CUENTOS



 “CUATRO CUENTOS”

“El aire, una mañana de primavera”

Los chicos juegan en el jardín. La bola de colores salta de uno al otro. Se cansan y se sientan sobre el césped. Una flor, cercana, alumbra de amarillo.
 -¿Qué tenés vos entre las piernas?
 -Casi nada. Un agujerito. ¿Y vos?
 -Tocá.
 Las manos de la niña se pierden en una masa blanda y tibia.
 Más tarde, en la casa, a punto de comer.
 -Mamá… ¿Cuál es la diferencia entre Iván y Dedé?
 Se refiere a los gatos.
 -El color, querida. El es negro y ella tiene manchas.
 La niña sonríe. En ese momento entra un rayo de sol.
 Los gatos maúllan.

“La arena, un día de verano”.

 Ella está tendida. El sol, justo arriba. Es mediodía. Sus ojos están cerrados. Piensa “¿Qué pasaría si en este momento estuviera absolutamente desnuda? Ya lo sé, ciento cuarenta kilos son para el circo.”
 El mar toca fuerte hoy. El aire no corre y sólo se escuchan voces y risas lejanas.
 “Grande, vieja, jubilada, gorda”. Sobre todo eso.
 El sol quema. La crema de los párpados parece freírse.
 La arena está muda. Pero ella sabe que hay alguien cerca.
 Abre los ojos. Un hombre, de pie, la mira. Ella también hace lo mismo.
 -Puedo sentarme a su lado?
 El hombre sonríe. Ella asiente.
 Las voces y las risas desaparecen y ahora, el mar, canta suavemente.

“Una mañana de otoño, temprano”.

 Llueve. Él sale del baño. Se acaba de afeitar y aún se limpia la cara con una toalla. Se acomoda para ver la tele.
 La mujer termina de vestirse. Se prepara para el trabajo. Piensa. “Otro día igual. Hoy ya no vuelvo”.
 Afuera, una hoja cae de un árbol y se desmaya en un charco.
 -¿Qué comemos esta noche?
 El hombre la mira, indiferente.
 -Ya lo sé, pollo con ensalada. Hoy es Jueves. La mujer abre la puerta y sale; la cierra con cierta brusquedad y va hacia la lluvia.

“Invierno, en la calle”.

 Tarde gris, de plomo. El viento corta como un cuchillo afilado.
 El hombre está en su auto, esperando el cambio de semáforo. Un anciano, con la ayuda de dos bastones, cruza dificultosamente la calle. Murmura. “Yo no sé si estoy. Hay gente.”
 Son los otros.
 La luz cambia al amarillo y luego al verde. El hombre del auto espera a que el viejo pase. Piensa en su padre, en su abuelo, en él mismo.
 Suena una bocina. Después otra. Luego muchas.
 El anciano termina, finalmente, de atravesar la calle. Se vuelve hacia el hombre del auto y lo mira. ¿Sonríe?
 La obscuridad se acentúa, el auto arranca. Las bocinas cesan.
 Los bastones continúan su  marcha. El cielo, desde el gris, va creando espectros.  
                                                          
                                                                                                                                      París, Octubre 2008

  “UNA TARDE”
“Hace mucho que no la veo. Tanto.”
-Se aburre en el otro cuarto, sentada, mirando la tele.
 El salón está atiborrado de cajas y paquetes. También bultos de ropa, la mayoría de teatro, tal como destellan en colores y brillos de artificio.
 “Sé que es así, pero para mí, un día es mucho. Me extraña pensar que la extraño.”
-En un rato saldrá de su habitación,  pondrá primero la mesa y luego preparará la comida. Eso cuando termine el noticiero de las siete.
 Él también está ocupado. Mira por la ventana y ve pasar a una mujer con un chico, bien abrigados. Más tarde aparece una pareja de ancianos y luego un hombre con un perro.  “¿Qué haré con todo esto? El destino indicado sería el de la basura,  pero no puedo, siento que moriría antes de lo que debo. Allí  nomás está esa vieja peluca, cuya verdad fue la mentira. Quisiera no ver nunca más, pero es imposible…”
 -Todo está en tu cabeza, te lo digo siempre. Junto a tu hermana, a la que no ves desde hace solo algunas horas.
 En el otro cuarto y como si supiera que la nombraban, se levantó y, decidida, apagó la tele. Fue hacia el espejo y se arregló el pelo, ese pelo que tuvo tantos colores cambiados alegremente en momentos felices. Ahora piensa en el otro y prepara su cara para enfrentarlo.
  Ahora, volvamos.
 Se aparta de la ventana y busca un cigarrillo. “No sé que tocará hoy, tal vez pescado. Estaría bueno, pero no creo que sea así ya que no  salió en todo el día. No lo compró.”
-No lo sabés. Dormiste mucho, casi todo el tiempo.  Armaste solamente una caja, la de los programas y las críticas. Todo va y viene, fue y vino, como siempre, pero no te enteraste.
 Ella entonces fue hasta la puerta y tomó el picaporte.
Él volvió nuevamente sus ojos hacia la ventana y percibió la lenta llegada de la noche.
 Yo me incorporé y cambié de asiento, de una silla a un sillón, el más cómodo.
 Ella entró al cuarto. Se acordó que debía arrastrar los pies y lo hizo inmediatamente. Sabía que eso perjudicaba al otro, a su hermano.
 Yo sonreí.
 Él carraspeó gruesamente y escupió en un pañuelo. Era su respuesta al ruido de las pantuflas. Luego se sentó a la pequeña mesa donde solían comer.
 -¿Qué hay para hoy?
 -Pescado frito.
 Eso lo dijo a duras penas, le hubiera gustado una mentira.
 Me incorporé y me preparé para salir. Ellos ni repararon en mí. Al abrir la puerta me pareció que algunas cajas crujieron. Al cerrarla lo hice silenciosamente, como para no ofender. Cuando bajaba las escaleras me pareció que una ráfaga venía de abajo, del fondo y de allá lejos. Entonces,  creí escuchar una pequeña música. Un vals, quizás.
Buenos Aires,  Julio de 2013




 “LUEGO DEL OTOÑO.”

“Que finalmente todo parece una partida de ajedrez desparramada, que este dibujo de la alfombra que ayer estuve viendo se mezcla con esos zapatos marrones de Grimoldi comprados fervorosamente  para mi y gastados en mi infancia; entonces también se asoma la secuencia d el edificio del banco, ese con el rectángulo agujereado que pasa por su cima y que contemplamos muchas veces una señora y yo a través de una ventanilla junto a un hombre y a otro parados en el pasillo del ómnibus, del mismo o de otro, ya no importa; también estámi tía, que era graciosa y andaluza y se desplazaba con su marido en un Ford Tinadvertido y ya pasado de moda en ese momento, que no llegó a ver a esa mole estilo La Défense pero que también está en ese escenario frente a un público indiferente o expectante, ya no importa, como asimismo  estaba esa mirada de deseo que venía del otro y que me provocabalos orgasmos nocturnos salvadores y esa otra, la que partía de mi mismo, que iba dirigida hacia ese o hacia aquel o hacia cualquiera, a los otros; tiempos entrecruzados de la vida que seguramente ya no están en la cabeza de mi maestra, la que parecía una monja apenas sonriente y a la cual se temía o respetaba,horas y momentos que aún persisten en mi memoria,  no sé bien para qué pero es así, todo esto te lo cuento, pero hay más…”
 El agua fluye, resbala por mi cuerpo y mis ojos, llega hasta el piso y se va, después de habernos casi poseídos y gozados,  en ese placer mutuo que nos damos, ella y yo; ella que me bromea a veces y nubla mi mirada y entonces pienso en Norman, disfrazado de mamá, que viene con el cuchillo para terminar con mi vida y ese es mi gusto, el de la vida transformada en cuento.  Pero no, esto es hoy, otra ficción la mía, ahora y recién mañana vendrá el ayer pero para eso falta. Muevo la cabeza hacia adelante e inclino la nuca para sentir como me alivia ese pequeño torrente que parece un  diluvio ordenado pero que también es memoria para otro día, para aquello que llamamos futuro…
“Y entonces está papá y mis hermanas en ese pequeño jardín estilo francés de la entrada de casa donde alguien toma la foto para siempre, aunque siempre, lo sé, es una palabra muy ambiciosa, no solo para mi papá, mis hermanas, el jardín, yo mismo, todos los que fuimos todo eso para ese momento, que en realidad debería llamarse para jamás o para nunca, como aquello que desaparece: la mirada torva del ladrón que me desnuda en la calle para quedarse con mi ropa;  el encuentro en el patio de un amigo de apellido vasco donde todos los otros –menos yo, con mi pudor de siempre- empiezan a masturbarse en esas primeras y adolescentes experiencias de liberación frente a mi, un espectador privilegiado en espera de los otros, los que vendrían y que mirarían eso que yo haría y que dispararía la aparición en mi de ese otro privilegio, el de ser observado, el que yo provocaba o creía provocar. No, papá no estaba en el lugar de la foto esa en el jardín, era otra persona la que obturaba la vieja maquina de instantáneas y que quizás haya sido mamá, que si, que me llevaba de compras por la calle Bartolomé Mitre y que al pasar por la Iglesia de San Miguel lucía ese precioso vestido estampado , ese blanco y negro de la otra foto. Justo pasar por esa iglesia, donde se casó Nijinsky, el loco, el caballo,  cuya historia me hace soñar todavía ¿Sabés?”
 Miro hacia abajo, ciego por el jabón en los ojos yme miro los pies turbados, metidos en el agua, en dos centímetros de mar que investigan mis dedos y mis uñas y alrededor, sobre los azulejos, esas gotas que forman  pequeños dibujos brotados de gotas adheridas,  en espera de otro destino. Rara palabra la que acabo de escribir, un enigma esperanzado  del que se habla siempre y que es múltiple y variado y que aparece mutado en muchas formas o situaciones de formas pero que conducen siempre al mismo sitio, se diría el sitio natural del destino. Entonces me decido, siempre es un trabajo decidir, llevo mi mano hacia la  canilla y la cierro lentamente como pidiendo perdón al agua que ya no surgirá, que estará detenida como no lo puedo estar yo, ya que no hay mano que diga aquí paramos seguimos dentro de un día un mes o no sé cuando.
 “Oigo también el puñetazo, digo bien, lo oigo,  que una vez me fue dado y olvidado en una pequeña y absurda prisión provisoria a las que en un tiempo nos acostumbraron; todo envuelto en la calma del pasado, de la nostalgia que dicen que todo lo embellece y que es una  mentira más  de esas necesarias para saber que tenemos un espíritu y un alma, todo seguido de una música y de palabras y de versos que si, eso si, no hablan de esa rara pasta con la que está formada el cuerpo, ese juguete que tenemos como tuve muchas veces un yo-yo y un caballito que me acariciaba y un muñeco al que yo también le pasaba mi mano agradecida,  la misma que está esbozada y contenida en esos arabescos de la alfombra que ayer estuve viendo y de la que hablé al principio, si es que lo hubo, como si también hubieron lluvias que todo lo hubieran borrado, pero eso es quizás, o tal vez, o lo que quiero, o lo que quieran,  o lo que gusten. Total, nada se elige, todo viene mezclado en torbellinos… Creo que es así y te lo cuento.”
 Y ahora ya está, estoy afuera, dispuesto al nuevo día. Voy hacia la ventana y la abro, como siempre para ver las variaciones del tiempo que no son muchas. Entonces veo que todo es gris y taciturno, hoy, justo hoy que desde esta ventana veo sucumbir desde los techos a ese pájaro que piaba tristemente  y que ahora cae, para morir, ya que toda muerte es caída sin remedio. Pero vamos, pienso, a un café y a otra cosa ya que, cuando salga, alguien piadoso o por pudor-quizás el hombre ése que sonríe siempre sin saber-  habrá ya quitado de en medio a ese pájaro y a la idea mensajera de ese pájaro.

