitio o dando vueltas; un café allí es un robo. ¿Qué le habrá
picado a éste que se le ocurre venir? Cuarenta y dos años ausente, no lo conocemos, ni por fotos, poco y nada de comunicación en todo este
tiempo; todo lo que sabemos de él es por amigos o conocidos, que tampoco
lograron encontrarlo, solo se comunicaron por teléfono, pasa que éstos que
viajaron le contaron a mamá. Pobre
vieja, se ilusionó, para los noventa estaría también su hijo ausente. Bueno, no
cualquiera cumple esa edad. Menos mal
que viene solo, sin su pareja, su familia o lo que tenga. Justo por éste vengo
a perderme el partido, en el bar se deben estar preguntando por mí. Pero bueno,
finalmente se trata de mi hermano. Mierda, otro peaje”.
El auto se detuvo esperando su turno para
pagar. “¿Cinco pesos para pasar? Flor de chorros, eso son”.
La mujer duerme ahora; es su siesta obligada.
Fermín, su mascota tan querida, su perro está
a sus pies, como siempre. El silencio es casi absoluto en el edificio,
salvo las pocas veces que el ascensor sube o baja, pero eso es habitual, no es
un ruido; igual que sus ronquidos, todos los días.
Poe las dudas, nunca se sabe, ella pone un
papel que dice “Siesta” pegado en la puerta, no vaya a ser que alguno venga a
interrumpirla.
-¿Sabés que hoy llega el otro hijo de
Clotilde?
El hombre no levantó la cabeza de su plato.
Cuando come no le gusta hablar y eso irrita un poco a su mujer.
-¿Ah, sí? ¿Y desde cuándo tiene otro hijo?
Ella se levanta y va hacia la heladera a
buscar mayonesa.
-Desde siempre; solo que no vive aquí, se fue
de muy chiquito.
-¿Ah, sí? ¿Y adónde?
La mujer se sienta nuevamente a la mesa
mientras el marido sigue concentrado en la comida.
-A Grecia, creo.
-¡Ah, sí? ¿A Grecia? No me creo mucho esa
historia. Esa señora, tan amiga tuya, no me gusta nada; es un poco charlatana
y… rara.
Se produce un silencio. Luego, ella tira su
servilleta sobre la mesa y da por terminada la cena.
En el aeropuerto avisan que el avión acaba de
aterrizar. Eduardo se incorpora –finalmente se decidió por un café- y va hacia
el sitio de arribo de pasajeros. Tiene para un rato todavía, pero su ansiedad
ha crecido con la espera, seguramente acentuada por el incesante tránsito de viajeros,
valijas, gente que espera y gente que se va, idiomas diferentes.
“Cómo habrá salido el partido. En este lugar
no hay un puto televisor; solamente todas esas pantallas que anuncian los
vuelos. Podría preguntarle a alguien, a
ese muchacho que está ahí, el de verde, pero no sé, no me atrevo, parece estar
en otra cosa…Claro, con la piba que tiene al lado…”
Saca un papel de su bosillo para tenerlo a
mano. En letras muy grandes se lee “Sebastián Noriega”.
La anciana se ha levantado de su siesta. Dos
horas como siempre. Ahora está como nueva. Se lava la cara, también como
siempre sin mirarse en el espejo y va hacia la cocina. Tiene que terminar la
torta que hizo para el hijo que llega. Es poco lo que falta; cubrirla con
chocolate, adornarla con una guarda de merengue y escribir en el centro la
palabra “Bienvenido”.
El recién llegado casi no habla. Aparte de no
dominar el español parece ser una persona de pocas palabras. Eduardo conduce y
le hace preguntas, que el otro apenas responde con monosílabos. Sin embargo
logra enterarse que el otro vive en Atenas, que tiene un hijo de catorce años y
que su mujer no vino con él porque la aterrorizan los aviones. También se
enteró que es dentista y que tiene un auto italiano. Nada más.
“Mira siempre para adelante, creo que me echó
una ojeada una sola vez, pero poco, menos que al cartel con su nombre. Pero
hacia el frente sí que lo hace. O es curioso o tiene miedo de chocar. Debe
estar cansado, es eso. Un viaje largo y a lo mejor no pegó un ojo. ¿En el avión
habrá también mirado siempre hacia adelante? No, curioso no es, si así fuera hablaría, que
sé yo, le gustaría saber como es la vieja, a que me dedico, que tal se vive
aquí, como es el tiempo, si llueve, en
fin, miles de cosas. Pongamos que el fútbol no le guste, puede ser, a veces es
así. Un poco extraño el hombre…mi
hermano”.
Encendió la radio y miró al otro, a su
lado. Este no se inmutó.
“Puta madre, encima perdimos. Viajo con una
momia y me entero de una goleada”.
Se sonrió y continuó con la marcha; ya falta
poco.
La vieja está nuevamente con su vecina.
-¿Tenés todo preparado, no? ¿Eduardo se queda?
-No.
Clotilde se levanta y la mira con simpatía.
-Debés estar un poco nerviosa, tanto tiempo
sin verlo.
-No.
La mujer la mira, desconcertada.
-¿Necesitás ayuda?
-No.
“Parece que todo es no”, piensa.
-Está bien, mejor me voy.
-Bueno.
Lo llevaron inmediatamente al hospital. Allí
le lavaron el estómago y luego de un análisis primario los médicos detectaron
una ingesta de Seconal Sódico, en grandes cantidades.
Eduardo está en la Sala de Espera junto con su
hijo mayor y la vecina de su madre. El asombro y el miedo están fijados en las
caras de los tres. El médico hace preguntas que ellos no pueden contestar.
-Es por fórmula que
lo hago. La indagatoria la hará la policía o, dado lo avanzado de la edad de la
señora seguramente la interrogue también un médico forense. Perdón por la
indiscreción, pero…¿Estuvo ella alguna vez en un geriátrico?
Al escucharlo, se les
hace un nudo en la garganta. A los tres.
Hay palabras que hieren. “Geriátrico, policía, forense”.
L a mujer no está sola. La acompañan dos
hombres que no cesan de preguntar. Ella no responde, hay serenidad en sus
gestos y en su mirada. Los hombres insisten, quieren saber el por qué; el como
ya lo saben. El resto de la torta está
allí, sobre la mesa, aislada con una faja de papel. Al costado hay una caja
vacía. En un momento la mujer se levanta y saca un pañuelo de un bolsillo. Se
seca la frente. Los hombres la miran, expectantes. Ella sonríe mientras vuelve
a sentarse y guarda su pañuelo
-Tuve que hacerlo; él me abandonó hace muchos
años. Hay cosas que no se olvidan. Espero que ahora se de cuenta de lo que
hizo. El que las hace las paga.
Entonces mira fijamente a cada uno de los
hombres.
-¿Murió, no es cierto?
-Vamos, señora, tome sus cosas; ya nos vamos.
Eduardo y Clotilde miran partir al auto
policial. La vieja pasó al lado de ellos, sonriente, pero no se detuvo a
saludarlos. Solamente mira a Fermín, su perro, quien también está allí. Le
acaricia la cabeza y sube al vehículo.
La Caleta, Diciembre de 2009
“EL PASEO”
El viejo está sentado en la plaza leyendo el
diario. Es una hermosa mañana de primavera. A lo lejos, pero con rapidez, viene
ella. Como siempre viste de negro. Al pasar junto al hombre se detiene. Éste la
mira.
-¿Viene por mí?
La mujer hace un gesto negativo.
“Menos mal, todavía me falta leer la página de
deportes”.
El hombre se reacomoda en el banco.
Un poco más adelante, en el mismo lugar, una
anciana está sentada tejiendo. Su nieto juega a su lado con un pequeño auto de
plástico.
La vieja la mira pasar y enarca las cejas,
preguntando.
La otra hace un gesto negativo con la mano y
continúa. La mujer mira las agujas y cuenta los puntos.
“Menos mal, estoy con el chico y eso sería un
problema, en este momento”.
Tranquila, sigue con el tejido.
Más adelante, la dama de negro se detiene
junto a un hombre que duerme bajo un árbol.
-Aquí estoy
a su disposición, le dice con su voz aún somnolienta.
Ella sonríe y niega con la cabeza. Luego,
sigue su rumbo.
“Menos mal, estaba soñando con mis padres, a
los que nunca conocí”.
Se arrebuja e intenta volver al sueño.
En un momento se detiene. Recuerda algo, una
urgencia. Se sienta al costado de un cantero, saca unos patines de su cartera,
se los pone con soltura y emprende la marcha.
Llega a una casa blanca, modesta. Toca el
timbre e instantáneamente abre la puerta una señora, joven aún.
-Menos mal, la estábamos esperando, está
sufriendo.
La de negro hace un gesto con las manos.
Quiere decir que ya está.
La puerta se cierra, la mujer va hacia el
hombre yacente y le baja los párpados.
“Nos veremos algún
día, quizás”.
Luego va hacia el teléfono
.
Al pasar, saca un jazmín salvaje de una planta
que asoma de un jardín y se lo coloca en el pelo. Queda bien con su ropa negra.
Se encamina al bar más próximo y pide un café
con leche y tres medias lunas.
“Hay que descansar también; seguiré más tarde,
el tiempo no pasa nunca para mí”.
El desayuno está riquísimo; hasta le trajeron
un vaso de jugo de naranjas.
La Caleta,
Diciembre de 2009
“NO SE ENTREGA”
-Otra vez tarde, Aníbal.
El hombre miró el reloj e hizo un gesto de
disculpas.
-Hace diez años que se lo vengo diciendo; aquí
el horario se respeta. Vaya, abra las persianas…¡ Rey de los Hunos!
El dueño dijo esto último seriamente pero,
como siempre, con una gran ironía. No obstante, él trató de sonreír y fue a hacer lo que le
ordenaban.
-Sí señor, enseguida.
“Éste ya me tiene cansado, un día se va a
ligar una buena patada en el culo; lo destruiré, como a todos”. Sus manos subían y bajaban mientras hacía
funcionar las cadenas.
Eran las nueve y diez. El negocio, la
zapatería, ya estaba abierto.
A mediodía, durante la hora del almuerzo fue
al café de la esquina, el de siempre, donde servían minutas. Pidió su menú de
los días miércoles, un sándwich de milanesa con tomate y huevo duro y un vaso
de vino con soda.
El mozo, un muchacho, era nuevo. El otro,
quien lo había atendido durante tanto tiempo, se había jubilado.
“Lástima, este no es igual, no me cae muy
bien”.
-Claro, iremos a la costa…No, dejame de
sierras…Si, ya sé que él tiene ganas... ¡Cómo! ¿Qué tengo que darle el gusto de
vez en cuando…? Bueno, no olvides que me casé con él, yo, la más linda del
club; muchos me buscaron pero yo decidí… ¿Yo engreída?... Mamá, mejor que no
sigas siempre termino yo siendo la culpable y la peor de todas…Sí, después
hablamos, chau.
Cortó el teléfono con un golpe seco. El chico,
acodado sobre la mesa, se había dormido.
“Otra vez discutir, mañana, tarde y noche, es lo que menos me gusta y menos con ella.”.
Fue hacia su hijo y le dio un coscorrón, más
duro que el que le dio al aparato. Mal comienzo.
-Vamos, despertate vos, tenés que hacer las tareas
El chico abrió los ojos y ella fue hacia el
baño
“Qué vida, Dios mío, un hijo que es un
dormido, igual que el padre; una madre que me reta y encima tengo que hacer la
comida”.
Frente al espejo se pintó los labios.
-No sé para qué.
A pesar de esto
también se retocó los ojos y se arregló el pelo.
Se puso manifiestamente molesto, bufando con
disimulo.
-¡Pero,
Señor…! ¿Qué pasó?
El vaso de vino se había volcado sobre la mesa
-Un pequeño accidente, nada más..
El tono era de disculpas, pero el otro lo miró
serio.
-Hay que tener más cuidado.
Cambió el mantel y repuso el vaso.
“Ya sé que tiene razón, soy un poco descuidado
y a veces me distraigo”.
Y le dio un buen mordisco al sándwich de
milanesa.
“Pero es un poco insolente, si sigue así
hablaré con el dueño, ya me va a conocer”.
Tomó el vaso de vino y bebió mirando al patrón
que estaba detrás de la barra. Éste desvió la mirada y se mató un mosquito en
la frente.
“Los destruiré, igual que a todos. Van a irse
con la cabeza partida”. Luego miró la comida y esta vez dio un mordiscón que
casi lo atraganta.
Llegó a su casa empapado, del calor, claro. La
mujer ya había puesto la mesa y la ensalada estaba en el centro.
-Hola, ¿Alguna novedad?
Ella lo miró e hizo una mueca parecida a una
sonrisa. El niño estaba otra vez dormido casi encima de su plato.
-¿Qué comemos hoy?
-Milanesas.
Trajo la fuente y la puso sobre la mesa.
-Qué lástima, hoy
comí lo mismo.
Esta reflexión se le escapó, fue involuntaria.
-¿Ah, sí? Bueno, es
comida, por desgracia para caviar no tenemos.
Se acercó al chico y le dio un empujón para
despertarlo.
Él la
miró, serio. “A ésta voy a tener que frenarla. Mucha pinturita y poca cocina.
Terminará desnucada. La destruiré, igual que a todos”. Luego se puso la
servilleta atada al cuello como siempre, sin darse cuenta del fastidio que ese
hábito provocaba a la mujer.
Los tres cenaron en silencio, mirando la tele.
A las ocho de la mañana siguiente desayunaron.
-Bueno, esta tarde saco los pasajes para San
Bernardo y le confirmo a Laura el día de la llegada; ya me dijo que tenía la
habitación lista para nosotros.
Él la miró, extrañado.
-¿No íbamos a ir a ir a Córdoba este año?
-No, éste no quiere, le gusta el mar.
La mujer señaló al hijo que estaba con una
tostada en la mano y dormía con la boca abierta. El padre lo miró, fastidiado.
-Lo llevás vos al colegio?
-Sí, claro, es jueves.
Ella sonrió y,
aliviada, despertó al chico.
La mañana era luminosa. Llegaron hasta la
esquina y allí se detuvieron. La escuela quedaba a media cuadra.
-Escuchame bien, vos.
El niño lo miró, curioso. El padre le tomó el
mentón y le levantó la cara, para que lo mirara bien de cerca.
-Esta vez iremos a la playa, como siempre. Pero
acordate bien lo que te voy a decir y tenelo en cuenta. El año que viene vamos
a ir a las sierras, te gusten o no. Soy un hombre con convicciones y no me
entrego con facilidad, ni con vos ni con tu madre ni con nadie. Ahora, andá.
Lo
tomó por el hombro y le dio un leve empujón. “A este también lo destruiré,
igual que a todos. Lo voy a dejar patas para arriba”.
El chico bostezó y lo miró desconcertado.
-¿No me das dos pesos para el recreo?
Una vez que guardó la plata enfiló hacia el
colegio, mientras el padre marchó en sentido contrario. Al llegar a la mitad de
cuadra tropezó con una baldosa floja y casi se cayó.
-¡Qué los parió!
Llegó a la puerta de la zapatería y miró el
reloj. Eran las nueve menos diez. Fue hacia el quiosco y compró su historieta
preferida.
A las nueve en punto levantó la persiana.
“DE BALCONES…”
Tres relatos.
“INVIERNO”
-Hace frío hoy.
-Vos siempre tenés calor, pero hoy
no. Para vos hace frio, solo por contradecirme.
-¿Contradecirte? Si no dijiste
esta boca es mía. Nunca opinás de nada que valga la pena. ¡Qué se yo si tenés
frío o calor!
-¿Y eso vale la pena?
Un diálogo habitual de dos personas que, allá
lejos, habían sido ardientes amantes.
Afuera, los árboles llegan hasta las ventanas,
y sus copas padecen esa negrura que es propia de un anochecer de invierno.
Adentro, la luz es mortecina, solo
resplandecen los colores que ilumina el televisor. En la pantalla, ahora, una
joven rubia y frágil, habla con su dentista quien, suavemente golpea sus
dientes con una pequeña lanceta de metal.
-Hoy no quiero café. Me quita el
sueño. Prefiero un té de menta.
-No hay.
-Bueno, entonces ese de frutos del
bosque.
-Tampoco, se acabó la semana
pasada. Vos tomaste la última taza.
-Uno de tilo, si no hay más
remedio.
-Hace rato que no lo compro. No te
gusta.
En el departamento de arriba alguien deja
correr el agua hacia el inodoro. Se la escucha como siempre, un gruñido, un
estertor. En la pantalla, la muchacha
con el dentista ya no está, ahora hay dos hombres que luchan, ensangrentados.
Afuera se hizo de noche y, como
siempre, del farol de la esquina sube ese resplandor azulado que siempre los ha
inquietado. Antes encendían las luces de la casa, ahora, ya no lo hacen.
-Entonces tomaré cualquiera, el más
común.
Marcha hacia la cocina. Suspira sonoramente
para mostrar su fastidio. En el televisor, en un ángulo de la pelea de los dos
hombres, la temperatura, encuadrada, indica dos grados bajo cero.
Sobre la mesa, el libro tiene un señalador. En
esa página, alguien ha hecho un subrayado. “Sonámbulo en pleno mediodía, yo
atravieso el campo de maniobras…”
De la cocina viene un ruido de vajilla rota,
un estrépito. Luego una voz que susurra un insulto, uno cualquiera, al aire.
Luego vino el té, después el libro que avanzó
media página, más tarde las noticias en pantalla, anunciando muerte y desasosiegos
varios y por último el cuarto de dormir, con sus dos camas separadas.
Entonces, allí, ha caído la noche, la más
intensa, esa que incita a los abismos, la que
obliga a dormir para olvidar para qué se está.
En la obscuridad, tan negra pero tan teñida
por el azul de ese farol, suceden cosas que la luz de la mañana se encargará de
develar.
En la sala el libro está en el mismo sitio, un
poco más corrido de lugar quizás; la tazo se ha vaciado y solo resta un poco de
té, apenas dorado; el televisor está mudo y gris y, en el piso de la cocina, se
encuentran los restos rotos de dos tazas y un plato debajo de la puerta abierta
de un armario.
En la habitación, en cambio, hay alteraciones
inesperadas. Las ventanas están abiertas y el cuarto está helado. Una figura,
inerte, yace en el borde del balcón con la mitad de su cuerpo hacia afuera y
una mano aferrada a un sitio inservible. En el interior, al pie de la cama,
otra figura también ya abandonada y casi sonriendo, mira hacia arriba con unos
ojos que ya han encontrado la quietud.
Es que el invierno es así, a veces mata.
Buenos Aires, Julio de 2013
“ESCENA FAMILIAR”
-Tus zapatos, ahora tus zapatos… ¿Dónde
están? Ayer fueron los pantalones, anteayer la gorra de lana y ahora esto, tus
zapatos… ¡Ay, Dios! ¿Para qué he tenido a este hijo?
La mujer va hacia el balcón. Se asoma y señala
con el dedo.
-Allí están, uno al lado del otro,
como rezando. Ahora tendré que ir a recogerlos. Un vago, mentiroso, cínico,
cruel, ese es mi hijo, fiel retrato del padre, un delincuente.
Se quita el delantal de cocina y se pone un
pulover. Antes de salir se mira en el espejo.
-¿Y todo por qué? No, no me lo
digas, qué me lo vas a decir si ni hablás, solo abrís la boca como un idiota y
lo hacés para molestarme. Pero yo lo sé,
todo el mundo lo sabe…El señorsufre de rabia, eso, está enfermo de todo aquello
que sirva para perturbar a los demás,
sobre todo a mí, que fue la idiota que le dio la vida. Entre otras cosas, este
individuo, se niega a hacer las tareas y la madre, la pobre madre tiene que
hablar con la estúpida de la maestra y dar la cara y el señor le responde
haciendo cualquier cosa. Venganza, eso. Si pudiera me tiraría a mí por la ventana. El
señor se venga, claro. ¡Uf!
Se dirige hacia la puerta y la abre. Antes de
salir mira fijamente al niño. Este abre la boca, sin llorar.
-De esto se enterará tu padre. Y también tu
abuelo, que estuvo en el ejército y sabe como tratar a los que cometen
injusticias contra su madre.
Sale dando un portazo.
El chico levanta la cabeza hacia el techo.
Luego va hacia la alacena e intenta moverla. Lo consigue y arrastra el mueble
hasta ponerlo contra la puerta. Después agrega la mesa, las seis sillas y el
sillón tapizado, recuerdo de familia.
Por último va hacia el balcón. Debajo, en la calle, está su madrecon dos vecinas. Mientras habla
sacude los zapatos enfáticamente. El niño se asoma para que lo vean. Una de las
mujeres lo señala.
-Ya vas a ver, sinvergüenza. Le estás haciendo
la vida imposible a tu madre y también a tu padre.
-¡Como! ¿No era que su marido se fue hace ya
cuatro años y no volvió más? Es por eso que el chico salió así de raro.
-Usted cállese. Piense en el suyo
y sobre todo en su hijo. Ese pederasta.
Mira hacia arriba. Las vecinas hacen silencio.
El muchacho está asomado, con la boca abierta de par en par. La madre empuja a
las mujeres y entra en el edificio. Sube las escaleras, veinticuatro escalones.
Decidida va hacia la puerta. Quiere abrirla, entrar, darle una paliza a ese ser al que sabe que odia. Pero no puede, la puerta no
responde, está trabada. Ella golpea, rasca, llora, gime, patea. No hay caso, es imposible.
-Abrí, caradura. Te voy a romper
el alma.
De la calle provienen risas y voces de
festejo.
La mujer insiste, empuja la puerta, pero ésta
no se abre. Más gritos en la calle, la algarabía parece ser total. Su curiosidad puede más y baja las escaleras,
de nuevo a la vereda. Desde el balcón cae una multitud de objetos, que van
desde lo íntimo hasta lo sencillamente doméstico: cacerolas, sartenes,
almohadas, el viejo teclado de la computadora,una jaula vacía, un corpiño y dos
bombachas, ropa sucia, una silla, la tapa del inodoro, los artículos del botiquín, en fin, todo. La gente ríe y la madre está
desesperada, con rabia. Mira a los vecinos quienes, complacientes, le sonríen.
El desconcierto la paraliza.Entonces, todo cambia y el estupor acaba con las
risas. Desde la ventana comienza a salir humo, ligero al principio, denso y
negro inmediatamente. Luego lo peor, las llamas,que se multiplican y crecen
rápidamente. La mujer grita y corre hacia arriba. La puerta ahora está abierta,
ella entra, grita, esta vez más fuerte y varias vecesy vuelve a salir, tosiendo y enceguecida. El chico no
está.
Luego vendrá lo consabido: bomberos, policía,
comisaría, televisión, escarnio público.
Lejos, pero no tanto, el chico atraviesa una
calle muy concurrida. Sus ojos se extasían frente a las vidrieras iluminadas.
Al llegar a una plaza se detiene. Un grupo de personas, pequeño, escucha
pacientemente a un hombre que les habla, a través de un micrófono.
-“…Él está con nosotros, nos vigila y protege.
Apoyemos, hermanos, las manos sobre nuestros corazones
y pensemos en su palabra…Quien esté libre de culpa que arroje la primera
piedra…”
El muchacho sigue caminando, despreocupado. Al
llegar a un recodo, allí donde una estatua se enmohece con el tiempo, se
agacha, toma un cascote y lo arroja lo más lejos que puede. Luego, advierte que
en sentido contrario se aproxima una mujer. Al
pasar a su lado, abre la boca….
-Buenos días… y adiós.
Buenos Aires, Julio de 2013
“ACUERDOS”
Las luces de la calle se colaban,
como siempre, por los cinco centímetros de la cortina entreabierta. La mujer,
también como siempre,la corrió hasta
cerrarla y mientras la obscuridad se apoderaba del cuarto hizo, también el
comentario de siempre.
-Hay reflejos que perturban. Es tonto, ya me
lo dijiste, pero no puedo cerrar los ojos sabiendo que la luna y ese farol
están allí, alumbrando.
El hombre encendió la luz de la lámpara, abrió
las cobijas y, ya con el pijama puesto, se metió en la cama.
-Tratá de no matarme esta noche.
La mujer sonrió ante el comentario de su
marido.
-Lo intentaré, si vos hacés el
mismo esfuerzo.
Dicho esto, también abrió las cobijas de su
costado, se sacó las chinelas de seda y entró a la cama.
-Trataré.
El hombre, entonces, apagó la luz y la negrura
se apoderó completamente del cuarto. En un momento, pasada ya la medianoche, la
mujer carraspeó dos veces. Malamente. El hombre entonces se dio vuelta, para
ponerse de costado, y le sobrevino un pequeño dolor en el pecho que rápidamente
se agigantó.
Como todo esto sucedió antes del alba, fue por
eso que, al mediodía, la empleada de la limpieza los encontró muertos. Lo que
verdaderamente la sorprendió fue descubrir que la cortina estaba entreabierta y
que un fuerte rayo de sol se colaba desde afuera.
-Qué desprolijidad, esto es imperdonable.
Fue, entonces, que decidió abrir la cortina, de par en par.
-Qué más da.
Buenos Aires, Abril de 2013
“MENESTERES”
La enfermera entró a la Sala de Terapia
Intensiva, su última rutina del día, antes de irse. De una ojeada, rápidamente,
se dio cuenta de la anormalidad. Una de
las camas estaba vacía a pesar de que había visto a la paciente un rato antes.
Tuvo que informar a su superior, el Jefe de
Piso, quien se agarró la cabeza, desconcertado.
-Quiero decirte una cosa, Anita. Siempre
fuiste mi mejor amiga pero a partir de este momento dejarás de serlo. Nunca
olvidé la trastada esa que me hiciste, en el baile, cuando éramos jóvenes.
La otra la miró, desafiante.
-No sé a qué te referís; hablá más claramente.
Como respuesta la
tomó fuertemente por un brazo, rasgándole la manga de la blusa.
-Sabés muy bien lo que quiero decir, zorra. Te quedaste con el mejor y a mi me
encajaste al dormido ése, que ni siquiera me dio un hijo varón; no, qué va, me
hizo traer al mundo a una mujer, una fracasada más. Como vos... ¡Estúpida!
Acompañó esto último con un empujón y se fue
sonriendo hacia la carnicería
.
El hombre habló lastimosamente.
-Bueno, Señor Director, aparentemente la
enferma se escapó. No podía hacerlo, el coma no se lo permitía, pero así fue,
lo hizo igual. A menos que…
La enfermera se animó; su vocecita salió como
de una tumba.
-A menos que la hayan secuestrado, pensamos.
El Director golpeó fuertemente sobre el
escritorio.
-¡Escapada…secuestrada! ¿Qué más? Inventen,
nomás, ya se acordarán de mi y de esta Institución.
Los otros bajaron la cabeza, sumisos.
-¡Eh, señora, hay una fila! ¿No la ve?
La mujer se abrió paso hacia el mostrador sin
hacer caso de las protestas de los que hacían la cola. Cuando llegó al borde,
imprevistamente tomó un gran cuchillo ante la mirada azorada del carnicero y
los gritos de la clientela.
-Usted, ladrón, he venido a decirle algo y no
me iré de aquí sin que me escuche.
El hombre retrocedió, la mirada fija en la
vieja.
-¿Si, señora…?
Ella blandió el cuchillo. Los demás, lo mismo
que el carnicero, retrocedieron.
-Nada de señora. Quiero decirle –y que me
escuchen también estos infelices- que
usted me ha robado durante casi cuarenta años; en el peso y en el precio. Nunca
fui idiota, sépalo. Pero también enteresé que todo se paga en esta vida.
Dicho esto se dirigió a la puerta de entrada
del negoció, la abrió y dejó que pasaran infinidad de perros, seguro que eran
más de quince.
Hubo comida para todos, un festín. Los
animales peleaban por los pedazos de carne más grandes, por los chorizos y
morcillas y también por los huesos que la vieja les arrojaba mientras sacudía
la cuchilla ante la mirada apesadumbrada del comerciante, mezclada con esas otras,
las de los compradores, temerosas y curiosas en la mayoría y, en
otros, risueñas.
-No,
qué dice, cómo se le ocurre, cualquier cosa menos la policía. Vendrían
inmediatamente los de la tele y todos saldríamos perdiendo; sobre todo,
escuchen bien, sobre todo ustedes dos. Y ni hablar del prestigio de la Clínica;
la gente se llevaría a los internados; los sacarían de aquí como si esto fuera
un leprosario o un jardín de infantes manejado por locos…qué sé yo.
Los otros dos, la enfermera y el jefe, asintieron.
Ella quiso decir algo pero recibió una patada en el tobillo que le indicó que
debía callarse.
-Ahora a la calle, a recorrer el barrio ya que
en el sanatorio la enferma no se encuentra. Nos hemos fijado hasta en la
basura, y nada, ya lo saben. Ya mismo van hasta la casa, háganse los distraídos
y pregunten; averiguen, investiguen, pero con discreción, silenciosamente. Y, usted…señorita,
cámbiese de ropa; imagino que no irá vestida de enfermera. En este momento ese
atuendo no le sienta. ¿Comprende?
La miró de arriba abajo, petulante y
despreciativo.
-Si señor, digo, Doctor.
A la hora de la siesta tocó el timbre. Ella no
dormía nunca; la madre sí.
Efectivamente no se equivocó. La puerta se
entreabrió y asomó primero la cara de la nena y luego, sonriendo y animada, la
pequeña hizo un gesto de saludo, interrumpido por la vieja.
-Tomá, caradura, ponételas vos o dáselas a tu
madre, esa vaga que siempre está chancleteando sin hacer nada. Este modelo no
es para mí, sabés. Yo soy una persona fina que merece otro reconocimiento.
Dicho esto último tiró el paquete a los pies
de la niña.
-Cumpleaños, cumpleaños, no saben
que regalar y te encajan cualquier cosa. Total, la vieja no dice nada. Es lo
que ellas creen. ¡Hijas de una gran siete!
Murmuraba mientras se iba; subiendo y bajando los hombros y arrastrando
los pies.
En el umbral, la nena la miró y
se asomó hasta verla doblar por la esquina.
-¿Quién era, querida?
La voz venía de lejos, como
cargada de sueño.
-La abuela, mami.
-Amorcito… ¿Qué decís? ¿No sabés
que ella…?
La voz sonaba más lejana aún, como si viniera del patio del fondo.
Dentro, encerrada por los
biombos, otra vez, la misma rutina silenciosa.
“Ya está, Doctor. Tarea
realizada. Ahora, a dormir. Gracias por todo. Tenga cuidado con las enfermeras,
se distraen”.
El médico sostenía el papel entre
sus manos mientras un hombre de chaqueta celeste y barbijo tapaba el cuerpo con
una sábana.
La Caleta, Febrero de 2010
“ORDENAMIENTO”
Desde su cuarto, situado en lo alto, veía
jugar a los chicos .Eran sus nietos, los hijos de su única hija, un varón y una
nena. Sentía cariño por ellos, pero solo a esa distancia. Siempre la apabulló
la cercanía de los objetos y de las personas. “Mejor lejos”, era su pensamiento
recurrente y salvador.
Ahora estaba a punto de emprender la tarea
del día. Como siempre, a esa hora de la mañana, la hoja en blanco esperaba
allí, sobre la mesa, lista para ser
completada.
Suspiró y se dispuso a trabajar; sentía que a
veces el mandato era superior al placer, pero siempre se esforzaba.
Tomó el lápiz y anotó.
“En la plaza, sentado, a las seis y veinte de la tarde el anciano,
Don Pedro, dejará caer el diario y plácidamente exhalará el último suspiro.
La cornisa se desplomará justo cuando la dueña
de la mercería corra el toldo, a las nueve menos cinco. Ella casi, por un
instante, la verá caer. Después no sabrá más.
Quiso ir a la farmacia y por ello se bajó del
ómnibus tres paradas antes. Fue entonces que vio a su marido; entraba al hotel
con su mejor amiga. Ambos sonreían. Justo a mediodía.
Cuando el auto dobló trató de pasar al camión
creyendo que podía hacerlo; éste último tuvo que efectuar una maniobra muy
complicada. En el supermercado no hubo víctimas, solo innumerables destrozos. Casi
a las siete menos veinte.
La bandera de aviso se había volado; es por
eso que la mujer, al cruzar, se metió de lleno en el pozo quebrándose las caderas.
Fue al comienzo del anochecer.
Un delincuente, al intentar robar…”
-Mamá, el teléfono,
es la tía.
Desde la cocina, la voz de la mujer sonó
abovedada.
-Decile que en una hora, más o menos, estoy
por su casa.
Dejó la hoja. Por hoy basta. “Mierda, ninguna
cosa alegre.” En realidad no quería seguir, el llamado de su hermana le
sirvió de excusa para dejar la lista inconclusa. Hasta ahí había llegado. Se
levantó de la silla y fue al pequeño baño contiguo.
“Dios mío… ¿Por qué me ha tocado esto? ¿Qué
es, un trabajo?”.
Las reflexiones, siempre, aparecían frente al
espejo.
-No sé, será un don.
Bajó la escalera y, al pasar al lado de los
chicos, les acarició la cabeza. La nena se incorporó y la miró intensamente.
-Chau, abue.
La vieja hizo un gesto con la mano. La puerta
de calle, al abrirse, hizo como siempre el mismo ruido a hierro viejo.
-¿Y si subimos a la habitación de la abuela?
Quiero ver. Ella escribe cosas. Frases, que sé yo.
El chico la miró, desconcertado.
-No, no se puede, ella no nos deja. No le
gusta; ni mamá lo hace.