                                                                                                             Buenos Aires, Mayo de 2013

“LA HORA DEL TÉ”.

El encuentro se había hecho ya una costumbre, de muchos años. Miércoles a las cinco de la tarde en el salón de té del “Castelar”, en la Avenida de Mayo.
  Rosita y María del Carmen, ochenta y dos y ochenta y cinco años, respectivamente.
  Esa tarde de invierno hablaron de lo de siempre. De sus amigos comunes, de sus familias,
del tiempo y de sus dolencias; de esto último brevemente, ya que este tema, por tácito acuerdo, lo evitaban. Hubo una que otra mención a sus maridos muertos, pero se refirieron a ellos en forma ligera, grácil.
  Tomaron el té, una acompañado por sándwiches de miga, su debilidad y la otra con dulces, prefería éstos a las cosas saladas.
  Luego de casi una hora y media llamaron al mozo, Ricardo, a quien ya conocían largamente. Le pidieron la cuenta, dejaron la propina correspondiente y se levantaron para partir.
  Rosita está descalza, sin zapatos. Como las personas de las mesas vecinas lo advirtieron, María del Carmen, tuvo que hacer, aunque sea oblicuamente, un comentario.
  -Se te corrió una de las medias ¿Te diste cuenta?
  -Sí, claro y no me importa.
  Se retiraron ante los comentarios jocosos, pero silenciosos de los otros clientes.
 Al llegar a la vereda, se detuvieron un instante para el tiempo de la despedida.
  -Me gustaría ir al cine; cuando den una película interesante avisame y vamos.
  La voz de Rosita sonó un poco áspera.
  -Sí, claro, me encantaría.
  -Bueno, pero tratá de que sea una película muda, si es que todavía las hacen. Estoy un poco cansada de escuchar…pavadas.
  A la otra se le torció un poco la boca.
 -Sí, no te preocupes, conozco muy bien tus gustos.
  Se besaron y se separaron. Rosita hizo una seña a un taxi y subió rápidamente. La otra decidió caminar unas cuadras. A llegar a la esquina abrió su cartera y sacó un par de zapatos que tiró en el cesto de basura.
  “Le voy a sacar a ésta esa manía de descalzarse en cualquier sitio”.
  Sonrientemente siguió caminando mirando vidrieras. Se detuvo en las de una zapatería. Entró y se compró tres pares, uno de tacos altos cerrados y dos de sandalias.

                                                                                              Buenos Aires, Septiembre de 2009

“EL VIAJE"
        