La nena se incorporó y le dio un buen empujón.
-¿Qué hacés?
-Eso hago. Para que pierdas el miedo.
Cagón, es lo que sos. Cuando mamá vaya a
hacer las compras subo yo sola.
El hermano la miró, displicente.
-Hacelo, dale. La última vez te mareaste en la
escalera y por poco te rompés la cabeza; dale, intentalo de nuevo, a ver.
Esto último lo dijo con aire de triunfo. La
chica, roja de furia, hundió los ojos de su muñeca.
En ese momento empezó a llover. Ya desde la
tarde el cielo venía amenazando, primero el sol, que desapareció, después esa obscuridad y ahora el agua.
-Chicos, adentro. No quiero resfríos. Vamos,
vengan.
Obedecieron. Entraron y se sentaron, frente a
frente, mientras la madre se preparaba para salir.
-Ahora hacen las tareas y yo voy al super.
Traigan los cuadernos y a trabajar.
La mujer fue al baño, tomó el paraguas, se
puso una campera y salió.
Más tarde, en diversos sitios:
-Pobre papá, pensar que estaba tan contento.
Ese viaje a Mar del Plata con el Centro de Jubilados lo tenía loco.
Blanco, se lo veía muy blanco, casi
transparente.
-Y bueno, querida, no sufrió. Es bueno morirse
sin darse cuenta, en un parque.
Extendió la mano y le tocó la frente. Estaba
helada.
-Nunca es bueno morirse, sabés.
La otra hizo un gesto leve y se pasó la mano
fría por la ropa.
La ambulancia llegó enseguida. La tuvieron que
sacar con cuidado, entre tres, sobre todo porque la mujer gritaba por los
dolores.
No había ni dos metros hacia abajo, pero ella,
de puro delgada, se había enredado entre unas maderas que se entrecruzaban.
-Ya me va a oir…Y ustedes también.
¡Enfermeros, profesionales, mejor que se ocupen de las vacas, no de las
personas
La cargaron en la camilla y fue derecho al
hospital. El pozo ya estaba tapado con unas chapas amarillas.
Igual fue a tomarse la presión. Estaba normal
y eso la sorprendió. Se sentía un fuego dispuesta a arrasar con todo.
Tomó un taxi. Era cerca pero ella quería
llegar lo antes posible; el apuro la devoraba.
Como el portero la conocía subió directamente.
Dos o tres trimbrazos enérgicos y, además, unos golpes en la puerta.
-Ya oí, ya va.
El hombre estaba recién afeitado. Todavía tenía
un poco de espuma cerca de las patillas.
-¿Qué haces, Norma?
L a mujer lo miró desafiante.
-¿Yo? Nada. Vengo a
decirte que tu mujer, mi amiga, está metida en un hotel con mi marido, tu
amigo.
El hombre empalideció
Cuando miró hacia arriba, en unos pocos
segundos, la asaltaron varias imágenes. Sus nietos, el ascensor de su casa, su
marido haciendo las cuentas, la comida tirada por el faltazo del hijo.
La mole cayó estrepitosamente. Recién después,
en medio del polvo levantado, se escuchó un grito. Inmediatamente hubo gente
que corrió al lugar, también gritando.
El marido, dueño de la mercería asomó la
cabeza primero y todo el cuerpo después. El miedo estaba pintado en su cara
alargada.
-¿Qué fue?
Una de las mujeres se acercó. Era vecina, dos
veredas más allá.
-Ay, Don Julio, pobrecita, qué destino. Vaya,
vaya para adentro.
El hombre le hizo caso. “Siempre fue igual. Le
dije que ese trabajo lo iba a hacer yo. Y bueno, por metida, que se le va a
hacer.”
Fue hacia la caja y la cerró con llave. Doble
vuelta.
Ella
estaba en la caja. Ya era su turno. Esta vez estaba Cecilia de cajera, la más
simpática y conversadora.
-Menos mal que dejó de llover, no.
A través del cristal el día brillaba todavía.
Todo sucedió como un relámpago. El camión, rojo, zigzagueó un poco y detrás del
volante se veía la cara del camionero, con una mueca torcida de espanto.
A dentro, en el supermercado, se oyeron gritos
y llantos.
El estrépito fue feroz; los guardabarros
chocaron con la pila enorme de leche en polvo provocando un gran descalabro.
Por suerte eso fue todo. Dos mujeres y un hombre, clientes ellos, aprovecharon
y se fueron sin pagar, con carro y todo.
Ella no, se cercioró de que la cajera estaba
bien y dejó la bolsa de la compra en el suelo, a un costado. Tomó a la empleada
por el brazo cerciorándose de que estaba bien y la besó.
Afuera, el atardecer respondió a su pregunta.
No había vuelto a llover.
Al llegar a la
esquina y antes de doblar se dio vuelta. La otra estaba allí todavía,
esperando. Se saludaron con un gesto breve.
Ya estaba anocheciendo, pero la lluvia había
cesado.
“¿Qué habrá hoy para comer?”
Pasó un hombre y la empujó. La mujer se
volvió para protestar pero no tuvo tiempo. El muchacho apareció de golpe y la
empujó contra la entrada de una casa, arrinconándola.
-Dame la plata, vieja.
Ella lo miró, desconcertada pero desafiante.
-No tengo nada, idiota.
-El hombre sacó algo
de su bolsillo.
-¿Ah, no? A ver si es cierto.
Le pegó tanto con el revólver que la tiró al
suelo, hasta desvanecerla. El pelo se llenó de sangre y la dentadura saltó por
ahí, sonriendo al aire. Por la vereda de enfrente pasó un hombre con su hijita
y una pareja con las bolsas de las compras. Siguieron su camino, sin mirar.
La mujer abrió la puerta y entró. Se sentó a
la mesa junto con los chicos, que
estaban haciendo los deberes. A ella se la veía cansada.
-Bueno, no hay hamburguesas para hoy. En el
supermercado hubo un accidente.
Los hijos la miraron.
-No, no pasó nada,
pero me asusté y me vine. Ahora veré que hay en la heladera. ¿Dónde está la
abuela?
La nena se incorporó de golpe. Fijó la mirada
en la puerta que daba al patio y señaló hacia el lugar. Abrió la boca y la mantuvo abierta, como en
suspenso pero Corrió la silla y, presurosa, fue a mirar a través de los
cristales. La escalera del cuarto de arriba estaba húmeda todavía.
-Mi amor… ¿Qué pasa? ¿Te sentís bien?
La madre fue hacia ella. El chico las miró,
desconcertado. La nena abrió la puerta y subió, a grandes trancos, la escalera
de la abuela. En eso, sonó el teléfono.
La mujer dudó, sin saber que hacer.
La nena volvió. Traía un papel en la mano que
le entregó a su madre. Ésta lo leyó con avidez. Eran frases. La última, escrita
en rojo a diferencia de las otras escritas en lápiz decía “Un delincuente, al
intentar robar a una anciana fue baleado por la policía. La mujer, con graves
lesiones, fue internada en el hospital zonal , con pronóstico reservado”.
El teléfono volvió a
llamar.
-Hola…¿Si..? No, no está aquí… ¿Cómo
dice…dónde? Si, si, soy la hija…Claro, voy enseguida para allá.
Se puso nuevamente la campera y salió, sin dar
explicaciones.
-¿Qué habrá pasado?
El chico guardó los útiles. La hermana se
sentó e hizo lo mismo.
-No lo sé. Tengo hambre.
Buenos Aires, Marzo de
2010
Fue por eso que esas veredas se quedaron sin
gente que las frecuentaran, salvo aquellos que vivíanen esos sitios y no tenían
otro remedio que atravesarlas, pero lo hacían con cautela y con cierto temor.
Eran ya ciento cuarenta y ocho personas las que habían tropezado y caído, la
mayoría sin consecuencias serias, salvo el natural enojo por el ridículo que esa
situación siempre presenta . Finalmente,
un día, los mismos vecinos pusieronen esos
lugares un enorme cartel que rezaba: “No pasar. Misteriosa situación. Peligro.”
Pero este final merece ser narrado y para ello
vamos al comienzo.
Esa tarde había llovido mucho. Un bello
aguacero de verano. Pero después vino la noche y el cielo dejó de derramar esas
lágrimas torrenciales que a veces le sobrevienen. Fue entonces que algunas
personas se animaron a salir, sin paraguas, claro, con la ligereza que se
siente cuando algo cesa y cuando el tiempo es tan tibio como una caricia.
-“Eh, diga, más despacio, con cuidado…”
La voz, la vocecita más bien, sonó aguda y un
poco destemplada. El hombre miró a su alrededor sin encontrar quien había
protestado.
-“Dele, doña, aplaste nomás, total yo debo ser
de fierro…”
Esta vez la
queja había sido dirigida a una señora, mayor ella, que buscó arriba y abajo
tratando de descubrir al que se había quejado.
-“Ufa, basta así no se puede vivir, esto es
un atropello.”
-“Siempre lo mismo, sin respeto
hacia el prójimo”.
-“Ay, Dios mío, recién peinada y ya
me aplastaron el pelo”.
-“Esa gorda, por ella voy a morir
asfixiado.”
Como estos ejemplos, varios se repitieron a lo
largo de esa cuadra de la calle Chacabuco, con la consiguiente sorpresa, curiosidad y desconcierto de los transeúntes a
quienes iban dirigidas esas réplicas.
Pero todo tiene una explicación. No hay que
olvidar que estamos en Buenos Aires, ciudad de veredas rotas y, por
consiguiente de baldosas flojas, donde
-y esto es sabido por pocos- debajo de ellasse han instalado las criaturas
más extraordinarias que el tiempo ha acumulado y que, en nuestro lugar, San
Telmo, ese tiempo viene de muy lejos. Es que allí –y esto entre nosotros- se han refugiado la mayor parte de aquellos
que han pasado y que se han ido pero que no quieren abandonar el barrio, su
pequeña patria.Moraban, antes, en sitios de baldosas firmes pero, pasado el
tiempo sucedió que resultaba muy duro y aburrido acostumbrarse a esos cielos de
cemento inmutable que los cobijaban, por
lo que un día decidieron mudarse a otrossitios que por ser flojos ymovedizos
resultaban más aireados, pudiendo asomarse de vez en cuando a contemplar la
vida con sus ruidos y avizorar otros horizontes, los cotidianos, con la ventaja,
por último, de que cuando llueve, una baldosa enclenque es siempre un sitio
propicio para el aseo y los cuidados personales.
La violencia, a veces, viene agazapada. Pero
vamos por pasos…
Tanto llovióel
invierno siguiente y tanta agua entró por las baldosas flojas que los numerosos
ocupantes…qué digo…la multitud de seres que habitaban debajo de ellas
decidieron, un día, ya cansados y también atemorizados, realizar una asamblea
para encontrar una solución frente a la conducta desalmada de loslos
transeúntes, quienes no tenían empacho en pisar como se les daba la gana, con
furia, displicencia e irrespeto.
Para la reunión
eligieron el recodo interno de una de las autopistas que atravesaban el barrio,
justo al costado de una canchita de fútbol.
-Tomo la
palabra, soy el más viejo de todos ustedes y tengo derecho a ser el primero.
Ya casi no quedaba nada de él; había sido
milico criollo en las invasiones de los
ingleses y tenía tan mal carácter que se había vuelto locamente irrazonable por eso.
-Bueno, hable,
señor.
La que contestó había sido una muchacha que,
en su momento, en el último, había fallecido de un susto al cruzar una avenida. No hacía mucho tiempo de eso y tenía
un gran predicamento entre los demás, seguro porque tenía unos ojos obscuros y
penetrantes que inquietaban a cualquiera.
-Gracias,
misia.
Esto lo dijo mientras estornudaba ruidosamente y se acomodaba la
vieja espada que todavía estaba dispuesto a usar. Se puso a hablar y discurseó
tanto y tanto tiempo que al final todos, ya medios dormidos, le dijeron que sí, que estaban de acuerdo, que
nadie se consideraba tonto ni loco y que debían actuar sin demoras ni
remordimientos. Esto último fue un agregado de una anciana, muy católica y
perseverante en sus creencias.
Y bueno…
A partir de ese momento, ellos comenzaron con
los ataques. Cada vez que avizoraban alguien que iba o venía por tal o cual
vereda, fuera hombre o mujer, joven o viejo o niñoinclusive … ¡Zás! Establecían las señales necesarias y entonces
una baldosa se levantaba indebidamente y provocaba un tropezón o una caída
seguidos del malhumor y de las blasfemias de todos los que sufrían esos
pequeños accidentes.
Y así fue que esa cuadra de esa vieja calle, cobró
una fama incierta, dudosa y que mereció el cartel del que hablamos al comienzo.
-Está embrujado, está –dijo alegremente
el ciruja del barrio- son ellas, las ánimas que tienen ganas de joder… Esto me
huele a rebelión… ¿Qué tal?
-No diga
disparates, hombre -lo interpeló una señora-
solo se trata de baldosas…
Aparentemente,
nadie hizo caso a esta última opinión y
prefirieron tener en cuenta las palabras del viejo, por lo que la intranquilidad no tardó en
instalarse.“No vaya a ser cierto lo que dijo el loco ese”, pensaron muchos. Y
de ahí en más extremaron sus cuidados en sus habituales caminatas, desplazándose
suavemente como etéreos bailarines.
Fue a partir de
ahí que las “animas “ o duendes como yo prefiero llamarlos pueden tomar, en los
días de lluvia, sin peligro, sus baños higiénicos según las normas habituales
de todas las épocas, esto es, con agua, con la satisfacción, además, de
asomarse cada tanto y comprobar que afuera sigue el mundo, con sus vértigos y
sus desdichas.
Esto es así. Es por ello que ningún ciudadano que esté en su sano juicio,
insisto, osa aventurarse demasiado por
esas veredas de baldosas en rebeldía.
Es todo lo que sé. Bah, casi todo…
Buenos Aires, Junio de 2013
“INEVITABLE”
Después de estar tres días sin salir se
decidió y esa mañana abrió la puerta de calle. El día estaba soleado, bueno
para caminar; sobre todo le vendría bien luego del encierro. Miró hacia arriba.
El cielo estaba claro pero, en un punto, había como una estela rojiza que lo
atravesaba.
“La naturaleza es así” se dijo.
En un cable de electricidad se había posado un
pájaro. Negro. Grande. De plumas lustrosas y picudo.
“Un cuervo”, pensó.
Luego resolvió que no, ya que en Buenos Aires
no había cuervos. Cerró la puerta y se dispuso a caminar. Estaba tranquilo, no
demasiado, en su caso eso sería una exageración. Al llegar a la farmacia, como
siempre en esa esquina, estaban sus amigos que pasaban el rato. Decidió
evitarlos y cruzó; a modo de saludo les
hizo un gesto con la mano que ellos, a coro, respondieron. Él entonces sonrió y
siguió de largo. Mejor así, hoy no tenía ganas de charlas.
.
Tomó por la vereda del sol. La plaza quedaba a
tres cuadras de allí. Levantó la vista y le pareció que en la rama de un
árbol se había posado un pájaro negro, que inmediatamente huyó hacia lo alto. ¿El
mismo de antes, quizás? Pero bueno, nada de bichos se dijo, fue solo una
ilusión visual, ya que el sol lo había encandilado. Una confusión sin importancia.
Miró hacia delante y vio a dos mujeres que
venían en sentido contrario. Las escuchó hablar, al pasar junto a él.
-El pobre está perdido, es un eslabón extraño
y, a veces, esas cosas se modifican con la lluvia.
-Si, pero de aquí a que caigan esas gotas. No
sé si llega. También está el peligro del óxido.
-Que todo lo oxida.
La otra asintió y ambas sonrieron.
“Diálogo extraño” se dijo. Y se dio vuelta
para mirarlas, comprobando que una de ellas había hecho lo mismo.
La plaza estaba llena de gente, de chicos
sobre todo y de también mascotas, perros. “Demasiados gritos y ladridos hoy;
mejor aquí no me quedo.” Y siguió su camino. Pensó en el bar de la estación y
también en tomar el colectivo e ir hacia lo de su hermano. Esto último lo
desechó; su cuñada hablaba demasiado y muy atropelladamente. A la estación entonces.
En la esquina tuvo que esperar a que el
tránsito cortara. Miró a su lado y vio a un hombre de sobretodo negro que le
hacía gestos y le sonreía a otro que estaba en la acera de enfrente.
El semáforo cambió a rojo y cruzaron.
El de negro se reunió con el otro, un rubio
flacucho y desgarbado.
-Bueno parece que llega nomás, el óxido.
-¿Usted cree? Bueno, aunque sea unas gotas;
así se recomponen los eslabones.
-Los eslabones extraños querrá decir.
-Claro, hombre. Hablo del perdido.
Ambos rieron y miraron de reojo al hombre que
estaba detenido, como paralizado.