 El andén está casi desierto. Solo se encuentran aquellos que han ido a despedir a los otros,  los que viajan.
 Con tranquilidad, ella camina y se cruza indolentemente con las pocas personas que vienen en sentido contrario. Piensa en detenerse y tomar un poco de aire. No lo hace, perdería segundos y también el tren, claro. Mira su reloj. Todo es demasiado rápido. El tiempo es corto ahora. No obstante, los recuerdos se filtran.
 “Si te vas, me mato.” Se lo vino repitiendo hasta el cansancio. La oía siempre, todos los días. Había dejado de ser una amenaza para convertirse en una costumbre insoportable. “Sé que no debo pensar así. Sé que el sufrimiento de los otros  también agobia. Más que el propio. Ella necesitaba decírmelo mil veces, lo entiendo,  pero yo no necesitaba escucharlo. Ya todo había terminado”.
 Pensó entonces en su madre y en sus argumentos que otrora le parecían descabellados.
Pero un día la tomó en cuenta e hizo la llamada definitiva. Probablemente ella hubiera sonreído, satisfecha.
 “Hay que acostumbrarse,  hacer solo una cosa a la vez. En este caso tenés que dejar
esta relación y pensar en otra, con tranquilidad. Así se llega, siempre,  a lo más
conveniente.” La voz de su madre se oye clara, seguramente porque es poco el tiempo transcurrido desde que se fue de este mundo.  
 En este momento suena un silbato. Es la señal de partida y entonces corre,  rápido,
como si se le fuera la vida. Un hombre pasa a su lado y ella cree percibir una mueca, tal vez un gesto  lascivo en su boca.
 Se escucha un segundo silbato, esta vez más prolongado.
 Finalmente allí está, el último vagón, el de la cola. Afirma su bolso de mano y su  
mochila y sube justo cuando el tren comienza a chirriar.
 “Lástima que te vas…” Sus ojos dieron vueltas al descuido. “¿Lástima?” Se miró las
uñas y enarcó las cejas. “Bueno, no, es una suerte la tuya. Pero quizás no te veré nunca más.” La tomó de la mano y se la oprimió fuertemente. “Nunca es una palabra dura.” La otra soltó su mano y miró hacia el piso. “Una vez te dije que me mataba si me dejabas.
Ahora no, sos vos la que tendría que morir.” Un escalofrío atravesó la espalda de la
muchacha. Desconcierto. Miedo.  “Tonta, sabés que no será así. No me iré para
siempre.” Sus ojos se volvieron duros ahora. “No temas. Tal vez sea yo. Tal vez me
mate”. Esto último lo dijo con una sonrisa, casi como si se tratara de una broma.
Mentía, claro. ¿O pensaba que mentía?
 Se abre paso entre la gente agolpada en el pasillo del vagón. El suyo está más adelante, justo pegado al salón comedor  y debe recorrer un trecho bastante largo para llegar a su asiento.
 “Tiene razón y lo sabe.  No nos veremos más.” Mira hacia un lado y se disculpa con
una mujer a la que casi atropella.
 El tren empieza a tomar velocidad. 
 Resulta difícil  atravesar ese último tramo. El pasillo es un espacio ocupado por  
personas que acomodan sus valijas, que buscan sus asientos, que controlan, rigurosos, todas sus acciones como si fueran de vital importancia. Algunos, como ella, han llegado con el tiempo justo y hay enojo mezclado con cansancio.
 “Nadie quiere parecer torpe, todos temen”. Se da media vuelta, en una espera, y allí está la mujer a  la que había casi atropellado y que la está mirando con unos ojos casi desorbitados. La acompaña un chico que le muestra la lengua cuando ella, a modo de saludo,  le guiña un ojo. “Yo también temo pero, a veces, me equivoco”.
 Un hombre sonríe cuando pide permiso para llegar al descanso entre ambos coches.
Dos muchachos toman cerveza en ese sitio. Están allí porque fuman. Ella también lo
hace. Deja sus cosas sobre el piso y busca un cigarrillo. Uno de los hombres la mira
fijamente mientras finge estar atento al otro que le habla. Ella corre sus ojos hacia fuera pero los vuelve cuando advierte otro movimiento. El muchacho, ése que escucha, el que la miraba, abre su camisa y con un pañuelo se seca el sudor. Pasa el trapo muy suavemente sobre su pecho. Entonces, ella desvía la mirada. Una ráfaga de aire trae consigo una ráfaga de  pasado. No sabe por qué pero piensa en la escuela secundaria, cuando ese chico se sacó la camisa en el recreo y ella vio ese pecho, negro de pelo de hombre. 
 Mira por la ventana de la puerta hasta encontrar el verde de la llanura. “Parece un pubis velludo, que oculta su danza con el viento.” Aprieta el puño para sacarse eso de encima, en el momento en el que alguien le pide permiso.
 “No quise cogérmela pero lo hice”. Ella vuelve entonces sus ojos hacia el muchacho,  quien le sonríe levemente mientras su amigo sigue con su charla. No fue él quien dijo eso.  Silencioso, solo se está cerrando la camisa.
 El que habló fue un hombre de traje gris que acaba de atravesar el sitio y pasa al coche siguiente. Va con otro, también trajeado que lo palmea y lanza una carcajada a modo de respuesta. 
 “Y viejo, la mina se me ofreció y los regalos hay que aceptarlos”. Ahora ríen más
sonoramente mientras desaparecen.
 Apaga el cigarrillo con el pie. Echa una última mirada hacia fuera y se alisa el pelo.
 “Nena, esa amiga tuya, perdoname que insista, pero sos mi hija. ¿Sabés que… mucho no me gusta?”. La voz de su madre, otra vez.
 Se acomoda la mochila y, a modo de despedida, vuelve la mirada antes de irse. El
muchacho de la camisa esboza un gesto parecido a una sonrisa. Ella atraviesa la puerta y pasa al otro vagón.
 Lo primero que descubre es a una pareja que se ríe a carcajadas. El hombre se levanta de su asiento, alza a su compañera y comienza a besarla. La muchacha pide permiso para pasar y él le sonríe, haciéndole una exagerada reverencia. Ella agradece, ladeando ligeramente la cabeza.  Luego, a dos pasos, descubre a un chico quien, acodado sobre el respaldo, observa divertido  la escena amorosa. Sin quererlo roza la cabeza del niño y, al mirar para atrás, descubre que la pareja aumentó el calor de su apasionamiento. El chico parece embelesado y la muchacha, cómplice, se alza de hombros y continúa su camino.
 A lo lejos, casi al final del coche hay una mujer que, extrañamente, lleva uno de esos
anticuados sombreros con velo sobre la cara. El hombre que está en el asiento contiguo la mira de reojo y los demás pasajeros insinúan una mueca de complicidad y burla ya que la mujer del sombrero, además, canta suavemente. “Está loca”. Es, más o menos, lo que piensan.
 “Te querré siempre, aunque no estemos juntas, aunque no estés”. Laura, ahora es ella, su voz. La muchacha sabe que no debe emocionarse por ese recuerdo, que tiene que huir de él, de esa ligazón con el pasado. “Vas al baño, te acompaño.” Otra vez la escuela. Laura se quedó mirándola mientras ella abría la canilla y de pronto, en un gesto rápido, tomó un poco de agua con sus manos y se la arrojó sobre la cara. Ahora si que rieron, y se abrazaron.
 Mientras se abre paso mira hacia fuera, como puede,  por una de las ventanillas. Justo elige una rota, astillada. “El vidrio parece una tela de araña”. Se da cuenta de que esa definición es un lugar común y se sonríe.
 El paisaje otra vez, sólo pasto.
“No me gusta que tengas ese tipo de relaciones. Ya sé que ahora…es normal. Pero hay hombres, eso también es normal”. A su madre le temblaba un párpado en ese momento.
Siempre sucedía eso, era su manera de mostrar su debilidad o su ira, nunca lo supo.
 Una pareja, ya mayor, discute. “Si no te gusta, cuando lleguemos te volvés”. “Claro,
para vos es fácil”. “Para vos también, yo te mantengo.”
 Dicho esto, ella se levanta de su sitio y al intentar salir al pasillo, tropieza.
 “Carajo”.
 En un asiento, también sobre el pasillo, hay otra mujer,  joven como ella, dormida y
con la cabeza vuelta hacia un costado. Al pasar y mirarla, la muchacha se paraliza. La
otra,  en un rápido movimiento lleva sus manos a la frente y suelta su cuello hasta
inclinarlo y ocultar su cara. ¿Estupor, sorpresa, miedo? Todo eso junto. Se pregunta si es cierto, si puede ser, si no se trata de una equivocación. Desvía sus ojos hacia arriba y ahora si, cree que va a desmayarse. 
 Un pasajero  mira sin pestañear a la mujer sentada y luego sus ojos buscan los de la
muchacha que, cargada con su mochila y su bolso, casi echa a correr. El hombre la observa curioso y luego desvía su mirada hasta perderla, indiferente, en el vidrio astillado.
 Otro vagón. En este momento se encienden las luces que se mezclan con  las de afuera, ya desvaídas. Algunas personas duermen o intentan hacerlo. El calor se siente mucho más ahora, el sol del verano ha golpeado con saña durante todo el día.
 “¿Por qué, Laura, por qué?”
 Su paso es ahora rápido. Piensa, no puede evitarlo, en la mujer joven que inclinaba su cabeza hacia abajo, dormitando. Hay algo familiar en ese pelo, en la forma de ese
cráneo y en el vello rubio y débil que se pierde en el cuello. Otra vez ese pliegue.  La
muchacha se detiene y abre su bolso buscando algo, no sabe qué. Tiempo nomás,
tiempo para pensar. “Es como ella. Juraría que está aquí, tan cerca, sentada, disimulando un sueño.”
 Mira al frente y sacude su cabeza, espantando imágenes. No obstante, hay cosas que resuenan.
 “Cuidate. El peligro está en todos lados y vos, tan linda.”
 Parece su mamá. El mismo consejo, quizás la misma voz. La madre le dijo siempre
“nena”, aún hasta antes de morir. Se lo hacía a propósito, porque sabía que a ella ese trato la enojaba.
 “Nena, tené cuidado. Todo es tan difícil.”
 Hay silencio ahora, salvo el del tren. Dos chicos duermen, tomados de las manos. El
padre, concentrado, lee un libro. Ella lo mira y él levanta la cabeza.
 “Buena nariz. Fuerte. De una belleza casi agresiva.” Le resulta extraña esa observación.
Sus pensamientos vagan para evitar otros, otro. Desvía la mirada y esquiva una pequeña valija apoyada en el suelo. La dueña le sonríe y retira el bulto,  presurosa y con un gesto mínimo de disculpas.
 Finalmente llega. Saca el boleto de su bolso y comprueba el número del asiento que,  por suerte, da al pasillo. Acomoda sus cosas, mecánicamente. Su cabeza quedó detenida en el otro vagón, en la nuca de esa muchacha. “Tengo miedo”. Una sensación de debilidad la recorre mientras se sienta. A su lado hay un hombre, ya mayor, leyendo.  En un momento aparta los ojos del diario y la mira, brevemente.  Luego vuelve a la lectura, sacudiendo la cabeza.
 “Demasiados misterios” murmura. “Una muchacha, aparentemente dormida, ha sido muerta en un tren.”
 Su voz es apenas audible pero sus palabras son claras. Lo suficiente para que ella pueda oirlas. La joven se tensa en su asiento y adelanta el torso. Ahora, de reojo, intenta mirar al hombre.
 “La policía opina que la  autora de esa muerte injusta fue su amante, otra mujer que
también viajaba en el  mismo tren”.
 En ese momento el convoy disminuye la marcha. Una de las puertas del vagón se abre y entra un guarda que atraviesa a paso muy rápido, casi corriendo, el pasillo. La
muchacha se incorpora. El guarda llega al otro descanso y desciende del tren que a esta altura ya se detuvo.
 Ella se levanta bruscamente, atropella no sabe a quien y se asoma a una ventanilla. “Mal educada, pida permiso”. La señora la mira, malhumorada.
 El pasto creció mucho en otro tiempo y ahora amarillea seguramente por la falta de
agua. A lo lejos se ve la figura de una mujer que atraviesa el campo y sortea un
alambrado. El empleado del tren va detrás de esa figura huidiza que ahora parecería
andar en zig-zag. El hombre,  entonces, cansado se detiene. Saca un pañuelo y se seca la cabeza.
 Ahora baja más gente, por curiosidad o para estirar las piernas. Poco a poco todos van descendiendo del tren. Abajo se forma una multitud.
 La muchacha ha cambiado de asiento, se ha sentado en uno cualquiera, están todos vacíos y  hay para elegir. 
 Está sola. Afuera suena un silbato. El tren comienza a rechinar, a gemir, hasta que por fin arranca. A los de abajo esto parece no importarles, ya que algunos saludan con sus manos y brazos esta nueva partida. Ella apoya su cabeza en el respaldo y siente que éste está rasgado. Ahora el convoy ha tomado velocidad. La muchacha mira hacia el pasillo vacío y luego hacia el piso. Recoge el diario. “La policía detendrá a la autora del crimen. Sus horas están contadas”,  ha opinado el Jefe de la repartición. “Ni bien llegue será apresada y ejecutada sin juicio previo”.
 Cierra los ojos. Le gustaría dormir. 
 El tren marcha rítmicamente. La luz tiene ahora una coloración débil y tibia. Hay una bruma dorada cuando ella entreabre los párpados. También hay una canción. Alguien canturrea a su lado.
 Entonces, estira las piernas todo lo que puede y se entrega laxa a la incomodidad
del asiento.
 La mujer del sombrero con el velo está junto a ella. La mira sonriente mientras acaricia su cabeza.
 “Se ha ido, no está más.” Es un susurro apenas pero la muchacha lo entiende.
 “¿Laura?” “Si, Laura.” Ambas sonríen, complacidas. La muchacha piensa entonces en el joven que se secaba el sudor mientras la miraba. Es para ella, sin saber por qué,  una imagen que será imborrable. No entiende, pero no le importa. Entonces, vuelve  a sonreír. “Quizás, en algún momento piense en mí.”
 La mujer del sombrero se sienta frente a ella. Vuelve a cantar tan dulcemente que la
muchacha tiene que hacer un esfuerzo para no dormir. Es de noche y el tren, con su marcha tan plácida, parece detenido.
 “¿Es cierto que se fue?” La mujer asiente.  “Si, ella también, como vos y como yo.” La joven, en un gesto automático, se acomoda el pelo. “¿Entonces, cómo estamos?”
 La mujer se levanta. Arregla su tocado y suspira. Hace un gesto de silencio con un dedo sobre su boca.
 “No te preocupes, ya está.”
 Y se va. Por una de las ventanillas entra un viento muy fuerte que barre los restos de todo lo desechado. También se lleva el diario con las palabras,  las que leía ese hombre.
                                                                  