Siguieron caminando. Los desconocidos apuraron
el paso y, en un momento, uno de ellos, el del sobretodo se dio vuelta y lo
enfocó con unos prismáticos. Luego doblaron una esquina y desaparecieron.
Permaneció inmóvil, sin saber que hacer. Pensó
en dar media vuelta y volver a su casa, pero no, debía ser fuerte, todavía
existían las casualidades y las rarezas, eso es lo que había sucedido, además
de que él estaba un poco nervioso por el encierro de tantos días.
“Es eso, el no salir provoca desvaríos.” Y
siguió su camino. La estación estaba cerca y un buen café le vendría muy bien.
Sonrío y se desperezó. Al mirar hacia arriba,
descubrió que en el cielo esa mancha que lo atravesaba era ahora más intensa y
que estaba cambiando de color, yendo hacia un rojo gastado. Bajó la vista y, antes de hacerlo, presintió
el vuelo de un ave que atravesó el espacio despareciendo rápidamente. Se frotó
los ojos para convencerse de que había visto mal y que no era negro ni se
trataba de un pájaro tal como le había
parecido.
“Esto va mal”, pensó. “¿Qué me está pasando?”
Se quedó nuevamente quieto, en medio de la
vereda de un negocio, un lavadero o algo así. Sintió frío y se tocó la cabeza. Al
rato, se asomó una de las empleadas.
-¿Se siente bien, señor?
El respondió a la pregunta y a la sonrisa con
una amable inclinación de cabeza. Luego pasó una señora joven con un bebé y el
chico, con simpatía, estiró hacia él una de sus manitos. Por último, se acercó
una pareja y al llegar a su lado, el hombre, un joven, lo miró con complicidad
y simpatía al tiempo que le guiñaba un ojo.
Bueno, con pequeñeces es que el alma vuelve al
cuerpo. Satisfecho retomó su camino. La estación estaba ahí, a metros nomás.
El bar no era de su gusto, pero el café era
bueno y el precio también. Se sentó a una mesa frente a la tele que, como todos
los días, estaba encendida. El sol entraba, vertiginoso, por la ventana y le
pegaba fuerte en las manos.
Miró la hora y comprobó que faltaban pocos
minutos para el mediodía. Volvería a su casa, ya se le había despertado un poco de hambre.
Las doce, hora del resumen de noticias. El
locutor comentó varias, casi todas referidas a la política y al crimen o al
asalto del día. Al final, como siempre y luego de la pausa comercial, llegarían
las dedicadas al fútbol. Esas eran las que le interesaban y se acodó en la mesa
bien atento.
Al rato volvió la imagen sonriente del
periodista; en ese momento la cámara se acercó y solo se vio su cara, en un
primer plano.
-“Un hecho a señalar hoy es la persistencia
del eslabón extraño con la lluvia, que finalmente se ha presentado esta
madrugada y cuyas gotas como siempre no evitan el óxido.”
Dicho esto la imagen se amplió, él bajó su
mano y al levantarla de nuevo mostró, sonriente, a un pájaro negro, que graznando también miró
fijamente a la cámara mientras sus alas se abrían y cerraban. El locutor reía
ahora más abiertamente.
El hombre se sintió directamente aludido, no
le quedaban dudas que a él era a quien
hablaban y de quien se burlaban. Mareado, se levantó y fue hacia la puerta.
-Eh, don, son cinco pesos…
El mozo se acercó y tomó el dinero.
Ahora no tenía hambre. Un nudo, mejor dicho
varios de ellos se habían instalado en su estómago. Penosamente, se sentó en un
banco de la plaza. Miró hacia arriba y descubrió que el cielo estaba peor,
luego lo hizo hacia abajo y a ambos
lados, sin saber qué buscaba. A duras penas se convencía de que debía hacer el intento de regresar a su casa. No
entendía lo que pasaba y eso que se esforzaba como nunca por lograrlo, tanto,
que del esfuerzo le dolía la cabeza. Quería pedir auxilio pero tenía conciencia
no solo de la inutilidad de la ayuda sino también del ridículo sentimiento que eso provocaría.
Y él no estaba para burlas.
Todo sucedió en pocos minutos. El cielo se
obscureció de repente, el viento se desató y luego de algunos truenos bien
sonoros, cayó la lluvia.
El permaneció sentado. Le hacia bien que el agua
lo acariciara. Fue una tormenta corta, ya que al rato apareció nuevamente el
sol.
Por uno de los caminos venían unas maestras
con una prole de chicos, sus alumnos que, alborozados, festejaban la fiesta de
la vida. Al pasar frente al banco uno de
los niños se detuvo, mientras la caravana
continuaba. La maestra que iba detrás de la fila, miró hacia atrás y fue a
buscar al chico.
-Vamos Ramiro, siempre distraído vos. ¿No
tenés miedo de perderte?
-Ya voy, pero él me da lástima.
La maestra fue hacia él y el chico la miró.
-Pobre, está muy triste.
-¿Quién, mi amor? Vamos, el banco está vacío
¿No lo ves?
Lo tomó de la mano para volverlo con los
otros. En el camino, el nene se volvió y solo él percibió esa mancha de óxido
que, lentamente, iba evaporándose. También pudo ver al pájaro negro y
reluciente que de repente atravesó la pequeña nube de vapor y se posó en el
banco.
Buenos Aires, Agosto de 2010
“DECISIÓN”
Un golpe en la puerta y luego otro, más breve.
Pero despiadadamente duros.
“Es ella, otra vez”. Me dirijo hacia la
ventana y la cierro ya que respeto su amor por las sombras y la obscuridad. Por
las tinieblas.
Al tercer llamado voy hacia la puerta.
-Buenas
noches, señora.
-Ajá.
-No
esperaba verla de nuevo, tan seguido.
Me
mira fijamente y se acomoda una hebilla en el pelo tirante de su peinado.
-Adelante, por favor.
Entra y se sienta, siempre en el mismo lugar,
mirando hacia la ventada cerrada, de espaldas a mí.
-Supongo que vendrá por lo de siempre.
-Ajá.
Me acomodo, entonces, a su lado, tomo el
pequeño papel y carraspeo hasta lograr que me mire. Finalmente lo hace. Me
pongo los anteojos y leo. Un susurro.
“Si no decidiera nacer
cada mañana,
moriría de muerte,
moriría.
Pero no sería cada noche,
no.
Sería de una vez
y para siempre,
implacablemente,
pero sola.
Más
no será hoy,
quizás,
quizás
mañana…
o
un día cualquiera.
No lo sé…
Por eso es,
que cada mañana,
he resuelto volver,
volver para nacer
todos los días.”
Me incorporé, entonces, rompí ese pequeño
papel, me quité los lentes, fui hacia la puerta de entrada y la abrí.
Ella se encaminó hacia la salida. Cuando le
hablé, se dio vuelta y me miró.
-¿Ha comprendido usted, señora?
-Ajá.
Después que se fue, abrí las ventanas y vi la
lluvia que caía sobre el laminado pavimento.
“Qué vida ésta”, pensé.
Fui hacia la cocina, encendí la radio y me
preparé un café bien cargado, con edulcorante, eso sí.
Buenos Aires, Octubre de 2012
“EN EL CAMINO”
El hombre cava hoy con furia. Parece como si
la tierra le obedeciera y se abriera mansamente. Tiene olor a fresco esa tierra
negra. Es un perfume, casi. El hombre se detiene como si algo lo obligara a la
quietud. Clava la pala y la deja descansar, a su lado. Es el cielo que lo
atrae, que lo disturba. Cómo puede ser que algo brille tanto, se pregunta. Mira
hacia arriba y casi se enceguece y llora. Escupe, se seca el sudor con ese
bollo de tela que es su pañuelo, toma la pala y sigue.
El camino está ardido, seco, polvoriento. El perro
va adelante, el hombre detrás sosteniendo la correa atada al pescuezo del
animal. La mujer cierra la marcha. Traen bolsas, con las compras del
supermercado. No hablan, parecen dispuestos a aceptar el silencio pensando que
quizás todo transcurrirá más rápido. Los pensamientos se aceleran, las palabras
no, tardan.
Ella
mira a lo lejos. “¿Qué es todo?”
En sentido contrario se acerca un auto, gris.
Al pasar al lado de ellos se lo nota ruidoso y se lo ve desvencijado. Levanta
un pequeño remolino, áspero. El perro, entonces, ladra.
-Que lo parió, no sé qué apuro tiene este
tarado…Por poco nos atropella. Y vos… ¡Calláte!
Al decir esto último dio un fuerte tirón en la
correa.
La mujer se detiene. Deja las bolsas sobre el
piso y con ambas manos se tira el pelo hacia atrás. Un hilo de sudor le corre
desde la frente hasta la quijada.
“Lo hice en contra de todos, de mamá, de papá
y también de Adela, que nunca me lo perdonó. Me acusaron, sin razón. Se dio
así, casualmente. Lo sabían, pero no lo aceptaron. ”.
El hombre también se detiene, cuando el perro,
hociqueando, le indica que algo está pasando.
-¿Qué hacés ahí parada? Mirá que te cuesta arrancar…Todo es un
esfuerzo doble para vos…Sos jodida, eh…
Ella toma nuevamente las bolsas.
-Está bien, vamos.
Lo sigue. Todo se recompone ahora. Perro.
Hombre. Mujer.
“La mierda…A veces pienso que sería mejor
estar solo. No sé, no sé, hay algo que me obliga. Pensar en dejarla, en
echarla, me lastima.” Escupe, lo hace siempre.
Llegan al cruce. En ese lugar, quien sabe por
qué siempre hay teros.
El hombre toma el desvío y la mujer se
detiene. Algo la inmoviliza. Se vuelve y a lo lejos descubre un caballo, ese de
Marcelo, el que hace los pozos para el gas. Verlo le provoca una sonrisa.
Levanta su mano y lo saluda. Pero el hombre no responde, seguramente no la ve,
o mira hacia otro lado.
Recoge nuevamente las bolsas y continúa. Ya no
se ven ni al hombre ni al perro.
Finalmente llegan. La casa, como siempre,
parece dormida.
“Otra noche frente a frente, en silencio.
Espero que esta vez no insista.”
Su cabeza rechaza esa posibilidad y la lleva
hacia otro sitio. A los golpes de pala que abren la tierra. Sus sienes todavía
los escuchan. Lava los platos con
lentitud, prolongando el tiempo de ese momento en que está abstraída y simula
estar sola.
“Me voy a la cama, te espero. No tardes.”
Un escalofrío recorrió su cuerpo y un vaso
resbaló de su mano, sin romperse, por suerte.
“¿Me oíste?”
Ya no suenan más los golpes sobre la tierra;
ahora es su corazón que late como si fuera a reventar.
“Si, te oí.”
Se sienta a la mesa y mira hacia la puerta,
cerrada. “Afuera, eso”.
Por suerte, piensa, parece que este aguacero calma sus
deseos.
El hombre se volvió de costado, con
brusquedad. Tiró de las cobijas hasta apropiárselas.
“¿Cómo será la lluvia en mi pelo?”
Imagina el largo camino que, en la obscuridad,
la haría llegar hasta el pozo.
Se levanta, entonces, y con sigilo se calza
las chancletas y abre la puerta. La luna y los árboles forman una masa
indefinida detrás de la lluvia. Entonces camina, a tientas, en la obscuridad
iluminada esporádicamente por alguno que otro relámpago y con un fondo de
truenos y de particiones. Sabe hacia dónde va y no necesita ir buscando
caminos. Sus pies están ahora empapados y el barro se cuela entre sus dedos
blandamente.
Aparte de la lluvia, el viento. La mujer
sostiene su cuerpo contra el acoso de ese temporal, intentando llegar. Tiene
ganas de gritar, pero sabe que no puede hacerlo, ya que la noche, allí, a veces
traiciona. Entonces llora y sus lágrimas aumentan el torrente que corre por su
cara.
Finalmente, a pocos metros, la casa, la
casucha. Algunas chapas, pocas, las más nuevas, relucen y marcan la entrada, el
lugar.
Golpea fuerte hasta que la puerta se abre. El
hombre la mira sorprendido pero inmediatamente comprende y tomándola por un
brazo la lleva hacia adentro, hacia la negrura. Lo hace con brusquedad. La
furia de la tormenta, la noche y la soledad aumentan el deseo. Que también es
brusco. Sin decir palabra la tira sobre la cama y ambos se entregan,
salvajemente.
Cuando el hombre vino a buscarla, también con
furia la sacaron de la casucha. Estuvieron
de acuerdo en que así debía ser.
Y así fue, ganó la sumisión nuevamente. Solo
el silencio la acompañó durante el trayecto de vuelta.
“Mañana me mato. O me voy. O lo mato”. Sabía
que nada de esto sucedería. Entonces,
fue a la cocina y empezó a preparar el almuerzo. Vuelve a pensar en su madre y
también en su padre. También en Adela. Está segura que, de volver, la
internarían. “Lástima, así como la ven, tan bonita y educada, es peligrosa.
Intentó envenenarnos.” Es lo que dijeron y lo que dirán. Eso y más.
“Mañana”.
Sabe que solo es una palabra.
Otra vez. Ahora es mañana. El camino, la
vuelta del pueblo. El hombre adelante, ella unos metros detrás, el perro. La marcha
ahora es más dura. Ella ha sufrido los embates de esos hombres, que la
castigaron. Culpable, otra vez. Tardará en reponerse.
Y otra vez esos pensamientos. Son recurrentes.
Insisten en instalarse en su cabeza.
“Alguna
vez, alguna vez podré salvarme y vivir o tendré que esperar a que la muerte me
tome, sumisa, para liberarme .Adela, entendeme. Era sal, solo sal, no era otra
cosa.”
El perro ladra. Lejos, el pocero trabaja. Por
el camino viene una pareja con chicos. Ríen de puro contentos. Al pasar junto a
ellos, saludan. Y luego, se pierden en el olvido.
Buenos Aires, Diciembre de 2013
“LLAMADO AMOR, ESO.”
Había buscado en el amor el alejamiento de la
vulgaridad de la vida burguesa. Porque no hay otra forma de llamar a ese
devenir sembrado de convenciones y de apetitos inmediatos e inútiles. Esto solo, para él, no sería tan grave si no
tuviera el aditamento de esa otra perversa obscenidad, la del entorno, la
época, el tiempo en el que le tocó vivir. De ahí, sus reflexiones.
Se propuso, entonces y en un intento intuitivo,
provocar un acercamiento artificial, con tal de satisfacer su deseo de misterio
y de pasión. Obtener una postura romántica, sin esos excesos de cursilería que
acompañan habitualmente a ese concepto.
El haberse cruzado con Antonia había resultado
un comienzo exitoso por lo intenso y despiadado. Ella era una mujer casada, que
no admitía su identidad de infiel y que se regodeaba y enaltecía con su
superioridad de cultura, espíritu, alma.
Y con su supuesta libertad.
Román, ante estas demostraciones, aceptó
humildemente esta verdad cargada de cinismo, mostrándole, eso sí, una mirada
burlona y risueña que desconcertaba a la mujer.
Admitieron, desde el comienzo y tácitamente,
el carácter de juego de esta relación.
Una noche, una vez que los niños se habían
dormido y aprovechando que el padre de éstos (dicho así para respetar el
sentimiento de la mujer de no hablar de lazos maritales) se hallaba ausente, decidieron encontrarse en una calle (que ellos
sabían obscura y poco transitada) a eso de la medianoche, bajo la negra frialdad
de ese crudo invierno.
Lo hicieron entre dos autos estacionados
malamente, casi semidesnudos ya que también en eso encontraron que el placer
los estaba bendiciendo.
Román y Antonia se hicieron amantes a la
manera clásica, con las formas cortesanas,
desbordadas por la lujuria y el deseo.
Este hecho, si se quiere de una cierta banalidad,
selló las reglas de una relación descubierta y encubierta.
Ambos, repitieron experiencias similares a la
narrada y ambos sintieron que ese ardor,
ese vértigo, esa antesala del delito, enaltecía el amor que sentían el uno
hacia el otro.
Pero, a veces, eso que llamamos destino se
encarga de desvirtuar ciertas formas del hallazgo por más venturosas que
parezcan.
Entonces, apareció Irene, casi de repente. Un
encuentro casual, en una esquina, de manera impensada.
Antonia e Irene que doblaban y Román que venía
en sentido contrario. Lo normal, vecinos que se cruzan. Como las miradas.
“No sabía que tenías una hermana.”
“Sí. ¿Te parece bella?”
“No sé.”
“Es bella pero tonta. Por eso está sola.”
“No sé.”
Y fue que Román buscó a Irene, y fue por esos ojos intensos,
provocativos. Y también castos.
En la puerta de entrada, como bienvenida,
colgaba una cruz pequeña, seca, de madera.
“Pase, antes que nada, le digo que mi hermana
no debe saberlo.”