                                                                                    
                                                                                                         Buenos Aires,  Junio de 2012


“MUERTE Y RESURRECCIÓN DE MARÍA CALLAS”

  Diálogo en un bar de la Avenida de Mayo:

 -Che… ¿Sabés que la Callas está enferma?
 -¿Amadeo? No me digas… ¿Qué le pasa?
 -Está internado en el Argerich. Tiene cáncer. En el páncreas.
 -Pobre, está lista.
 -Sí, una loca menos.

  Sala del Hospital Argerich:

 -Enfermera, enfermera, acabo de despertarme.
 Entra la enfermera. Es rubia, alta y robusta.
 -¿Qué te pasa, abuelo?
 -No me digás abuelo y decime qué tal estoy?
 -Acabás de salir de terapia intensiva.
 -¡Ajá! ¿Y ahora?
 -Ahora estás bien, pero estuviste en coma.
 -Bien. Digamos que estoy pasable. ¿Vos cómo te llamás?
 --Rosa.
 -No me gusta. Desde hoy serás Isolda. ¿Cuándo salgo de este tugurio?
 -No lo sé. Los médicos están por llegar. ¿Tenés familia, Amadeo?
 -No, Isolda.
 Desde el pasillo llegó un grito de dolor.
 -¿Me harías un favor? Abrí las ventanas, quiero que entre el sol.
 La enfermera corre las cortinas y se retira. La luz entra a raudales, la proyección de los marcos y los biombos junto con las cortinas corridas provocan en el techo una curiosa geometría. Lejos, se escuchan voces, seguramente provenientes de la calle.
 “Casta diva”, la Callas entrecierra los ojos y presume que está viva, por el momento.
 Amadeo Silvani, edad 79 años, con un primo lejano como único familiar. Es jubilado del Correo y, aparte del culto a sus amistades, permanentes algunas, transitorias las más de las veces, sobre todo cuando era más joven, su pasión y alegría es la música, la ópera, los cantantes, la Callas.
 Pero, decíamos que entrecierra los ojos hasta que finalmente se duerme.

 Sueño de la Callas:

 Un sendero que conduce a un bosque, pequeño pero espeso. Camina largamente hacia él sin alcanzarlo. El sol arde y el viento caliente golpea su cara. Le duelen las piernas, los pies, los brazos, la cabeza y las pocas muelas que le quedan, pero continúa. En un recodo, se encuentra con una mujer harapienta .Una vieja, como él. Se detienen, uno frente al otro. La mujer le sonríe y le indica con la mano un pequeño atajo, al costado del camino. “Werther! Qui m´aurait dit?”. Él lo toma, obediente, y finalmente penetra en el bosque. “Ebben? Ne andrò lontana”. Al principio un montón de zarzas, yuyos crecidos y enredaderas; luego árboles flacos y, por último, una vegetación que casi no deja ver el cielo. El camino se hace más sinuoso y no hay otro sonido que el canto uniforme de algún pájaro.
 Él está cansado y se sienta en un montículo de hierba.
 En un momento sucede: pasa un joven completamente desnudo, blanquísima la piel, la mirada furtiva. Al rato pasa otro, también desnudo, más alto y fornido esta vez.
  “Ah, non credea mirarti”.
 Y luego otro y otro y otro y muchos más. Amadeo contó como una centena de hombres desnudos. Sus ojos bailaban, alocados, hacia unos y otros y esperó un  rato, más que impaciente. Entonces se decidió y caminó detrás de ellos. Llegaron a un lugar, un claro en medio de la maleza, con un pequeño espejo de agua. El espectáculo era maravilloso: estaban gozándose unos con otros, algunos se acariciaban, otros se penetraban, los más se masturbaban, todos con la mirada iluminada por el deseo. Amadeo se acercó entonces, cuando la tarde se estaba convirtiendo en noche y los cuerpos resplandecían con un fulgor dorado. “L´amour est un oiseau rebelle”. Estiró la mano para acariciar a uno de ellos, pero se empezaron a escuchar risas, sonidos guturales y carcajadas. Amadeo sintió que le hablaban y un pequeño sacudón en los hombros coincidió con el fin del encantamiento.
 -Abuelo, abuelo, despertá, aquí están los doctores.
 Abrió los ojos lentamente.
 -Isolda, creo que me dijiste abuelo. Te pedí que no lo hicieras. Bien, aquí estoy.
 Los médicos eran tres y miraron la planilla colgada a los pies de la cama. Le sonrieron, le tomaron la presión y por último la fiebre. Lo examinaron, auscultaron su corazón y finalmente, luego de hacer anotaciones pa su historia clínica,  se fueron sin una palabra de esperanza ni de nada.
 Al rato volvió la enfermera. Silenciosamente le quitó las sondas de los brazos y le dio una pastilla, seguramente un calmante. Amadeo la miró con ansiedad.
 -Está todo bien, mañana te podés ir a tu casa. En Planta Baja te darán una orden para una nueva visita y las fechas de la quimioterapia.
 -Gracias, Isolda. Alguna vez te voy a traer un  regalo. ¿Qué te gustaría? ¿Un filtro de amor, quizás?

 Al día siguiente, temprano, a la salida del hospital:

 “Amadeo, Amadeo”, se dijo para sí mismo, “Estás vieja, te vas a morir pronto, aunque te resistas”.
 ¿Qué hacer? Miró la calle, esa tentación permanente.
 Fue hasta su casa: dejó el pequeño bolso con sus pertenencias y salió. El día estaba nublado y hacía frío. A Amadeo esto lo tuvo sin cuidado, como tampoco le importó la fea puntada que sentía, de a ratos, en el costado izquierdo de su estómago. Tomó el colectivo, bajó en Constitución, echó una ojeada por el hall de la Estación y descendió las escaleras hacia el baño, en busca de alguna aventura. “Un bel di vedremo”.
 El bosque, quizás, esta vez más sórdido, hundido en un subsuelo de ratas. Amadeo no reflexionó demasiado; era lo único que había. Allí no se escuchaban cantos de pájaros ni se percibían soles intensos colados entre la maleza. “No importa”, se repitió, “Un bel di vedremo”.

Otro diálogo, en el bar de la Avenida de Mayo, días después:

 -Me gustó el trabajo de Meryl Strep, pero el final me pareció flojo ¿Vos la viste?
 -No, no voy al cine, pero a la que sí vi vivita y coleando fue a la Callas. En Plaza Once. Ella no me vio. Iba acompañado por un tipo, un facineroso.
 -Entonces vive todavía. Mejor así.
 -Si, pero no nos hagamos ilusiones. Está en las últimas. Como dijiste vos el otro día, una loca menos.
 El Subte, bajo tierra, provocó un rugir sordo al salir de la Estación.