Y fue
diferente. Las sábanas de la mujer olían a jazmines, en su blancura casi
inmaculada. Había algo de religiosidad en ese cuarto, con la morbidez que eso
conlleva y provoca.
Su cuerpo, sobre el lecho, despertaba en el
hombre un instinto violatorio que ella, la cabeza hacia un lado, permitía sin
mirarlo, en una entrega indolente hasta que el necesario último grito rompía
esa docilidad.
Luego las sábanas cubrían con un pudor
señalado lo abrupto de estos recurrentes finales.
“Ella está muy rara.”
¿Quién?”
“Irene, mi hermana, de ella hablo.”
“Sí. Todos cambiamos alguna vez.”
“Ella no, nunca. Algo está ocultando.”
“Quizás.”
“Hablemos de nosotros.”
“Claro. Te amo. Y me gustaría hacerlo en tu
casa, en la cocina, cuando tu marido y los chicos duermen.”
“Pedís mucho.”
“Si me amaras…”
Ese capricho debió esperar. Nunca llegaban a
hacerlo. Ni eso ni otras chances salidas de Román.
Irene ofrecía el encanto del silencio y de la
timidez. El pudor, quizás, ese fruto raro y codiciado, quizás por su extinción.
Esto exacerbaba el espíritu de Román. No le
importaban ni el balcón a la calle con las suaves cortinas transparentes, ni la
pequeña lámpara Versailles que pendía sobre la mesa del comedor, ni la casta
estatuilla de la Virgen, iluminada por una pequeña vela, situada sobre la
cómoda.
No, él amaba esos ojos negros e intensos que
se cerraban con vergüenza en el momento de la entrega.
Una relación provinciana en medio de la
ciudad.
“Está bien, hagámoslo en casa, en la cocina
como lo pediste. Salvo los niños, que no estarán, el resto está igual.”
Fue la primera vez que vio el cuerpo desnudo
bajo la fría luz que bañaba la mesa. Lo recorrió íntegramente. Y allí el sexo fue más duro, fuerte, casi
violento. Sucumbieron, en silencio, ante cada centímetro de la piel del otro y
descubrieron detalles, nimiedades.
Luego, otro día, lo hicieron en el lavadero.
Después en el rellano de la escalera y hasta en la puerta cerrada del
dormitorio, frente a la legalidad.
Muchas veces, demasiadas.
“Algo me está pasando, siento un
desgaste. No soy el mismo hacia ella.”
Es que el tiempo, el tiempo es así. A veces
deja que los sentimientos caigan,
mueran.
Irene. Irene.
Todo lo hacía volver hacia ella. Quizás su
quietud, cierto hermetismo en la mirada. La manera con que le entregaba la copa
de vino de rigor, casi soltándola apenas él hombre rozaba sus dedos.
También advertía la belleza de la madurez de
ese cuerpo, esa turgencia del silencio. La voluptuosidad contenida, dispuesta a
soltarse, con algo de culpa.
Quedaban exhaustos, con el placer del cansancio.
El la miraba y le insinuaba una sonrisa a la que ella respondía con un flaco
gesto de indiferencia. Mirándose una mano, a veces.
“Siento que mi amor está aquí, de este lado.
Junto a esta mujer, mayor que yo.”
Antonia. Antonia.
Ella se había habituado a ese riesgo en su
cotidianeidad. Buscaba al hombre con insistencia primero, luego con
exasperación, finalmente con furia. No podía permitirse el dolor. Ella era
fuerte y ningún sentimiento de blandura le cabían para este caso.
Antonia exigía.
Román. Cuánto más pensaba en
Irene más se alejaba de Antonia. En
esa disyuntiva sentía el placer del hombre codiciado, el que se permitía
torturar por amor. Un arma muy difícil. Y Antonia, ella, estaba dispuesta a no
permitirla.
Es entonces que comenzaron las persecuciones y
los desencuentros, los escondites de la cobardía. Así lo llamaba ella. Cobarde.
Creyendo, erróneamente que era el peor de los insultos, el que lo obligaría a
volver, a amarla nuevamente, a despertar esa ira salvaje que una vez hubo. Pero
no, no era así. El teléfono sonaba noche y día. Y desde el balcón, o en una
esquina, o en el supermercado, o en
cualquier sitio, se la viera o no, se
percibía su presencia, afectada por la casualidad, como de paso. Eso sí, la
mirada siempre dura, de castigo.
En él nacían otros
sentimientos, sin poder reprimirlos. La duda (si es que esto depende del
corazón y no de la razón) fue el primero; siguieron después la incomodidad, el
fastidio, el malhumor, el odio. Y por último, el peor. La indiferencia. Si
alguna vez se había sentido culpable por alguien a quien había perturbado ahora
sabía que no era culpable de nada, hasta eso había desaparecido. La
indiferencia había barrido su espíritu
de toda conmiseración posible.
“Que esa culpa la sientan otros. Los que
mienten, los que ponen la cara del honor, del respeto, los que son ajenos a la
felicidad, a pesar mostrarla como propia.”
“Al fin frente a frente.”
“Así es.”
“Por qué huías?”
“Lo sabés.”
“No sé. O tal vez sí.”
“¿Entonces?”
“Quiero oírlo.” “Se trata de una marca.”
“¿De qué hablas?”
“Tu hermana, Irene, tiene un lunar. Como vos,
cerca del pubis.”
La mujer salió corriendo tapándose la boca. Al
llegar a la esquina chocó contra un árbol y se cayó. Dos o tres personas se
apuraron para socorrerla.
Román miró la escena, dio media vuelta y
siguió su camino.
Pensó que todo eso era una simple tribulación.
Buenos Aires, Enero de 2014
“UNA FICCION RAZONABLE”
Ambos, cada uno con
su secreto.
Se conocieron, se enamoraron y se contaron, de a poco,
una buena parte de sus vidas, muy cortas, ya que eran jóvenes. Omitieron
ese misterio personal que no revelaban, muy guardado quien sabe dónde. Valía el trato franco, cordial, amistoso, de
amantes con toda la vida por delante.
Delia amaba a los
niños y había encontrado en la enseñanza un cauce para ese sentimiento,
seguramente maternal. Pero no anhelaba no haberlos tenido, los suyos. El, Víctor, gustaba de la vida mundana y
cultivaba amistades, la mayor parte de ellas logradas en las ventanillas del
hipódromo dónde era empleado.
Gozaban del mundo,
eran alegres y sociales y, en el barrio donde vivían –en las afueras del centro
de Flores- eran queridos, casi admirados. “La pareja perfecta” los llamaban.
“Lástima que no tienen hijos”, también comentaban, por decir algo.
El secreto existía,
claro. Cada uno con el suyo, bien guardado quién sabe dónde… ¿Tal vez casi olvidado?
Una noche de otoño,
luego de muchos años, discutieron.
Otro día, quizás en
invierno, volvieron a hacerlo.
Una madrugada ella
fue hacia el balcón y estuvo un largo rato mirando hacia abajo. También él, una y otra vez, fue a su viejo
saco de invierno que ya no usaba y revisó, también una y otra vez, uno de los
bolsillos internos.
Entre ellos y sin
saber por qué las simpatías se aplacaron. Y apareció ese rencor.
Una noche, cerca de
la Navidad, el volvió antes de lo previsto y la sorprendió en la cama, su cama,
con un extraño.
“Es mi amante, siempre lo fue”. La sonrisa de la mujer era
desafiante. Él pensó en las rejas de la ventanilla del hipódromo y también en
las otras. No le importó. “Sos como mi madre, una puta”. De un tirón abrió la
puerta del ropero y buscó el revólver,
que siempre estuvo al
acecho. Pero no lo encontró, no
estaba allí esperándolo. Fijó sus ojos en la mujer. Ella le apuntó, con una
mueca dura y con dos balazos sació su sed. Él cayó. Pensó en las rejas pero casi sin verlas.
Secretos. Amores.
Deseos inconclusos… ¡Quién sabe…!
Buenos Aires,
Marzo de 2015
“A VECES, TODO ES COTIDIANO”
Cuando Elsa entró al
cuarto de su hermana, descubrió que ésta yacía sobre la cama, con un brazo
colgando, los ojos y la boca abiertos,
seguramente muerta.
“Qué contratiempo”,
pensó, “Pobrecita, pasarle esto justo hoy que festejamos mi cumpleaños. Con lo
que a ella le gustaban las fiestas…”.
Salió de la
habitación, cerrando la puerta quedamente y bajó las escaleras, apesadumbrada.
Mientras lo hacía se acomodó el pelo, gesto repetido cuando estaba preocupada o
cuando algo se le instalaba en la cabeza vivamente.
En el living se sentó
frente al televisor, dispuesta a mirar el capítulo final de la novela de las
cuatro.
“Una coincidencia”, volvió a pensar, “Hoy terminan
dos historias, la de Ana María, pobrecita y esta de la tele, tan larga y
apasionante. En fin, es así, no hay
remedio”.
Se acomodó en el
sillón, cruzando los pies. Después, todo se resolvería. Como siempre, la vida
es siempre un después.
-Entonces… ¿Hoy no
hacés el festejo?
Ella notó que la voz
de la amiga estaba un poco crispada, con cierto enojo.
-No, claro. Imaginate
que tengo que solucionar el problema actual de mi desgraciada hermana. No vamos
a brindar con la pobrecita allí, a escasos metros, con su cuerpo enfriándose
cada vez más. A ella no le gustaría.
Seca. Una información
amable pero seca.
-¿Y tu marido qué
dice? El, que como siempre está a tu lado… Te envidio. ¡Vos sí que tenés
suerte, Elsa!
Ahora percibió ese
tono irónico, envidioso, falaz.
-Claro que siempre me
acompaña, por fortuna y por mérito propio,
desde hace casi veinticinco años…Vos, que estás soltera, no sabés lo importante que es eso…A veces es
un peso, claro, pero, pero…Pero ahora no
está, su trabajo, siempre su trabajo que lo hace recorrer el país con eso de
las auditorías… Todo eso para tenerme como a una reina, ya ves.
-Es verdad, justamente, es verdaderamente un hombre
sacrificado…Y todo por vos y para vos. Así vale la pena… aunque estés mucho
tiempo sola. Comprendo. Decime… ¿Las demás ya lo saben?
-Por supuesto, ya me avisaron que me traerán el
regalo otro día, cuando mi ánimo mejore. Ya me lo dijeron. Después que pase este momento tan ingrato.
-Ah, los
regalos…Bueno, te llamo o nos vemos. Adiós, querida…Contame… ¿Cuántos años cumplís?
-Cinco menos que vos,
creo. Hasta pronto, amorosa.
Fin de la
comunicación.
“Asquerosa. Y envidiosa. Esta nunca me quiso. Lo único que
le interesa es venir a pasar el rato,
aprovechar para hablar mal de las ausentes y comerse diez o doce sándwiches de
miga, como la última vez.”
Entonces se
decidió.Vinieron el médico, la policía, un fiscal y por último la ambulancia.
Los trámites fueron rápidos, un poco obscurecidos por la falta de premura en el
aviso del deceso.
“Miren esto. Hay
algunos que creen que no tengo otras cosas en qué pensar. Creen tener siempre
la razón.”
Abrió las ventanas.
Sacó las sábanas de la cama y el cubre azul-celeste que habían heredado de sus
padres.
“Un día perdido.
Justo el de mi aniversario, pobrecita, se fue como vino, sola. Bueno, así es la
vida. Sin hermana y sin marido. Mañana voy a ver si voy al cine. Tengo que
distraerme un poco, claro. Le voy a decir a Martha, que le gustan las películas
argentinas, como a mí.”
Justo al salir,
descubrió algo que estaba casi debajo de la cama, como asomado.
El sobre era blanco,
rectangular, sin ningún destinatario ni leyenda. Por supuesto, lo recogió
rápidamente.
“¿Le habrán enviado
una carta, después de muerta…? Quién sabe. Aunque ella era tan creyente, la
pobrecita, que todo puede ser. O a lo mejor la escribió ella, aunque veía tan
poco que… no sé…”
Se sentó junto a la ventana para leerla tranquila. Cuando
corrió las cortinas para tener más luz lo vio. Estaba quieto, enfrente, vestido de negro y con anteojos
obscuros. Había en ese hombre algo familiar que la puso nerviosa.
“Dios mío…Dios
mío…hermana mía, algo pasa.” Se puso tan tensa que se golpeó el dedo gordo del
pie con el borde de una mesita.
“Mierda”. En eso
sonó el teléfono. Fue corriendo y levantó el tubo. Nada. Del otro lado silencio
y un “clic”.
La carta, la carta.
Se puso muy nerviosa. ¿Qué significaban esa llamada y ese hombre allí debajo,
vestido de negro. No era ni miedosa y mucho menos supersticiosa, pero todo había sido tan vertiginoso. Esa…
ocurrencia de la pobre Ana María, de morirse justo ese día sin haber estado enferma,
ni una bronquitis, nada de nada. Y la novela, además, que había terminado con
ese final tan raro… Y sus amigas, que ni siquiera la habían saludado para darle
el pésame. La confusión la embargaba. Fueron al cementerio, eso sí, pero dolor
no, ninguna de ellas derramó siquiera una lágrima, aunque sea por compromiso.
Putas, no expresaron nada. “Todo se
junta, todo”. Un día complicado,
exasperante para ella que se sabía tan calma.
A ver, la carta.
“Querido Carlos, quiero decirte que a pesar del tiempo que
ha pasado, lo nuestro sigue tan inalterable como siempre.
Ahora me siento
libre, muy libre. Hasta me he quitado el prejuicio que vos pertenecías a mi
hermana y que yo estaba traicionando a la pobre Elsa.
Tus besos, tus caricias
clandestinas, esa mirada furtiva, cómplice y cálida que me regalabas en esos
momentos en los que no estábamos solos son un tesoro que ha acrecentado mi amor
por vos.
Y bien…quiero decirte
que sí, que estoy de acuerdo, que cuando lo dispongas nos iremos lejos, vos y
yo, para iniciar un nuevo capítulo en nuestras vidas y cumplir con nuestro
destino de…”
Una puñalada en medio
de su corazón. “Doble traición. La de su hermanita, ingenua, casta, tímida y
dócil y la otra, la de su marido, ese hombre recto, formal, creyente, educado
que tanto amor siempre le prometió…”
Fueron puntuales.
Quedaron a las cinco de la tarde y allí estaban. Vestidas de primera, una de
ellas hasta se había puesto guantes, que ya no se usan. La otra, como siempre,
la pollera muy corta como una jovencita. “Estas exageran la nota.” La mirada de
Elsa fue, de cualquier manera, amable.
Después de la entrega
de regalos (Un juego de jabones, un “foulard” y alguna que otra pavada) se
sentaron y tomaron el té.
-Pobre Ana María, se
fue sin despedirse…
-Como una santa. Lo
que fue.
-Lástima no haberse
casado. Nunca lo quiso, porque seguro que pretendientes tuvo…
-Claro, con lo bonita
y simpática que era…
La conversación,
entre taza y taza y masas que iban y venían, se redujo a esos comentarios,
formales, de personas bien educadas.
-Decime… ¿Qué dijo
Carlos cuándo se enteró?
-Bueno…saben que él
está de viaje, recién había llegado a Mendoza cuando lo llamé. No hablamos
mucho, se entristeció, claro, sobre todo por mí, me dijo…”Se fue tu hermanita
querida, parte de tu alma…”
“Una pequeña mentira,
para sortear la situación frente a estas arpías.” Y las miró, sonriendo.
-¡Qué poético!
“Bruja.” Volvió a
sonreír, esta vez lánguidamente.
Las despidió con una
sonrisa, un hasta siempre.
Al cerrar la puerta
pasó frente al retrato de su hermana, ése que le habían pintado cuando cumplió
los quince. Lo miró y siguió de largo.
“¡Qué manía la tuya
de cerrar las ventanas, como si la luz no existiera!”
Encendió la luz y se
sacó los zapatos, sentado en la cama.
-¿Te preparo un
tecito, Carlos? Debés estar cansado.
-Sí, los pies me
explotan.
“Estoy lista. Cuando
sus patas le explotan, hieden
horriblemente. En fin, aguanté tanto que merezco un monumento.”
Entonces fue hacia la
cocina mientras el hombre se quitaba la ropa.
Cuando volvió al
cuarto las ventanas estaban abiertas y ella volvió a cerrarlas.
-Tomá, querido, aquí
está tu tecito. ¡Qué cosa, no? Te compraste un traje negro…Intuición,
quizás…Pobre Ana María, una vida para nada. Solo tuvo un atisbo de esperanza
casi a último momento…
El hombre la miró.
-Claro, vos no estás
enterado. Estaba saliendo con un hombre, un ex compañero de su trabajo…Menor
que ella, claro. ¡Y estaba tan contenta! Pero así son las cosas…El destino no
quiso que fuera feliz.
Un largo suspiro.
-En fin…Querido, me
voy un rato a mirar la tele. Que duermas bien…
El hombre la miró,
nuevamente. Se tapó, se dio media vuelta y se dispuso a dormir. Pero no pudo,
pasó la noche en vela.
Allí estaba ella,
eternizada en ese retrato de los quince. Esta vez se detuvo. Pensó en
descolgarlo pero no lo hizo. La miró fijamente. “Esclava de sus propias
virtudes… ¡Sí, buena atorranta habías resultado!”
Y fue hacia el
living, encendió el televisor y se dispuso a ver una película. Ese día pasaban
una muy antigua, de Joan Crawford… “Entre el amor y el pecado”.
“ Moments.”
1.Claire.
Elle se réveille trop tôt tous les jours, du
lundi jusqu' à dimanche. La femme bien sait qu'elle se réveille trop tôt.
Ses yeux cherchent le plafond blanc, le paysage habitude, ce qui commence sa journée.
Ses yeux cherchent le plafond blanc, le paysage habitude, ce qui commence sa journée.
Après, elle va aux
toilettes. Elle ouvre, donc, les
fenêtres du salon et regarde le ciel.
Son visage devient heureux si le soleil brille ou triste si les nuages
sont en attendant pour rentrer.
Elle fait le petit déjeuner et le téléphone ne sonne pas.
Elle déjeune, plus tard, et le téléphone insiste en son silence.
Aprés midi, elle va à l'armoire de la chambre à coucher et révise et accommode les robes qu'elle a portées la veille.
Elle fait le petit déjeuner et le téléphone ne sonne pas.
Elle déjeune, plus tard, et le téléphone insiste en son silence.
Aprés midi, elle va à l'armoire de la chambre à coucher et révise et accommode les robes qu'elle a portées la veille.
 seize heures, elle s’ assied dans
le fauteuil et allume la télé. Elle a l’ espoir que le personnage principal
rencontre, finalement, son grand amour. Mais non, ce sera demain.
Alors, elle ferme les yeux et s’ endorme. Une
petite sieste de quinze ou vingt minutes, qui passeraient très rapidement. Mais non, ce soir la durée était plus
longue…une heure demi , presque deux heures?
C’ est chaud,
maintenant. Elle pense à la fièvre, qui d’ habitude la visite. Alors, elle
reste immobile, en attendant à s’ améliorer.
Ses yeux
ne sont pas obéissants, c’ est pour ça qu’ elle insiste et qu’elle regarde le
téléphone de nouveau.
Elle sent
de la pitié pour les muets, mais pas pour le silence.
La femme
soupir et décide d’ aller autrefois vers la fenêtre. La rue est vide; le soleil
est sur le point de se coucher et le ciel montre la couleur de l’ hiver. Quand elle tourne au milieu du salon,
elle regarde ses pieds et après elle aussi cherche le miroir pour voir son
corps tout entier. Elle s’ arrange la jupe, la repase avec ses mains et accommode
ses cheveux.
C’ est le moment
de l'inquiétude. Elle commence une ronde dans le salon, de gauche
à droite et de droite à gauche, presque autour de soi-même; soudain découvre
une mouche et, lentement va vers elle pour la tuer.
D’un coup, elle s’arrête et pense au frigo. Elle va à la cuisine et en ouvre la porte. Le poulet rôti est là, en attendant le diner de la veille. Le partagé a été son destin impossible. D’ un autre coup elle ne le voit plus.
D’un coup, elle s’arrête et pense au frigo. Elle va à la cuisine et en ouvre la porte. Le poulet rôti est là, en attendant le diner de la veille. Le partagé a été son destin impossible. D’ un autre coup elle ne le voit plus.
Un léger
air d’ angoisse s’ aproche. La dame va vers l’ armoire et prend le manteau, le
plus brun; après maquille ses yeux et les lèvres. La femme ouvre la porte
d´entrèe et, toute de suite, elle s’ en va.
Elle revient sur le point du jour,
seule. Ainsi qu'elle est sortie, elle est rentrée. Maintenant, et c'est très
curieux, elle n’est pas soiffée moins affamée.
Elle va au
frigo, prend le poulet rôti, ouvre la fenêtre et le lance sur la rue. Finalement,
elle cherche un petit tissu et nettoie la vitre où elle a tué la mouche.
Elle
décide de se coucher. Un temps sans rêves. Blanc. Elle sait que ce sera
impossible, tous les jours elle se
réveille tôt, trop tôt.
Buenos Aires, 24 de Mayo de 2016
2.Sébastien.
Deux
heures après minuit. Le garçon se réveille et, en écoutant les bruits sourds
qui viennent de l'autre appartement, ceux de la voisine il décide, finalement, de se lever et d’
aller à la recherche de l'origine de ces rumeurs.
Il appuie l’oreille
sur le mur. On entend des soupirs, des petits
cris, des essoufflementes.
Le garçon connaît bien la
voisine. Il s‘agit d’une femme grosse, blonde,
qui a une grande poitrine très voluptueuse.
La lumière pénétre à travers
d’ une felûre qui se trouve dans la porte en bois de la chambre, si petit comme
ces des aiguilles. Mais il n’aime pas cette clarté intruse, donc il l‘élimine avec
un mouchoir qui permet de retourner à l’ obscurité la plus intense. Parfois,
les ombres sont bonnes.
Lors même qu’ il n’
est pas fatigué, il va au lit de nouveau et regarde le bandoneon qui se trouve
sur un siège. Il y a longtemps qu’ il ne joue pas du bandoneon. Il pense aussi
au Lycée. Les vacances d’hiver sont bien venues, surtout pour le bien dormir.
Il large son bras et caresse l'instrument. Le
clavier a des boutons tièdes et son corps déplie quand sa main l' allonge. On
sonne une lamentation légère, moins forte que cettes qui s'écoutent à travers
les murs.
“Tu es mon prince….”… ”Et toi, tu es ma reine, viens avec
moi…”
Après on entend un
siège qui tombe et les rires, pleines de la joie.
Qui est-il? Il ne peut
pas penser à l' homme qui accompagne la dame mais, il peut penser au corps
blanc et morbide de la femme, même son regard, profonde, intense comme lui l'
aperçu ce jour de printemps depuis longtemps quand ils s'étaient croisés dans
le couloir.
On entend, maintenant
un cri plus intense, presque à tue-tête, peut-être le cri de la douleur ou du
plaisir. Le garçon sort du lit et s' assied
dans le petit banc consacré au bandoneon. Il joue, alors, des sons les
plus graves, d’ un tango inconnu ou ignoré,
sans l' importer l’ heure et le silence que la nuit provoque. Il regarde
les murs. Il y a, à peine, vingt centimètres qui séparent son bandoneón
de la dame et de l’ homme qui s’ abbandonent au plaisir. Il pensait à la
femme, à ses lèvres, à sa bouche et à la
salive épaisse qui se passe d’une langue à l’ autre.
Donc, il se garde
dessous les nappes et la grosse couverture, avec le geste de se proteger.
Peut-être. Ses mains dansent, à l'abri de la chaleur et finalement son
esprit et son corps produisent l'explosion qui trouve la paix de la relaxation.
Un fleuve, le fleuve
de l‘abondance parcourt ses jambes et va vers l’ infini.
À la fin, il
s'endorme avec l'espoir de posséder les images qu’il imagine et qui ne sont pas
que les rêves qui se sont réveillés: le son du bandoneon et la voix du plaisir
toujours imaginé.
Au matin suivant, le
garçon écoute les pas des chaussures à talons qui traversent le couloir. Donc,
il imagine qui est qu’ il y traverse.
Une chevelure blonde
qui s’ eloigne pendant que le soleil commence à briller.
Buenos Aires, 27 de Mayo de 2016
3.Marie-Thérèse et Raoul.
L’ homme
est assis au bord du lit. Comme d'habitude, il est déjà prêt à prendre les
vingt-cinq gouttes nécessaires pour appeler une bonne nuit de sommeil. À côté, la petite lampe
brille d’ une manière tiède. Il prend le verre et boit, avec un geste qu’ il
suppose presque héroïque. Il sourit en pensant à cet adjectif.
Maintenant la dame entre à la chambre. Elle
est déjà habillée pour aller au lit. Elle sait qu’ elle a, aujourd'hui, changé les nappes et-t- elle devine le parfum
qu'elles envahiront à son corps. Elle avertit de la simplicité de cette pensée
et de ce fait mais, elle aime qu'il soit comme ça.
L’ un à côté de l’ autre. L’ homme regarde,
silencieux, le plafond blanc; la dame a pris son livre, un roman, et continue à
le lire.
Ils savent qu’ il y a presque un demi-siècle
qui leur sépare de la jeunesse.
L’ homme accommode son corps, dos à dos, les
jambes pliées, loins de la femme. Ce fait a fâché toujours à la femme, qui sent
qu'il s'agit d'une manière de mépris. À l'égard de l'homme, il a toujours
détesté que la lampe reste allumée jusqu’ à l'arrivée du soleil. Il a des
problèmes avec le sommeil (c'était déjà dit) et son humeur devient rapidement
en colère, sourde.
Habits, chacun avec le sien.
La sonnerie
de l’ horloge du salon marque une heure après minuit.
L’ homme ouvre la couverture et sort
du lit. Il va aux toilettes. La dame se quitte les
lunettes et, en soupirant, elle laisse le livre sur la petite table de nuit.
On passe un, cinq, dix minutes.
La femme, sort aussi du lit et va vers la porte fermée. Elle essaie d’écouter ce qui se passe
aux toilettes. On entend la toux de l'homme, sèche et courte. Quand le réservoir
du bain sonne, elle tourne rapidement au lit. Tout de
suite la femme prend le livre et de nouveau porte ses lunettes.
L’ homme
revient, ses yeux gardés derrière le petit masque qui évite la lumière. Sa
marche est maladroite, c’ est quelle d’ un aveugle… Cependant, il arrive au
lit. Le regarde de la femme est dur, péjoratif.
Elle
éteignait la lampe. Maintenant l’ obscurité s’ appropie de la chambre.
Pendant que le sommeil arrive, la femme pense à la
protagoniste du roman qu’ elle lit: Emma. Au début de la lecture, elle l’ avait
considéré une femme sans scrupules; mais… maintenant elle comprend qu’il s’
agit d’ un personnage qui est très insatisfait et c’ est pour ça qu’ elle
continue à la recherche de l’ amour sans l’ importer quoi…
Finalement, la
femme s’ abandone et s’endorme.
A son
côté, le mari se réveille. C'est la pause habituelle pour les prières. Vingt
minutes consacrées à Dieu au milieu de la nuit. Lui demande de la paix
nécessaire pour supporter cette étape, la finale de sa vie. Il parle avec Dieu
et lui dit qu'il souffre, qui n'est pas heureux et qu'il espère de la générosité du ciel.
.
Après le
dernier Amen, il reste plus tranquille et tourne à dormir.
Au matin,
quand ils sont en train de faire le petit déjeuner, en dehors, on entend, des
cris, des lamentations, des récriminations.
Ils abandonnent la table et vont
rapidement vers le balcon. Il s'agit d'un homme et d'une femme, très jeunes qui
discutent. Finalement, la colère cesse et ils s'approchent et s'embrassent
d'une façon très passionnée.
En haut, la dame ferme la fenêtre, met les rideaux et ils, deux, poursuivrent le rituel quotidien.
En haut, la dame ferme la fenêtre, met les rideaux et ils, deux, poursuivrent le rituel quotidien.
Buenos Aires, le 30 mai 2016
“LES ADIEUX”
Le silence, pour elle, c’ était le salut. Il y a déjà longtemps de la séparation. Six moins, peut-être plus. C'est déjà suffisant; le temps convenu. Il s'agissait d'une relation si longue même le temps de l'adolescence de la femme. Alors, le moment du point définitif est arrivé.
Le silence, pour elle, c’ était le salut. Il y a déjà longtemps de la séparation. Six moins, peut-être plus. C'est déjà suffisant; le temps convenu. Il s'agissait d'une relation si longue même le temps de l'adolescence de la femme. Alors, le moment du point définitif est arrivé.
Elle prend
sa veste d'hiver, son chapeau à laine et –décidée- marche à rencontrer la calme
personnelle ou l'état qui s'approche à ce sentiment.
L’ hiver est déjà passé, une saison
pleine de doutes, peurs, soucis.
Maintenant, le temps est encore frais, malgré
printemps, qui est prêt à arriver.
Elle a pris le
métro et a descendu juste au commencement de rue Florida.
Pendant
le trajet elle a senti ses mains si froides comme la glace. Elle sait que,
depuis son enfance, s’ agissaient d’un signe de nervosité.
“ Facile
à comprendre, inutile à expliquer. Comme ma vie, peut-être. Enfin, c' est ça”.
Ce matin
elle a consulté le miroir et celui-ci l’a donné l’image la plus triste de
soi-même.
Le temps se passe et laisse ses marques…Elle voit
son visage, aussi sa tête très angoissés par tous les sentiments variés qu’
elle a supportés, même qu'elle n'avait pu de chercher une solution efficace.
“Bon Dieu,
qu’ est-ce que j’ ai fait pour mériter ce châtiment?”
Si bien
qu'elle pense que tout se passe, elle saurait aussi que cette histoire est
difficile à résoudre.
La
mémoire…
“Tout a
commencé ce´jour-là, quand j'ai découvert, encore au lit, que le portrait de
maman, était cassé, les petites pièces éparpillés sur la table de nuit. En plus
et surtout, il y avait le sourire de moqueur, le plaisir d’ un mâle dessiné
dans ses yeux, tout à plein, l’ innocence
bien déguisée de politesse…La canaille aussi à plein.
Lequel
était mon crime?”
Il habite
dans un quartier élégant, peut-être l’un des plus riches à Buenos Aires.
Debout au
coin elle pense à monter un taxi, mais elle réfléchit et décide de marcher à
pied, malgré la distance, assez longue.
Elle a besoin de penser son discours et de
choisir les idées et les mots à fin d’éviter des blessures inutiles. Elle a
besoin, aussi, de prendre son temps…d’
être astucieuse…
Par rapport à sa vie actuelle, la femme a déjà
planifié les jours de l’ avenir: elle consacrer à son futur à l’ apprentisage où, serait mieux
bien dite, au développement de la sensibilité à travers de l’ art et de son
métier d’ architecte.
Cette sera sa harangue…”argumentatif” face à
lui.
La mémoire
ou l’ imposition de l’ esprit…
“Tu es si dur comme une pierre, ta tête ne marche
pas, on peut dire que n’y marcherait plus…On manque de l'intelligence la plus nécessaire, tu sais”.;
L’ homme grimace, comme d'habitude, l'ironie mélangée avec la cruauté.
L’ homme grimace, comme d'habitude, l'ironie mélangée avec la cruauté.
Elle
respire fort, décidée à traverser la rue, les huit cents mètres de la foule en mouvement
pour arriver à son propre… enfer?
Les
magasins sont encore ouverts et, pendant le parcours, elle écoute des mots, des
phrases, les dialogues d'un monde d'abeilles qui sont en train de fabriquer le
miel amer de la routine.
-“On doive faire un cadeau….”
-“Ce mec-ci est un imbecile, tu sais…”
-“Merde…les trottoirs…tous cassés comme d’
habitude…”
-“Mais, non…je ne suis pas
fachée…”
-“Dollar…dollar…euros…”
-“Laissez-vous de sangloter…”
En plus…
la musique, qui s'entend, different à mesure qu'elle avance. Les éclats
indiscrets, les rires des enfants, les claxons qui sonnent au loin, les voix,
quelques très hautes, légères les autres. Un homme qui s'approche et lui
propose une invitation inutile qu’elle réfute avec un regard dur. Enfin “les
bruits du monde”.
Elle continue sa marche, légèrement parfois, lentement des autres.
La mémoire, de
nouveau…Toujours la mémoire…
Il était, à ce moment, en bonne santé. Un homme entier.
Il était, à ce moment, en bonne santé. Un homme entier.
Les nuits,
la femme souvient les nuits où elle était obligée à se réveiller quand elle
sentait les mains en fer de l'homme qui étranglait son cou juste à l'angoisse,
juste au moment de la perte de l'air, quand son visage, ses mains et son corps
tout étaient en train d'exploser.
Elle ne pouvait pas de faire même pas des cris…
Elle ne pouvait pas de faire même pas des cris…
“Je vous
salue, Marie, pleine de grâce…" La prière continue juste quand le sommeil
recommence…
En plus…
C’ était
le moment où l'accident arrivait à sa vie.
La dernière fois l'homme restait
assis, face à l’ ecran de l’ ordinateur, comme d’habitude. “C’ est mon boulot”, disait lui. “J'aime les corps nus, les
femmes grosses, des seins grandes, voluptueuses…Et toi, regarde-toi, tu es si
maigre même un fil d’ acier oxydé…Tu es l’ object de mon mépris mais je suis un
être humain et je suis très inquiet à ton sujet, parce que tu es…enfin, je
préfère ne dire rien. Ne pas parler, la discrétion c’ est l’ une de mes vertus
favorites.”