                                                                                                                                                                     Buenos Aires, 2006






 “ENCUENTRO”

Las únicas dos mesas ocupadas en esa vereda eran las de ese hombre y la mía, muy próximas entre si.
 -Yo soy simulador de penurias.
 Lo dijo estirando un poco el cuerpo, para acercarse y no levantar la voz.
 Lo miré sin comprender y me hizo un gesto de complicidad.
 -Pero usted es joven aún, luce bien, sano y trasunta un aire de simpatía, se diría.
 Entonces fue él quien me miró, casi sorprendido.
 -¿Y eso qué tiene qué ver?
 -Mucho, usted me enoja. Finge desgracias,  creo que no me toma en serio.
 Me miró con sorna.
 -No me interesa lo que usted crea, de mi o de otros. Después de todo ¿Usted qué es?
 Me incorporé.
 -Un sanador de tristezas, eso soy.
 Abrí mi saco, saqué mi cuchillo con mango de nácar y lo coloqué sobre la mesa ( Siempre que evoco esa escena me veo como un ridículo malevo del ayer). Luego me senté y  tapé el arma con mi mano, siempre el recuerdo de lo ya visto es más fuerte que la realidad  tangible.
 -Ah, bueno, eso es otra cosa. Creo que podemos entendernos. La vida me trató mal sabe, me siento grande, viejo, muy enfermo, tanto que se diría a punto de morir, estoy solo, sin amor ni amigos ni siquiera un perro que me haga compañía. Usted podría ayudarme.
 Lo miré con atención. Sus ojos brillaban frente a los míos.
 -Ya lo sé. Además es mi deber.  Vamos, levántese y caminemos.
 Llamé al mozo y ambos pagamos nuestras cuentas.
-¿Hacia dónde vamos?
 Caminábamos con lentitud.
-No se inquiete, ya llegaremos.
 Se detuvo y apoyó su mano sobre mi brazo.
 -No es inquietud, es prisa.
-Ajá.
 Dimos vuelta en la primera esquina, hicimos unos metros y atravesamos el juego de unos chicos que gritaban y cantaban. Ahí nomás, a unos metros, estaba la entrada.
 Una vez, frente a frente, nos miramos en silencio. Se oían las risas de los niños.
 -Quítese el saco.
 Lo hizo, parsimoniosamente, bajando la vista. Luego me miró a los ojos.
 -¿Ya?
 -Si, ya.
 Su cuerpo quedó tendido en una especie de loma, mezcla de escombros y de pastos.
 Nada se alteró demasiado. Solo una bocina lejana y una paloma que atravesó el cielo, justo por encima de mi cabeza. Ya lo he dicho, nada o casi nada.
 Le di la espalda y salí del baldío. Resolví rehacer el camino. Al pasar por el bar me crucé con el mozo que nos había atendido.
 -Hasta luego, señor.
“Hasta nunca” pensé, “sobre todo  para el otro”. 
                                                                                                                 Buenos Aires, Mayo de 2013



“ALGO LLAMADO AZAR”

La chica dejó el libro sobre su falda, estiró la cabeza hacia atrás y sacudió su pelo. Luego buscó sus lentes obscuros y se los puso.
 Era un día brillante, ése. El sol quemaba sin aire y había que estar muy atento para escuchar el susurro de los árboles o el del agua, que corría cerca, en la fuente abandonada que en ese momento, por milagro, funcionaba.
 Un poco más allá, el muchacho del pulover rojo despertó de repente y bostezó tapándose la boca con las dos manos. Se había sacado una zapatilla y la colocó a su lado, sobre el asiento. Más tarde se la calzaría.
 A lo lejos, unos chicos jugaban con una pelota y un cartonero pasaba con su carro ya completo.  Otro hombre, anciano,  había detenido el paso para abrir el diario y,  al parecer, para leer una noticia que le importaba.
Frente a la chica del libro y en diagonal al muchacho del suéter rojo se sentó un hombre joven con una casaca de enfermero. Se dispuso a comer un sándwich, su almuerzo, seguramente.
 El calor comenzó a apretar a esa hora. Era el mediodía.
 Por un sendero venía caminando una señora vestida de verde con un bebé en un cochecito. La mujer le hablaba al niño pero nadie podría haber escuchado lo que decía. Era como un desliz o como el canto de una lombriz.
 En un momento la muchacha de los lentes de sol se llevó un dedo a la boca para solucionar una imperfección en una de sus uñas mientras pensaba que tenía que ir al supermercado. Eso siempre la contrariaba.Hoy más, se trataba de un cumpleaños, el de su marido.
El joven enfermero terminó su sandwich y se dispuso a beber una gaseosa que sacó de su bolsillo. Se acordó dela revista, “El Gráfico”,  que debía comprar para Esteban, el paciente internado tan parecido a su tío.Eso era importante para él, algo no obligado, fuera de su rutina. Esteban.
 El muchacho que había bostezado volvió a hacerlo, esta vez más ruidosamente. Pensó en los días que vendrían y en el nuevo trabajo. Suerte la de él, ya estaba grande para motoquero. Se sonrió, sin mezquinar su alegría. Pensó en su mamá, que lo quería médico. Tarde ya.
 Fue justo en el momento del ulular lejano de una sirena,  cuando la mujer  de verde trastabilló y se fue al suelo arrastrando consigo al niño y al cochecito. Ella gritó y miró a su alrededor. También fue el momento en que un pájaro atravesó el lugar lanzando un canto parecido a un graznido, volando en dirección al sitio ese de los chicos que jugaban con la pelota, el del cartonero y también el del hombre que leía el diario de a pie.
 Simultáneamente, la muchacha del libro, el joven enfermero del sándwich y el que había bostezado dos veces se levantaron de sus bancos y fueron en auxilio de la mujer.
 La ayudaron a pesar de que ella parecía estar enojada, seguramente consigo misma, quizás por eso del sentimiento ridículo que provocan esos pequeños accidentes . La pusieron de pie y también reincorporaron al niño con su cochecito. La mujer se arregló el pelo, se sacudió un poco la ropa, sonrió apenas y, apurando el paso, partió con su bebé que lloraba lastimeramente.
 Los tres jóvenes quedaron solos, frente a frente, en medio del camino. Rieron y hablaron, pero no sé de qué ni cuanto. Finalmente  la joven fue a recoger su libro, el enfermero tiró la botella vacía en un cesto y el de rojo fue hacia la zapatilla y rápidamente se la calzó.
 Se fueron juntos.
No sé qué rumbo tomaron ni tampoco sé a dónde llegaron. Eso, será motivo para otra historia, para el que lee y para el que escribe.

                                                                                                      Buenos Aires, Mayo de 2013




"NEGRO SOBRE LUNA" 


  Es una habitación sobre una terraza. Anteriormente ha sido, seguramente, un desván, un depósito, una construcción casi inútil. Las paredes son de ladrillos, sin revocar y han acumulado las manchas que el tiempo ha estampado sobre ellas. Hace ya unos años que le han adosado un baño, a un costado, y han abierto una ventana que luce enmarañada.
 Adentro, en un rincón, una garrafa de gas, para cocinar.
 Un sitio cualquiera transformado en un cuarto alquilado a alguien cualquiera.

 El hombre del traje negro mira hacia el ojo de la cerradura. Podría espiar por ese agujero pero es innecesario e indigno, aparte de ridículo. Sin molestarse sabe que, allí, sobre la mesa está el maletín negro.
 “Puta, las dos de la matina. A veces me pregunto porque estoy en esto  todavía. Antes la explicación era muy sencilla. Lo hacía por plata. Para ganarme el sustento, como cualquiera. Han pasado veinticinco años. ¿El tiempo justo para una repetición?  Amasijar a un tipo a quien no conozco y que ni siquiera sé si hizo algo para merecer la muerte.”

 El azul intenso de la noche va desapareciendo y comienza el albor del nuevo día.
 La mujer está despierta. Mira a su lado y allí está él, durmiendo, con esa paz y esa dulzura que la enamoran.
 Levanta la vista hacia ese maletín, que ella sabe tan valioso y peligroso, que también duerme sobre la mesa.
 El hombre ronca, blandamente. Ella lo mira de nuevo, acerca su cara y su boca pronuncia, sin quererlo, una palabra. “Perdoname”.
 Una lágrima resbala por su rostro mientras el hombre carraspea y se cambia de lado. La mujer vuelve a su sitio. “Es por su bien”, piensa.

Afuera, con rapidez, todo cambia. El gris del amanecer inventa fantasmas. Da miedo ese color, presagia soledad.
 Sabe que es un operativo sencillo, uno más. Se trata solo de la vida, mejor dicho de la muerte de alguien. Uno más. Pero él no puede permitirse un error, una imperfección.

“¡Qué ojos los de la mina! Me miró tan fijamente que me convenció. Dijo que lo hacía por amor. ¿Amor? Más bien creo que había calentura, pasión, odio. Si, es cierto, dijo la verdad. Amor, de eso se trata.
También me dijo que el contenido de la valija sería para mí, que ella no quería nada. Ilusa, claro que será así, sino no podría contarlo. Una parte, una buena tajada, como siempre, se irá a casa, conmigo, y el resto se reparte entre los otros dos, los muchachos que hace rato que me secundan y que hacen limpiamente su trabajo, sobre todo sin demasiadas preguntas. La mercadería es de primera, la muestra era de lo mejor, los que saben me lo dijeron, Vale, entonces, la pena. ”   

Dentro, la mujer mira hacia el techo, los ojos desorbitados y la boca seca y tensa. Se levanta y se acerca a la ventana, Entonces ve lo que ya imagina. Con un escalofrío se acerca a la cama, lo mira por última vez y se mete en el baño, pone dos vueltas de llave y se sienta en el piso. “Es lo único, es su salvación”. Las baldosas están mojadas, entonces aprieta tanto el rosario entre sus manos que termina por romperlo. Las cuentas resbalan sobre el piso, rumorosas.  

El hombre de negro recorre el techo del edificio. Mira a los otros, uno por uno y después de comprobar que están dispuestos, les hace una seña. Ellos saben que a ella, a la mujer, no hay que tocarla.

 “Soy peor que ese que está adentro, esperando. No sé si alguna vez se le ocurrió o tuvo que matar a alguien. A mí sí, se me ocurrió y tuve. Muchas veces.  Hasta si me esfuerzo puedo recordar a cuantos mandé al otro lado. Siempre lo hice convencido. La historia del justiciero, buena historia. Extirpar, con mis propias manos, el mal de esta tierra.”