Elle
souvient aussi la lumière du salon ce jour d'autonne. La grande fenêtre ouverte
à la peine et le tissu fermés pour éviter, surement, les images extérieures.
Maintenant, la rue distrait.
Les gens
fatiguent la marche plus encore. Elle a la sensation d'être très vexée et a
besoin de faire une pause, de respirer. La femme entre au bar le plus proche et
demande par un café bien fort. Elle pense qu'elle éloigne le moment de
l'arrivée chez l’homme. Il s'agit de la peur… peut-être? Oui, mais d'une façon
ou d'une autre elle sait que la fin est sur le point d'arriver. Alors, elle
soupir et essaie d’ enlever son esprit.
La rue, de
nouveau la rue et les pieds sus le trottoir.
Le soleil est déjà en train de se coucher. La femme arrive
jusqu' au coin de la maison de l' homme et décide d’ atendre, au mois cinq
minutes, avant d’ arriver chez lui. Elle
lève sa tête et regarde le balcon vide, comme d’ habitude. Il y avait, au
passé, une cage avec un perroquet, peut-être déjà mort. L’ oiseau disait, d’
une manière habituelle sa phrase préféré …”Merde, je m'en fous…”
Alors,
plus tranquille, elle y va.
Dans la
porte, debout, il y a un homme qu’ elle ne connaît pas.
-Bonjour Madame…
-Bonjour Monsieur. Je cherche Paul, le gardien…
-Oui Madame. Moi,
je m’ apelle Jean et je suis le nouvel employé de la maison. Monsieur Paul est déjà retraité. Vous cherchez Monsieur Mariani, non?
-Oui, c'est vrai.
-Alors, allez-y s’ il vous plaît, il vous attend, Madame. Je peux lui annoncer que vous êtes déjà arrivé. Entrez-vous…
-Merci.
-Oui, c'est vrai.
-Alors, allez-y s’ il vous plaît, il vous attend, Madame. Je peux lui annoncer que vous êtes déjà arrivé. Entrez-vous…
-Merci.
Dans l'ascenseur elle réfléchit, surprisée, à propos
de cette réception planifiée. Elle sait qui affronte une situation difficile. Elle a eu, dans sa
vie, beaucoup d'obstacles, en vivant des aventures très dangereuses, mais
celles-ci ont succédé au passé, très lointaine pour la femme; bien que cet
instant serait, peut-être, le plus grave; une tâche importante dans son
existence.
L’ ascenseur, soudain, s'arrête. Cinquième
étage. Le couloir est bien illuminé. Il y a une carpette, aux desseins
orientaux, qui traverse le sol. La femme va à
gauche, à la recherche de la porte principale de l’ appartement. Finalement, malgré ses doutes et son
indécision, elle y arrive.
Elle sourit, pour s’ enfforcer. Un bêtise, surement.
La porte
d' entrée est demi-ouverte. On entend de la musique. Mozart, surement.
Finalement,
malgré ses doutes et son indécision, elle y entre.
L’ homme
se trouve assis dans la chaise roulante,
en dos à la femme. Il a les yeux fixes,
en regardant par la fenêtre, où se devinent les éclats de la nuit qui
s'approche.
-Bonsoir,
Anna.
-Bonsoir,
Paul.
La femme
reste immobile derrière l’ homme.
-Le temps
se passe très rapidement.
-Oui…sis mois…presque sept.
-Tiens…c’ est ça. Je souviens très bien cette soirée d'autonne… Est-ce que tu as déjà pensé…c'est à- dire…décidée?
La femme tait. On écoute, à l'extérieur, la chanson du vent sur les arbres de place San Martin.
-Oui…sis mois…presque sept.
-Tiens…c’ est ça. Je souviens très bien cette soirée d'autonne… Est-ce que tu as déjà pensé…c'est à- dire…décidée?
La femme tait. On écoute, à l'extérieur, la chanson du vent sur les arbres de place San Martin.
-Alors, nous avons formulé un pacte, un accord…
L’ homme attend.
-Tu veux un café, peut-être?
-Merci, j’en ai bu.
-Bon. Que penses-tu?
L’ homme éloigne sa main vers la lampe la plus proche. Le salon s'illumine.
-J’ ai déjà pris une décision.
L’ homme attend.
-Tu veux un café, peut-être?
-Merci, j’en ai bu.
-Bon. Que penses-tu?
L’ homme éloigne sa main vers la lampe la plus proche. Le salon s'illumine.
-J’ ai déjà pris une décision.
-Aha...laquelle?
-Le destin., oui, le destin…le destin n'a pas été
en retard pour moi.
Une pause, la femme a besoin d’ une
pause.
-Je veux te dire
que je te déteste. Je veux te confesser de ma souffrance au moment de rester
chez toi.
-C’
est-à-dire que tu as découvert le futur?
-Non. Le
futur avait comencé finalement au moment précis, ce jour-là, où tu avais exercé
la violence comme une façon de me dominer. J’ avais découvert que celui-là
était ton plaisir préféré. Une méthode. Tu sais que si j’essaie de les chercher,
je pourrais encore trouver les marques
brutales que tu as imprimées dans.mon corps.
-Une
idiote, tu as toujours eu le comportement d’ une idiote. Tu m’ as accepté, tu
m’ as aimée en ayant su ce profil-ci de ma personnalité. C’ était ça. En plus y poursuivra…
-Non. Non, non, pas de bavarder…Tourne la
tête. Mais, non…Attends-moi, c’ est toi l’ handicapé et c’ est moi qui vais te
chercher…
Elle marche vers l’ homme pour s’ installer
face de lui.
Finalement, les
yeux dans les yeux. Leurs
regards sont croisés.
La femme affronte l’homme, d’ une façon dure.
L’ homme se montre indifferent et soutient les yeux d’ elle d’ une manière bien
aggressive.
Dans ce point, elle comprend que son
argumentatif à propos du changement de sa vie, et de l’intention pacifique
qu’elle avait prévu, c'est vraiment inutile. La femme veut aussi de se montrer
comme une femme adulte qui prétend développer sa vie professionnelle d'une
manière solitaire, plein d'indépendance, libre. Tous les raissons possibles ne
sont pas efficacies, même inutiles face à cette situation.
Alors, on doit assumer et utiliser le dernier recours, malgré l'efforce et la souffrance que ce ça signifie.
Alors, on doit assumer et utiliser le dernier recours, malgré l'efforce et la souffrance que ce ça signifie.
Face à lui, la
femme ouvre sa veste.
-Tiens! Maintenant
tu peux me voir. Je suis enceinte. J’ attends un enfant. Il s’ agit d’ une fille. Le genre est confirmé. En plus, je t’ annonce que je suis tombée
amoureuse d’un homme, un garçon qui est employé au Palais de Justice.
Le regard
de la femme est plus dur.
-Et j’
insiste, je t’ haine, à la manière la plus profonde de mon âme, de mon coeur,
tu sais…J’ aimerais un coup que finisse cette cauchemar et qui permette que je sois
libérée.
Alors, l’ homme tourne la chaise à
rouler.
-Adèle…au secours Adèle…!
Une porte s'ouvre et
Adèle, la serveuse, arrive.
-Monsieur…qu'est-ce que
se passe? Mademoiselle…enchantée de vous revoir…
-Pas de politesse,
Adèle... Cette femme-ci est devenue désagréable. Elle m'a menacé d’une manière
très dangereuse… Elle a porté un grand couteau, qu'elle a lancé à travers la
fenêtre jusqu’au moment de mon appel en demandant pour vous…
-Mademoiselle…
La voix de
la serveuse était menaçante pendant qu’ elle regarde le patron.
-Ouvrez-vous la porte, Adèle, et laissez-vous
partir la dame. J’
aime la clarté d’ être tout seul.
-Moi aussi. J’ aime
la clarté et ma fille s’appelerais “Claire”. Ce sera le prénom que je choisirai;
juste le contraire à cette obscurité,
-Merde.
Salope…sortez…allez-y! Adèle, éteintez-vous toutes les lampes.
L’ homme retourne sa chaise à rouler
en face la fenêtre.
Donc, la rue, de
nouveau.
Finalement, fatiguée et très énervée,
elle arrive chez elle.
La femme se
deshabille; lance la veste, sa jupe, les chaussures sur le sol et reste avec le
linge seul. Elle pose sa main sur son ventre. La partie la plus pire est déjà
terminée.
Alors,elle va vers la fenêtre et regarde les arbres déjà bruns pour la nuit qui arrive.
Elle pense à l’homme inconnu qui a fait l'enfant. La femme ne souvient rien de lui. Elle sourit; c'était ce jour-là où elle est devenue prostituée.
Cet homme-là a été une ombre, comme celles-là des arbres.Elle sent que, malgré tout, ce qu’ elle a fait a été douloureux.
Alors,elle va vers la fenêtre et regarde les arbres déjà bruns pour la nuit qui arrive.
Elle pense à l’homme inconnu qui a fait l'enfant. La femme ne souvient rien de lui. Elle sourit; c'était ce jour-là où elle est devenue prostituée.
Cet homme-là a été une ombre, comme celles-là des arbres.Elle sent que, malgré tout, ce qu’ elle a fait a été douloureux.
Alors, elle pense à sa mère et à la sainte
Vierge qui avait couroné son lit d’ enfance.
La femme sait aussi que, maintenant, elle
reste toute seule.
Après, elle s’ assied à la table destinée pour
dessiner et commence le travail. Mais, il y a encore beaucoup de nuages qui
traversent son esprit.
La mémoire, la mémoire… c’est difficile à
vaincre.
Buenos AIres, le
30 mars 2017
“RONDO CAPRICCIOSO”
La
descubrí sin darme cuenta, sentada junto a una ventanilla, la mirada trémula
como siempre, pidiendo permiso para ver lo que veía.
No me
extrañó el hecho de que ella hubiera muerto hace cuatro o cinco je ne pouvais
rien souhaiter de plus beau que ton amitié, bisousaños; lo que si me resultó
raro fue encontrarla allí, en un tren yendo hacia Marsella.
El asiento
contiguo al suyo estaba ocupado, también los más próximos.
Desde mi
lugar, tanto la miré tanto que hasta uno o dos pasajeros, o más, comenzaron a
observarme, a vigilarme suavemente más bien, desconfiando de mi insistencia
hacia la anciana. Estaba ese hombre que cada tanto consultaba la hora y, disimuladamente, mientras lo hacía, se fijaba
en mi y también una mujer, madura ya, que simulaba leer sin quitarme la vista
de encima.
Entonces,
abandoné mi guardia. Mis ojos también se abandonaron a ese paisaje acuchilado,
con esos colores que dan los frutos de la tierra e iluminado con ese sol casi
dorado de la Provenza.
El tren aminoró
la marcha y al rato nomás se detuvo en una estación. Muchos pasajeros bajaron,
entre ellos el vecino de doña F. (No
quiero dar su nombre, ya que sus hijos y nietos viven y talvez saber de este
encuentro podría ilusionarlos o quizás,
por qué no, hasta amargarlos un poco.) También descendieron quienes me
controlaban, el hombre que simulaba consultar la hora y la mujer que leía
falsamente.
Me acerqué y me
senté a su lado.
-¿Cómo está, Doña F.?
Ella me
miró, luego apartó su mirada hacia la ventanilla.
-Aquí me ve, hace bastante que no lo veo.
¿Todavía tiene a su gato?
-No, el pobrecito se fue.
-Menos mal, le confieso que me daba mucho miedo y
hasta, casi por su culpa, lograba malquistarme con usted. Ahora ya no, estoy
tranquila.
Se produjo
una pausa y aproveché para desabrochar mi saco.
-Ya veo… No quiero ser indiscreto… ¿Está de
vacaciones o quizás viaja por razones familiares?
-Ni lo uno ni lo otro. Motivos profesionales,
diría. Marsella es la cuna de los “calissons”.
La miré
algo desconcertado, esperando una aclaración.
-Si, una música hermosa… Verdaderamente.
-Si le parece, podemos cambiar opiniones en
cuanto a eso. Hay músicas hermosas, siempre. También las hay muy feas, esas que
hieren los oídos. Cuando era más joven me gustaban los tangos, esos bien
arrabaleros. También los cantaba. Mi madre me retaba cuando me oía; decía que
las señoritas finas solo se dedicaban al piano o al arte lírico. Así era ella,
un poco rígida, pero gozaba de buena salud. No sé si vive todavía. Quizás se
instaló en casa de mi abuela…se llevaban bien, y si viven juntas espero que la armonía
continúe.
Dicho
esto, continuó mirando por la ventanilla,
-Claro, la salud…es importante. ¿Y los…los…?
-¿”Calissons? ¿Eso quiere preguntar? Lo veo un
poco turbado, joven…bueno no recuerdo su nombre, pero no me lo diga. ¿Para qué
más palabras, para que se instalen en la cabeza y ocupen un lugar innecesario?
-Si. Los “calissons”, eso.
-Ya le explicaré, a su tiempo.
Se hizo
otro silencio. Confieso que me resultaba difícil remontar un diálogo con ella. Había
cumplido noventa y nueve años cuando falleció y supongo que su cabeza, a esa
edad, había percibido un cambio.
-Hace mucho que…falta del barrio. Los vecinos
siempre la recuerdan. El farameceútco sobre todo. También Ana María, que dice que
usted la vio nacer y el encargado, claro.
En un
breve instante, recordé a sus vecinos, su familia, a mi mismo, el dolor en el
cementerio. En Chacarita.
-A mí no me pasa lo mismo. No sé de nadie. Casi
ni recuerdo dónde vivía, mi casa. Estoy obsesionada por la pastelería, las
confituras, los dulces en general. De ahí los “calissons”, una especialidad
marsellesa deliciosa. Algo que nunca pude fabricar…no, fabricar en este caso
no, esa es una palabra bien fea, digamos…crear.
-¿Y sus hijos…sus nietos?
Hubo una
tensión imperceptible en la voz de la vieja, quizás sonaba un poco áspera.
-No sé a que se refiere, joven. Me parece que
está confundido; quizás cree estar hablando con alguien que no es esa persona
que está delante suyo.
-Usted se acuerda de mi gato. Eso quiere decir
que yo la conozco, que yo soy esa persona.
-No es buen argumento. Mucha gente tiene gatos.
También perros. Nunca me gustaron, ni los unos ni los otros. Mire, mire…Allá,
hay un hombre ordeñañdo una vaca, esos animales si que me gustan. Son alegres.
-No alcancé a verlo, discupemé. Reparé en un
tractor amarillo, eso sí.
-No es común confundir tractores con vacas.
Por un
instante, enmudecí.
-Claro. A veces me confundo, si le parece.
Hábleme mejor de la repostería, si quiere.El tema me interesa.
-Nunca colgué el diploma. El curso lo terminé
siendo muy joven en una escuela de la época, de esas llamadas profesionales, pero luego me casé y a mi esposo, que en paz
descanse, solo gustaba de lo salado; era diabético el pobre. Pero su presión
arterial siempre estaba baja. A veces hasta se desmayaba…Pero, ojo, nunca lo
hacía en público, le parecía de mal gusto. Todo fue por él, por ése. A pesar de
todo fui una buena esposa, me porté casi como una mística aunque no soy muy
religiosa, salvo mi devoción por una santa, Santa Petrona… Nunca voy a la
iglesia. Pero si pienso en Santa Petrona… ¿La conoce?
-El nombre me suena, pero no sé si usted se
refiere a…
-No
importa eso, sigamos. Mi deuda con el arte de cocinar es grande, bueno ya se lo
dije…Ahora solo pienso en ellos, los “calissons”, manjar de dioses. Me
consagraría cuando consiga hacerlos como se debe.
-¿Los…”calissons”? Claro…
-Bien dicho. Mire, mire, esa paloma viene hacia
nosotros. Espero que no se estrelle contra la ventanilla. Tienen tanta fuerza
esas aves que hasta son capaces de romper el vidrio.
-Tampoco la vi, doña. Ninguna paloma. Me pareció,
en cambio, ver a una mujer saludando hacia el tren…
-No, no. Una paloma, eso era. Creo que estamos
casi por llegar. Me espera un grupo de señoras, cocineras pasteleras, todas.
Ellas me transmitirán todos sus maravilloso secretos.
-Sí, estamos
cerca. Unos diez minutos, más o menos.
-Más o menos, menos o más, da lo mismo. El tiempo
vuela. Como los aviones. Espero que me ayude a bajar del tren, a pesar de no
traer equipaje y viajar cómoda, los descensos son casi siempre peligrosos;
además, tenderme una mano…, creo que sería un gesto muy interesante de parte
suya. Un caballero. Como decía su mamá, que en paz descanse, “mi hijo es un
perfecto caballerito”.
-Gracias, no sabía que conoció a mi mamá.
-¿Le parece importante eso? Saberlo, digo. Hay
cosas que si merecen nuestra atención. La naturaleza y sus fenómenos, por
ejemplo. Fijesé en la lluvia, ahora se largó un aguacero, son peligrosos, a
veces vienen cargados de electricidad. Espero que cese antes de nuestra
llegada.
Otro
slencio incómodo. Aproveché para mirar
por la ventanilla, con curiosidad. Y desconfianza.)
-Si, a veces, cuando el sol es muy intenso se lo
puede confundir con la lluvia. Me parece que a usted…que a usted le pasa eso.
-Me pasan muchas cosas, ahora. A veces pienso que
soy una desconocida, un ser intangible, un fantasma. Y a esos no se les habla,
al menos tanto.En fin, en fin, tengo ganas de suspirar pero no puedo….Me habló
hace unos momentos, creo que de mis hijos y de mis nietos.Es raro. Nunca me
llaman. No sé nada de ellos ni ellos saben nada de mí; son como todos estos
pasajeros, no tienen idea de quien soy ni les importa saberlo. Salvo usted, que
es curioso y hasta podría pasar por indiscreto.
Digamos que me animaría a decir que lo vi nacer, igual que a sus hermanos. Por
eso se permite, nos permitimos, hablar
de nosotros.
-No tengo hermanos.
-Ahora no los tiene, antes si. O quizás, más
adelante. Nunca se sabe. No soy ni una persona mentirosa ni fabuladora.
-Cierto. No quise ofenderla, doña…
-Acepto lo que dice. Y ya que estamos, me
gustaría más que me dijera señora, suena mejor, sabe. Resulta más elegante.
Sobre todo viniendo de un hombre como usted…educado pero un poco joven todavía.
Me parece que es mejor que se dirija en
esos términos hacia una dama como yo…un poco madura.
-Muy bien, señora. Fíjesé. El tren aminora la
marcha. Estamos llegando. Realmente me gustó haberla reencontrado.
-A mí también. Creo que esta proximidad me resultará
más grata cuando me ayude a bajar de este tren, que huele tan mal, por otra parte.
-No lo he percibido.
-Su olfato no es muy fino, entonces. Pero
dejémoslo ahí, no tiene importancia; olores, perfumes, delicias para los
sentidos…Eso sí, mis “calissons” van a ser maravillosamente fragantes, se lo
aseguro.
-No lo dudo. Bueno, Madame, parece que hemos
llegado.
-Madame, eso me gusta más, pero el tren no se
detuvo, llegaremos cuando se detenga.
Una
espera, un silencio. Ella continúa mirando hacia afuera. El tren se detiene. Yo
aproveché para un último comentario.
-Ya está. Hemos llegado, mire usted cuánta gente,
todos apurados por bajar. ¿Se da cuenta?.
-Claro que advierto que la gente siempre está
corriendo. En cambio yo, nunca tuve prisa y ahora menos. Deme tiempo, joven,
descienda usted primero y yo lo haré al final. Mis maestras pasteleras me
esperarán, ellas son bien pacientes, lo sé.
Con una
sonrisa, me levanté y dejé el asiento. Busqué mi valija, me ubiqué en el
pasillo mientras los demás pasajeros avanzaban. Pensé en ella, en la vieja. La
eternidad no endureció su mirada, en cambio su discurso se puso más enfático.
Hice la
fila, tranquilamente, en espera para descender.Bajaron todos, yo también. La
gente, presurosa marchaba hacia la salida, hasta que el andén quedó vacío. Permanecí
un largo rato esperando frente a la puerta del vagón hasta que esta se cerró
automáticamente, mientras un guarda se aproximaba.
-Perdón señor, buen día, dentro hay una señora,
mayor, que aún no bajó…
-Ajá, buen día señor. A ver…Veamos.
El hombre
abrió la puerta con su llave y subió al vagón. Dos, tres, cuatro minutos, el
tiempo que le llevó para estar de vuelta.
-No, señor, no quedó nadie. Absolutamente vacío.
Que tenga buen día.
-Gracias. Para usted también.
Desconcertado,
me dirijí hacia la salida, buscando. Me detuve en el centro de la estación,
mirando hacia aquí y hacia allá. Pasaba gente a mi lado, un ir y venir. Muchos,
menos ella, mi ex vecina.
Una señora
joven, muy próxima, se inclinó para atender a su hijo, un niño de
aproximadamente cinco años.
-Mamá… ¿Los elefantes vuelan?
-Creo que no, mi amor… ¿Por qué?
-Anoche soñé con uno que tenía alas, volaba…
-Entonces si, a veces vuelan.
-¿Y los dinosaurios pueden tener un motor que los
haga volar?
-Si vos querés y los imaginás, también pueden
volar.
La mujer y
el chico fueron hacia la salida, hablando sin parar.
Tomé mi
valija e hice lo mismo, sin mirar hacia atrás.
Rouen, Julio de 2017
“ES
ASÍ, DON…HAY CASOS.”
(Andante
quasi giocoso)
Ya de mayor y por los
sueños, del susto, se meaba en la cama.
“El miedo”.
Esto empezó muy pronto, desde niño,
en el tiempo en el que ya dejaba
de ser un bebé. Cuando al intentar bajar del lecho, asomarse y mirar hacia
abajo y a pesar de la corta distancia que lo separaba del piso, ese acto le
producía un terror que lo inmovilizaba hasta no poder controlarse, con las
consecuencias ya señaladas;
“Mi amor, levantate, tenés que tomar la leche…”
La madre. Se lo decía,
casi siempre entre el ruido de la vajilla y de la radio.
Ciertamente, era ya un chico
crecido y robusto, que ya podía valerse solo, pues hacía rato que caminaba sin
dificultad;
Temores. Ni hablar de la
obscuridad. Cierto es que esa situación crea fantasmas en esa etapa de la niñez;
esto es muy comprensible, pero en él, particularmente, se manifestaba con una angustia desbordada y
un llanto contenido que lo hacíann amoratarse hasta el ahogo;
“Este chico, este chico, qué mal acostumbrado…”. La voz del padre sonaba áspera mientras
miraba a su mujer.
“Salió así”, era la respuesta muda de ella,
levantando sus hombros.
Al crecer, la vida cotidiana lo proveía de más temores,
casi todos nimios o irracionales para los demás, pero no para él;
En la mesa sentía un gran
desasosiego frente a los cubiertos: equivocarse en su uso resultaba terrible
para él sobre todo frente a la mirada atenta y rigurosa de su abuelo, que
no hablaba nunca pero que lo controlaba
permanentemente;
También con miedo, recibió
a Cristo, en la hostia de su primera comunión; con un terror previo de dos
días, cuando pensaba que no podría digerirla y que se atragantaría, con el
posterior castigo del cielo que lo sentiría como una ofensa;
“¿Quién es Dios, Nuestro Señor?”. Una frase común y una incógnita que le
provocaba un pánico desmesurado.
En el colegio, cada día
significaba un sufrimiento, una tortura. Como esa desazón por esa mancha involuntaria
de tinta en su cuaderno que provocó que se enfermara con fiebre tan alta que hizo que durante
tres días no asistiera a la escuela;
En otra etapa, en el
ciclo secundario, lo espantaban la brutalidad o la franqueza de los varones y se refugiaba en el cotilleo
de las niñas, con las consecuencias burlonas o crueles del caso;
Las chicas: “Este siempre en el medio…Qué le pasa?”.
Un compañero: “Para mi que ése es medio maricón,
eh?”.
También aparecía con
mucha frecuencia el otro miedo, ése que es común a todos y que él asociaba con
la imagen de una vecina, vieja y antigua en el barrio, que deambulaba siempre
sola, llevando una bolsa y torvo el gesto;
El amor, sabía que debía
casarse. Tiempo después, conoció a su novia, la única en su vida, con la que evitaba
la soledad o los lugares oscuros.
“Nunca me besás”,
decía ella. Y esto, más que un
pedido era casi un ruego. “Te veo demasiado virginal”, respondía él, ante el
asombro de la muchacha.
Tenía miedo de tocarla, no por temor al rechazo, sino por los posibles gérmenes que la
naturaleza femenina y sus períodos, según él, podrían transmitirle. Claro que
esto último, tiempo más tarde, tuvo
obligadamente que superarlo y además callarlo;
Vino el casamiento.
“…hasta que la muerte los separe…”
Esa frase, casi de rutina,
provocó en él una desazón que lo llevó hasta el desmayo primero, luego al punto de la asfixia, aliviada más tarde
cuando llegó la ambulancia para socorrerlo, con la hecatombe general que este hecho
produjo en la ceremonia y en los asistentes. Fue ese hecho, accidental si se
quiere, por el cual la que se convirtió finalmente en su esposa empezó a sentirse
enojada, decepcionada y disgustada.
“Tenías que hacer esto?” La voz de la mujer, ya su
esposa, sonaba crispada.
“Y bueno, me bajó la presión. ¿Qué querés?”
Se puede anticipar que la
amargura y el desencanto de la recién casada crecieron día a día, y que su
humor mutó de la alegría al malhumor y a la agresión contenida;
“Y bueno, al menos te casaste”. La voz de la amiga
sonó conciliadora. Un poco sarcástica, quizás. La respuesta, a conformidad.
“Sí, claro…algo es algo”. Resignación y rabia.
El tiempo pasa. Crea
expectativas, acentúa conflictos, renueva deseos, frustra esperanzas; con todo
eso se va envejeciendo con tranquilidad, alegría, abulia, despecho, tristeza,
horror, desencanto;
“La vieja con su bolsa estaba siempre presente, una
obsesión, mucho más que una vecina cualquiera “.
Cuando ella, su mujer, enfermó de los nervios según se dijo, el hombre pasó, temeroso, muchos meses de angustia, más por quedarse
solo que por el fin y la futura ausencia de su esposa.
La mujer se tornó irascible; frecuentemente tenía
náuseas y vómitos; en sueños se quejaba
e insultaba de la peor manera. Luego, cuando despertaba, demudada,
no permitía que el hombre que tenía al lado osara rozarla…
Y éste empalideció y bajó
de peso hasta transformarse en una magra
sombra y todo esto, naturalmente y frente al espejo, aumentó sus miedos;
“Pobre hombre, no sé que le pasa”. “Esto no anuncia
nada bueno”. “Es por culpa de ella, seguro”. “Dicen que toman, la vieron borracha”.Comentarios
de vecinas, sobre todo, dichos con total falta de inocencia.
Lo otro,lo inconfesado, apareció entonces más asiduamente; sobre todo
cuando, por casualidad y con frecuencia, se cruzaba o veía a la mujer de ojos
duros,ya bastante más vieja, pero siempre con su bolsa;
La esposa, finalmente murió;
“Qué te parta un rayo”. Esas palabras o quizás algunas parecidas las escuchó de su mujer antes
del último suspiro.
Y el hombre tomó al pie
de la letra esa frase, y de ahí apareció un nuevo miedo: las tormentas eléctricas
(aunque parezca risible hasta pensó en conseguir un pararayos portátil);
Con el tiempo, los hijos se fueron de su lado para desarrollar
sus propios destinos. Y lo hicieron con una despedida formal, lejos de cualquier
sentimiento.
“El viejo se queda solo” reflexionaba uno de ellos,
quizás el más afectuoso. “Y claro si no supo hacerse amigos…¡Qué se joda!” Palabras
del otro, que hablaba casi con
desprecio.
Al hombre le sobrevinieron, en esa soledad
ahora aumentada, temores innumerables. Posibles
accidentes particulares: caños que podrían romperse y desbordar inundando su
casa y el edificio entero, incendios que provocarían los cortos circuitos
eléctricos, explosiones en el gas que volarían su vivienda y también todo el
barrio y tantos otros (como, por ejemplo, epidemias colectivas si un día
olvidaba sacar la bolsa de basura).
“Y la vieja, siempre la vieja ésa, dando vueltas
con su bolsa”.
Vivía encendiendo, conectando y desconectando,
apagando y volviendo a controlar todo aquello que dentro de su intimidad
significaba posibles peligros;
“Raro el tipo, eh?”. Observaciones del diariero, al
verlo pasar. Y siempre había alguien cerca que, cómplice, asentía burlonamente.
Y ni hablar de la más
común de las dudas, esa que nos hace volver, a pesar de haber hecho ya un largo
tramo,para verificar si la puerta de entrada quedó debidamente cerrada, con las
dos llaves. Por eso debería haber obtenido un premio a la obstinación, ya que
hacerlo tres o cuatro veces seguidas era una señal un tanto alarmante ;
También apareció el miedo
de abrir el balcón, sobre todo porque la última vez que lo hizo creyó ver que
ella pasaba a lo lejos, allá abajo. Pero también lo hacía para evitar la entrada
de murciélagos, palomas piedras perdidas
o ladrones que trepaban los ocho pisos; lo mismo el hecho de abrir la puerta de
su departamento cuando alguien llamaba o el de levantar el teléfono, atender el
celular o el timbre del portero
eléctrico si alguno de esos aparatos sonaba, presumiendo siempre amenazas
externas y anónimas;
Pasaba lejos de los
perros y de los gatos por temor a las mordeduras, arañazos o a la rabia y a la
posible falta de vacunas;
“Miauuuuu….Brrrrr…Guau….”. “Hiiiiiii…”
Esto último
era un muchacho del barrio, gracioso él,
imitando a un caballo.
Y algunos vecinos,
habiéndose percatado de esta singularidad, maullaban o ladraban cuando se lo
cruzaban, ante la indiferencia impostada del hombre;
El miedo lo llevó, con
gran convencimiento, a salir siempre con un barbijo, no sea caso de las pestes
que él, estaba convencido, lo rondaban;
La vieja, la vieja, la cara de la vieja, sus ojos
duros. Y la bolsa, cuyo contenido ignoraba.
Sin confesar abiertamente
sus temores, logró que en el Banco lo ubicaran en un espacio solitario y
alejado, un cubículo perdido que hacía de archivo para causas ya obsoletas,
donde se sentaba frente a una computadora, sin trato ni con el público ni con sus
compañeros, a quienes casi desconocía y casi temía. Por precaución ,digamos, y como
podía hacerlo, por estar casi encerrado,
se alejaba de a ratos del aparato, dado
las ondas negativas que, estaba convencido, seguramente fluían de la pantalla ;
Otra opinión, compartida, más definida aún, entre
tantas: “Déjalo, al loco ése; no parece peligroso, es…un pobre infeliz”.
La soledad en aumento
continuo hizo que el miedo más básico lo inquietara hasta el delirio, sobre
todo en las noches, pensando en esa vieja mujer y en su bolsa, su obsesión
corporizada, a quien asociaba con ese
terror existencial;
Además crecían, en acelerado ascenso, los miedos más cotidianos: en el omnibus o en
el subte su billetera estaba oculta entre los pliegues de su intidmidad y
frecuentemente, en esos transportes, perdía el equilibrio ya que, para evitar
contagios no se aferraba a los pasamanos y agarraderas auxiliares;
No hablaba por teléfono
en la calle ni osaba hacerlo personalmente con desconocidos que le hacían esas
preguntas, lás más habituales y triviales, que hacen cotidianamente los transeuntes
cuando necesitan alguna información o, sencillamente, cuando tienen ganas de hablar;
Tenía tanto miedo tanto de
soñar como de comer alimentos pasados de la fecha de vencimiento, valga la
diferencia;
Él sabía que la mujer, la vieja, estaba ahí y la sentía, acechante. Imágenes
graves, inquietantes.
Eso sí, se vanagloriaba
de no creer en los lugares comunes de la superstición: pasar por debajo de las escaleras,
no atravesar el lugar donde se cruzó un gato negro,o eso del salero que
indicaba que había que depositarlo en la mesa en vez de alcanzárselo al
comensal vecino,también el número trece,
etc. Y otros “mitos”, que no hace falta
enumerar. Esta actitud, para él valiente y racional, lo hacía sentirse fuerte, invulnerable,
corajudo y audaz.
¿Coincidencias,
contradicciones? Cosas que pasan.
Una vecina, la de arriba, a otra, la de abajo:
“Ya lo ve, cada vez peor; casi ni habla, no hay nada que hacerle, el
tiempo pasa para todos. Algunos se trastornan…hasta que se van, sin chistar.”
“Sí, ni siquiera al purgatorio, el infeliz”,
opinaba otra, católica de las viejas creencias.
Y la mujer tenía razón. Un
día se hizo el gran silencio y el hombre desapareció de este mundo. Una de las
cosas que pasan.
Los hijos, dadas las
formalidades del caso, lo velaron brevemente y las llamas del crematorio se
ocuparon de él.
Seguramente, frente a
eso, también hubiera tenido miedo, el gran miedo.
El fuego, que es la vida,
siempre asusta.
Pequeño epílogo: No, amigo, de la vieja ni
noticias; solo la certeza de haber
tenido el mismo destino de todos. El humano. Y quizás se fue con su
bolsa, claro.
Buenos Aires, 30
de Marzo de 2018
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