Ya está. Los hombres entrarán y recuperarán el maletín. Bastarán unos tiros, silenciosos y sibilantes para acabar con esa rutina.
 Es la ley.

 “La mía, mi ley.  Al fin y al cabo, mañana será otro día.”
                                                             
                                                                                                   La Caleta, Enero 2011


“UN DÍA”

 No creas que he olvidado o que me he propuesto borrar de mi vida esa tarde en la que apareciste. Es más, creo que fue un momento salvador. Yo estaba de un humor aciago, en uno de esos días en los que la vida puede acabarse de un saque, así porque sí, sin saber por qué.
 Buscando sobreponerme, cometí el gesto contrario, en lugar de reír abriendo la boca a horcajadas, elegí el convencional de la tristeza y el desasosiego: llevé mi mano derecha hacia mi cabeza y la recorrí comenzando por la frente. Un gesto convencional,  repito, sin duda.
 Pero vos estabas fuera, en la calle, como tantas veces antes que mi intuición –esa ciencia exacta- me hiciera descubrirte.
 Y fue solo ir hacia la ventana, con el afán literario de arrojarme y suicidarme, en un impulso romántico. No, no lo tomes así, esto no es dramatismo, te cuento solo el juego que sirvió para alivianarme y para confirmar lo que nunca me tomaría el trabajo de hacer, ya que en ese caso,  me resultaría muy complicado y trabajoso imaginar el simple trayecto entre el arriba y el abajo. La caída, simplemente. Todo muy desprolijo, además.  
 Continúo. Lo nuestro empezó cuando miré a través de los vidrios empañados y te vi.
 Estabas, luego lo supe (la repetición de tu hábito me hizo saberlo) con tu cuerpo apoyado, casi debajo de una piedra. De una cualquiera, claro, después entendí que todas eran tu casa. Me mirabas con una mirada cómplice, sonriente, solo interrumpida cuando alguien pasaba por delante y te ocultaba, con la indolencia que se tiene cuando no se sabe de algo o no se lo descubre.
 Porque no te veían. No era que no te miraban o que les resultabas indiferente, no, no te veían, no sabían de vos. Eras un secreto que solo a mi se me brindaba.
 Fue así como te conocí.
 Luego supe que vos sabías de mí, más que yo mismo. Pero eso vino más tarde.
 Volví muchas veces a la ventana y siempre estabas por allí, la espalda contra uno de los pilares o en una piedra de esa pequeña plazoleta, mi paisaje de todos los días.
 Sabía que te encontraría ahí, de día y de noche.
 Una vez, debajo de la lluvia, de madrugada cuando solo existe el más humano de los silencios y de las ausencias, te animaste y me mostraste tu sexo. Abriste tu ropa y bajaste la mirada, señalando mi participación. Yo sonreí, halagado.
 Otra vez, valiéndote de un gesto operístico supe que estabas cantando y cuando al final hiciste esa graciosa reverencia, entendí que me  habías hecho un regalo.
 Como esa otra vez, cuando con volutas de humo dibujaste la frase esperada por mí y para mí: “Feliz cumpleaños…”
 “Esta es mi buena estrella, la súbita, la sin razón”, pensé esa tarde.
 Una noche te vestiste de odalisca y bailaste una danza sensual y ridícula. Tus manos se agitaban en el aire como las ramas de la locura y me señalabas tu trasero, explicándome que pesaba como un zapallo. Sabías, no sé cómo pero era así, que  yo estaba triste ese día y te las arreglaste para que cambiara mi ánimo. Me reí tanto y tanto que esa noche la alegría durmió conmigo como si fueras vos.
 Por las mañanas, a veces llegabas tarde, bah, más que llegar creo que aparecías a destiempo o en otro lugar, como aquel atardecer de calor cuando te instalaste en la cabeza del caballo de San Martín.
 ¿Qué hacías cuando no estabas? ¿Te acicalabas, pintabas tus uñas o practicabas el equilibrio?
 Llenaste mi vida de misterios durante, durante no sé ya cuánto tiempo. Lentamente aprendí a amarte y, claro, fue muy fácil. No conocía tus despojos ni tus dudas; invisibles eran tus quimeras, tus virtudes o tus traiciones. Estabas allí, casi para que yo te inventara.

 Una noche me desperté sudado, mojado de la cabeza a los pies. Creo que casi se podía exprimirme y llenar un balde. La fiebre me devoraba y fue entonces que aparecieron las imágenes olvidadas de mis padres mirándome tiernamente y luego la pesadilla de la cara de mamá muerta y aquella de los ojos perdidos de papá en sus últimos momentos. También ellas, mis hermanas como en una foto fija, transmitiendo ese sentimiento indescifrable que, a veces, llamamos amor. Un peso enorme se instaló en mi pecho y creí que moriría en ese momento. Pero no, el sol de la mañana se coló por la ventana, como siempre, y las bocinas y los ruidos del mundo se hicieron presentes.

Y fue entonces que me decidí a salir e ir a tu encuentro. Habitualmente usaba la puerta de atrás, aquella de la otra entrada del edificio, la que daba a la avenida, la más concurrida. Pero esa vez no, me armé de coraje y bajé las escaleras.
 El portero me miró sonriente. Creo que me notó nervioso, ya que dibujó una pequeña mueca de asombro. Yo saludé y emprendí mi camino.
 
 Caminé despreocupadamente, una y otra vez, atravesando la plaza en círculos y diagonales, en líneas paralelas a lo largo y a lo ancho, escudriñando con descuido y tratando de descubrir tu morada para ese día. Aparentaba hacerlo de la manera más placentera posible, quería dar la impresión de una caminata saludable o la de alguien que busca distraerse o, simplemente la imagen de una persona que pasea, para pasar el tiempo.
 Al principio, fue un pasar desapercibido: un hombre, mayor ya, que da vueltas por la plaza de su barrio. Con las horas, otros paseantes –la mayoría vecinos- repararon  en mis idas y vueltas, pero lo hicieron con la más  simple curiosidad, simpleza que luego se transformó en burla compartida y en algún  gesto de rareza o de estupor por parte de algunos chicos, acompañado por las más inocentes y las más risibles frases salidas del tedio de los días.

 Finalmente no te hallé, a pesar de que te busqué hasta la llegada de la noche. No pude por más que lo quise. No estabas. Y seguramente no volverías… Es razonable, pensé, contrariamente a la proximidad es la distancia la que acrecienta los sueños.
 Bajé los hombros junto con la guardia y emprendí el regreso a casa.


                                                                                                                               Buenos Aires, Septiembre de 2013



 “LLUVIA”

  Se despertó más temprano que lo habitual a causa de su cabeza, que estaba mojada, casi empapada. Su mujer, al lado, dormía profundamente, sin despertarse siquiera cuando él encendió la luz para ir al baño. Se miró en el espejo y descubrió que su cabeza estaba chorreando.
  -“Mierda, debo haber tenido fiebre”. Tomó la toalla y se secó el pelo.
  Ya en la cama nuevamente reflexionó acerca de eso pero, poco a poco, fue retomando el sueño hasta quedarse dormido.
  Cuando sonó el despertador descubrió que era su cara la que ahora estaba mojada.
  -Escuchame, Hilda, me parece que en este cuarto hay una gotera, justo arriba de mi cabeza.
  La mujer, soñolienta, lo miró extrañada.
  -¿Goteras? Dejate de pavadas, querés…. Dicho esto se dio media vuelta y volvió a dormirse

.
  Ese día, como todos, fue a la oficina y tuvo que ir cada rato al baño, para secarse. Por más que trataba de explicárselo no encontraba respuesta. Desde allí llamó a un médico amigo y le consultó lo que le estaba pasando.
  -No, no, aparte de esto me siento muy bien, sólo esta novedad que me resulta incómoda.  Y rara. Está bien, te veo esta tarde, chau.
  Como durante el día eso continuaba, mejor dicho se agravaba, optó por no quedarse quieto en ningún sitio, ya que cuando permanecía largo rato en un lugar llegaban a producirse pequeños charcos.
  -¿Qué te pasa hoy, te noto demasiado activo, movedizo más bien?
  La voz de su compañera sonaba entre burlona y asombrada.

  
     En la consulta el doctor se mostró sorprendido, sobre todo, cuando finalmente, colocó su  mano sobre la cabeza de su amigo pero a unos veinte centímetros de ésta y notó que caía una garúa permanente.
  -Serán emanaciones, supongo, aventuró por decirle algo.
  “Este me está diciendo que mi cabeza pierde, ya lo veo, está desconcertado”. Le agradeció y se fue aún más preocupado.

  El problema continuó y tuvo que pedir licencia en el trabajo y fue por eso que su mujer, enojada, dejó de hablarle.
 Tampoco podía ir más al bar a leer el diario ni pararse en la puerta de su casa ya que la portera lo miraba de mal talante cada vez que pasaba el trapo para secar el piso.
  Se acostumbró a llevar varios pañuelos al principio, una bolsa con pequeñas toallas después hasta que finalmente se decidió a usar un turbante para que absorbiera la constante humedad. Claro que eso le trajo algunas complicaciones extras, ya que el uso de ese tocado lo obligó a hacerse pasar por árabe para justificar su apariencia.

  El tiempo pasaba y esta situación se acentuaba con las inevitables consecuencias: se tuvo que ir de su casa, dejó el trabajo, abandonó el barrio ya que la noticia se había expandido y los vecinos pasaron de  la comprensión  a la burla. Vivía con lo que había ahorrado, yendo de lugar en lugar sin saber que hacer. Un día…

  …Un día, puso su mano sobre su cabeza y la dejó un rato hasta que se mojara bien; luego llevó sus dedos a la boca y percibió que el agua era muy salada, que tenía gusto a mar. Entonces, luego de pensar y pensar,  tuvo una idea que le resultó reveladora. Imaginó que el agua que lo sobrevolaba buscaba el medio o elemento que su naturalezaza le indicaba. Tenía que volver allí y estar contenida. Algo así como retornar a su casa o a su país.
  Pensó mil formas para encontrar una solución y finalmente tuvo una ocurrencia. Es así como al día siguiente tomó un ómnibus que lo llevó a la costa, al sitio más próximo del comienzo del mar.
   Ni bien llegó –casi de noche- fue para la playa, que estaba desierta en esa época del año.
   Se quitó la ropa y empezó a caminar hacia la orilla. Lentamente se sumergió en el agua, tratando que la misma sobrepasara ampliamente su cabeza.
   Y fue sorprendente lo que allí dentro empezó a descubrir. Pequeñas ondas internas de diferentes colores y formas, hilachas, formaciones vegetales ondulantes como bailarinas. Se vio a sí mismo, con su presente y su pasado, sobre todo percibió éste último, borroso, gris, descolorido. Repitió varias veces la operación, sobre todo para respirar y cada vez que sus ojos se abrían y miraban dentro, todo se iba haciendo más nítido, más colorido y vivaz.
  Después de hacerlo muchas veces, su instinto le avisó que ya había concluído.
  Expectante, comenzó a caminar por la obscuridad y empezó a notar que el agua se iba evaporando y que su piel, su cuerpo, su cabeza y sus cabellos habían retomado su normalidad
.
  No la misma de antes, otra normalidad, una mejor.
  Entonces sí, suspirando, comenzó a pasear por la vida.
 
                                                                                                 Buenos Aires, Septiembre  de 2009

  “ACONTECIÓ”

  Había ya pasado la medianoche. Él conducía el auto “0 km.” que habían adquirido recientemente.
  -¿Lo pasamos bien, no? A tus viejos los veo cada vez más jóvenes.
  Ella, sin  responder, continuó mirando por la ventanilla.
 Estaban casados desde hacía ya casi cuatro años y no tenían hijos porque así lo habían decidido.
  -No hay nadie que haga el asado mejor que tu papá. Estaba buenísimo.
  Silencio nuevamente. La mujer continuó mirando a través del vidrio y, súbitamente, se puso a tararear. Mientras lo hacía pensaba en mil cosas.
  “Es rara, ya lo sé. Después de todo eso es lo que más me gustó de ella”. Esperó a que el semáforo cambiara, miró a su mujer de reojo y luego dobló hacia la avenida.
 Ella seguía canturreando, mientras trataba de acordarse de algo que hubiera sucedido el día anterior. Nada. Intentó encontrar algún hecho de la última semana. Y  tampoco pudo recordar nada. Pensó en el año precedente y otra vez nada. Se remontó al día de su casamiento y descubrió que no tenía idea de lo sucedido.
  “¿Cómo maestra será igual?”. La cabeza del hombre no cesaba de hacerse preguntas.” En casa la voy a encarar, de conversadora y ocurrente con exceso como era, ahora pasó a esto. la indiferencia. ¿Qué es esto de ponerse a cantar? Algo le pasa”.
  -¿Podés parar en un kiosco? Quiero un cigarrillo.
  Después siguió tarareando. A él le fastidió que recién hablara por necesidad, por un favor, para hacer un pedido,  pero no dijo nada. A esa molestia se agregaba que él había dejado de fumar hacía muy poco tiempo y sufría cuando alguien lo hacía a su lado. Y ella lo sabía.
  A la altura de Avellaneda paró el auto y bajó para comprarle los cigarrillos.
  Ella inmediatamente se cambió de asiento, empuñó el volante y arrancó a gran velocidad. Él no tuvo tiempo de hacer nada, ni siquiera de gritar; se sintió ridículo, estafado, desconcertado, todo junto. En la calle no había un alma a quien acudir. Miró al hombre del kiosco quien se mostró indiferente desviando los ojos.

  La policía acudió rápidamente. El auto estaba chocado en una de las cabinas de acceso al costado del puente y la mujer, sin un rasguño, estaba gritando desaforadamente. La contuvieron sujetándola mientras vino la ambulancia que la llevó al hospital más cercano.

 -Pueden pasar, no se queden más de veinte minutos, por favor.
  La enfermera sonrió con amabilidad profesional cuando les abrió la puerta de la habitación.
   Ella estaba en la cama, con almohadas dobles y se la veía somnolienta pero sonriente. La madre se aproximó para darle un beso, el padre le acarició suavemente un pie y él se quedó quieto, a un costado.
  -Es cierto, están cada vez más jóvenes estos dos, y también es verdad que nadie hace mejor el asado que papá.
  Su mirada tranquila iba de uno a otro mientras hablaba.

  Le habían dicho que el Doctor vendría en un rato. Abrió el segundo atado y se sentó en uno de los bancos de la sala de espera. “Mañana tengo que ver lo del seguro”. Encendió el cigarrillo. “¡Linda joda, un auto recién comprado!”.

                                                                                                      Buenos Aires, Septiembre de 2009
                                                                        
                                                                


“BREVE”

  El ómnibus estaba casi vacío. La mujer, sentada al lado de una ventanilla leía una revista,
tratando de ocupar su cabeza.
Estaba bastante preocupada ya que su visita al médico la había inquietado.
  -Después de todo… ¿Qué te puede pasar…morirte?
  -Sí, claro, pero eso no es la muerte de nadie.
  Se sorprendió, dejó de leer y miró para atrás, estaba segura que de allí habían venido las voces. Los asientos estaban vacíos y en el fondo, de pie, no había nadie. Pero ella había oído bien. Se preguntó quienes habían entablado ese diálogo y de donde había salido.
  La ganó el desconcierto.

   Ubicadas bien adelante, dos mujeres se incorporaron, dispuestas a bajar. Al pasar a su lado, rieron.
  -De vos misma, estúpida.
  -Vos creés?
  -Claro.
.
  El colectivo se detuvo y ambas descendieron. Ya en la vereda, cuando el micro partía, miraron a la mujer y le hicieron un saludo reverencial, exagerado.


                                                                                                   Buenos Aires, Septiembre de 2009 

   
                                                                  
“TONI, DOS VIAJES”

 La hora de la partida estaba fijada para las diez. Minutos después, el tren arrancó lentamente. Detrás quedó la terminal que, repleta de gente  yendo a trabajar, la mayoría.
 Le tocó ubicarse en un asiento junto a la ventanilla. Desde allí, como en una pantalla, comenzaron a verse diferentes sitios en los que  –en eso eran parecidos- circulaban automóviles, camiones, personas; la vida de la gente.
 El tren atravesó el puente sobre el riachuelo espeso y negro, siguiendo su marcha, imperturbable.
 Se movió en el asiento y miró a sus vecinos de viaje. Enfrente, una mujer sola leía una revista. En el asiento contiguo al de la mujer, un hombre se distraía observando el vagón, sin mirar a nadie. A su lado se había sentado una anciana que hizo una sonrisa cuando una mujer pasó con su bebé por el pasillo.
 La llegada a la costa estaba prevista para las tres de la tarde.
 Metió la mano en su bolsillo y acarició suavemente la satinada textura del papel sin animarse a sacarlo. Esperaba con ansiedad el momento en el que sólo pudiera avistarse un horizonte sin límites, el campo. Pensó que más o menos en tres horas llegaría el tiempo indicado. Miró nuevamente hacia afuera. Ahora pasaban por una escuela donde había algunos niños, muchos quizás, en el patio del recreo. La visión fue fugaz, pero suficiente para preguntarse si el pequeño Toni no debería estar también allí, jugando con los otros. Sintió un nudo en la garganta y sus ojos se humedecieron. Volvió a meter la mano en el bolsillo y sacó la fotografía. L a miró, sin poder entender y ahora sí, las lágrimas se derramaron. La mujer que leía la revista, observó con curiosidad; la anciana atinó a decir algo, sin hacerlo y el hombre mayor ya se había dormido como seguramente lo había hecho Toni, pero en forma definitiva. Guardó la foto.
 Sacó un pañuelo, se sonó la nariz y también se secó las lágrimas.
 El tren seguía avanzando, con mayor velocidad. Ahora se veían casas más chatas y grises. Sobre todo porque el día ayudaba con la niebla.
 Los restantes pasajeros conversaban, reían, algunos comían, otros se levantaban de sus asientos y se iban a otros vagones o al coche-comedor o al baño. 
 Entrecerró los ojos y trató de dormir o, al menos, conseguir un poco de descanso. En un momento, sin darse cuenta, llegó el silencio del sopor y también se durmió.
 Toni estaba arriba, en el tobogán y reía, entre asustado y feliz. Había otros chicos detrás de él y eso lo decidió a deslizarse por la pendiente hasta caer en sus brazos, ésta vez iluminado por su pequeña hazaña. Rieron y el niño sintió el fuerte abrazo que lo cobijaba.
 Se despertó y sintió miedo. Miró nuevamente hacia fuera. Ahora sí se veía la llanura, verde y extensa, fundiéndose allá lejos con un cielo cargado de nubes.

 Respiró profundamente y se levantó de su asiento. Recorrió el pasillo y llegó a la puerta que comunicaba al otro coche. La abrió y se encontró en un inhóspito sitio de paso. Solo le llamó la atención el fuelle de hierro que unía a ambos vagones. Había otras puertas allí, más pesadas. Con esfuerzo abrió una de ellas. Un viento helado, más rápido que el andar del tren se arrojó sobre su cara.  Miró hacia delante sin ver nada más que pasto y tierra. Pasaban, cerca, dos hombres de a caballo, pero no pudo o no quiso distinguir sus caras. Eran un niño y un muchacho. Le hicieron un saludo, con sus manos el chico, con su sombrero el más grande. Pronto desaparecieron; el tren atravesaba entonces un puente sobre un riacho.

 Trató, entonces, de no escuchar ni ver nada. 
 Respiró hondo y se arrojó. Tuvo en segundos, múltiples imágenes y luego nada.
.
 El tren continuó su  marcha. La mujer que leía la revista ahora dormía; el señor mayor había despertado; la anciana, pasado el tiempo, apoyó su cartera en el asiento vacío, a su lado.

 Encontraron el cuerpo unas horas más tarde, en un charco y fue trasladado por una ambulancia de la zona. Tenía, consigo, solamente la foto de un niño que sonreía haciendo una morisqueta ante la cámara. Más tarde, en el hospital estuvo en coma profundo durante tres días.
 Por fin, las ruedas del tren dejaron de sonar.     


                                                                                                                                               Buenos Aires,  Otoño de 2004


 "RELATO"

 “Hola, hola…creí que se había cortado. ¿No estás ocupada no...? Te quiero contar algo y, claro, como siempre, me anticipo a tu opinión…Bueno, eso es aparte… Vos dirás que soy una imbécil pero no, soy así…¿Cómo te diría? Un poco inocente, quizás... ¿Tal vez mis principios sean muy férreos, anticuados para esta época..?Voy a la historia, si, si… Bueno, mirá, ahora soy una persona grande pero me acuerdo tanto de mamá…”
 La mujer sale del tualé y vuelve a sentarse a la mesa. Ha elegido la que está junto a la ventana, para distraerse mirando la calle.
 Cincuenta años no es mucho ni tan poco. Se lo dice siempre a si misma  y también sus amigos y familiares lo repiten, casi sin cesar. Es por esto último que el comentario le huele a mentira.
 Está vestida y maquillada  casi como para ir a una fiesta.  Marta, su amiga de la infancia y confidente, le dice muchas veces que nunca se sabe por donde aparece la oportunidad, es decir eso llamado amor o lo que fuere.
 Esa verdad anunciada hacía mucho que se le había instalado pero el misterio no se concretaba.
“…¿Vos te acordás cuando nos decía… sí, claro, a vos también…si eras, digo…sos como una hermana para mí…La pobre tuvo una mala experiencia con los hombres…Ya sé que se trata de mi papá…Sí, todo lo que quieras, él era así, pero mamá sufrió mucho…Ahora sé que él también era como todos,  siempre al acecho sin importarles nuestros  sentimientos…Egoístas, eso. No sé qué buscan… No, no lo digas ni te rías…No, no quiero ser grosera… No me voy por las ramas…Sigo. La cuestión comenzó como todos los días… el gustodel cafecito de la mañana…”
 -Buenos días, hace frío hoy. Usted es muy valiente para salir con este día.
 Pone la taza y el vaso de agua gasificada sobre la mesa y le sirve, como siempre, el café doble bien cargado.
 -No me importa el tiempo. A veces pienso que soy…atérmica, eso es, me adapto tanto al frío como al calor. Podría vivir en el Polo o en el desierto de Sahara. Y siempre con poca ropa, hasta desnuda se podría decir…
 Esto último lo acentúa con un cierto pudor artificioso.
 -Claro que sí.
 Dicho esto coloca el platito con los pequeños bizcochos para acompañar y, sonrisa de por medio, sigue con su rutina.
 En ese momento se abre la puerta y entra el hombre acompañado por una rápida ráfaga helada.
 “En eso lo veo aparecer…la pinta típica de esos que se creen galanes de cine o de la tele…Y que de entrada piensan que vas a caer rendida a sus pies…Claro, que sí, no soy tonta…Sé discernir entre un tipo educado, fino y culto y un rufianacho cualquiera…El de este caso…”
 La mujer percibe esa entrada al instante y, rápidamente, mira hacia la ventana, como fijando sus ojos en el vacío, pero continuando con su observación a través del reflejo en los cristales.
 El hombre es joven aún, de tez obscura y con una abundante cabellera; de un costado de la frente le cuelga una mecha que le da un aire quizás adolescente.
 Se sienta dos mesas más allá de aquella en la que está la mujer. Hace una seña al mozo y abre el diario.
 Ella, entonces, se dispone a mirarlo. Con discreción primero, más abiertamente después.
 “Vos podés creer que de entrada nomás el tipo me clavó la mirada y se se puso a hacer, con mucho disimulo porque tonto no era, unos gestos que bueno bueno…No… Me da hasta vergüenza contártelos…Te digo que no, por más que seas mi amiga del alma…”
 El hombre parece no reparar nada más que en su lectura y en la cerveza que el mozo le ha traído. Cada tanto cambia de expresión, seguramente de acuerdo con las noticias que lee. Ahora sonríe abiertamente y luego bebe de un trago su vaso de cerveza.
 “Se puso a leer el diario para disimular…no, querida, no me sacaba los ojos de encima… el muy cretino, en un momento…No sé si decírtelo…Bueno, bajó un poco el diario y se pasó la lengua por los labios en un gesto de lascivia asquerosa…”
Ahora ella está concentrada en su café. Le ha echado medio sobre de azúcar y no cesa de revolverlo. Se pregunta si no es parecido a Eduardo, el estudiante de medicina que se había ido a Australia junto con sus ilusiones. O tal vez tiene el aire de Juan Manuel, el que falleció justo dos meses antes del compromiso. O quizás como Carlos, ese otro que no había hablado claro desde el principio y que terminó yéndose a Europa, con su nueva pareja, un bailarín de tango. “¿Vivirán todos esos?”. Preguntas. “Cansa pensar tanto. Agota.” Se tocó rápidamente la sien como para ahuyentar ideas sin respuesta.
Cuando levanta la vista hacia el hombre ve, con turbación, que éste está llamando al mozopara pagarle al mismo tiempo que mira su reloj y asoma un gesto de preocupación. Se incorpora y abona lo consumido de pie, para ganar tiempo. Toma su abrigo y, apurado, va hacia la salida.  Al pasar cerca de la mesa que está junto a la ventana tropieza con una silla  y esta cae. Es entonces cuando la mujer lo mira de frente.
-Disculpe, señora, son cosas que pasan.
 Sonrió imperturbable, de oreja a oreja y por cumplido y salió, raudo, a encontrarse con la muchacha rubia que estaba en la vereda y a quien besó apasionadamente.
 Entonces el mozo se acercó, levantó la silla y la volvió a su lugar.
 “Falta lo último, lo más vergonzoso, lo que me hirió profundamente…Esperá, me cuesta decírtelo… Ese tipo, ese asqueroso…prestá mucha atención…cuando pasó al lado mío se tocó abiertamente… sí, claro… ¡la bragueta! …Como para provocarme… ¡Justo a mí, a vos te parece!”
 Esto último lo dijo para nadie, ya que del otro lado de la línea habían cortado abruptamente.

                                                                                                                     
                                                                                                  Buenos Aires, Junio de 2013


 “HISTORIAS DE KNOX”

l.
 El Sr. Knox murió hace tiempo. Su recuerdo aún me duele, sobre todo porque está incentivado por las rosas de mi jardín que tanto le gustaban.
 ¡Pobre Sr. Knox, cuánto me gustaría haberlo conocido!
 Sé, que sus últimas palabras fueron dichas para mi. “Lo odio”, susurró con voz tenue antes de morir.

2.
 Cuando lo vi por primera vez,  yo era muy chico. El Sr. Knox vestía un abrigo negro y su sombrero, de fieltro, también era negro. Conversaba con mi madre en una calle céntrica mientras yo, embelesado, miraba la vidriera de una juguetería. Al volverme hacia ellos sentí que, a pesar de la formalidad, el tono de la charla era alegre. Me quedé, tímidamente, observándolos.
 El hombre se separó de mi madre, tocó su sombrero a modo de saludo y se perdió en sentido contrario al que nosotros habíamos tomado. Me acerqué y miré a mamá con curiosidad.
 -¿Quién era?
 -El Sr. Knox, querido, un amigo de la familia.
 -Me gustaría conocerlo.
 Se produjo un silencio. Cruzamos la calle y al llegar a la otra vereda ella me miró muy fijamente.
 -No es conveniente, querido, ese señor se ha comido algunos niños.

3.
 Una tarde, me contaron,  (creo que fue una de mis tías),  que mis padres estaban sentados a la mesa del comedor con el Sr. Knox. Mamá ofreció café al invitado y éste negó con la cabeza, clavando su mirada en la de ella.
 Papá gruñó algo detrás del diario que estaba leyendo. No se le debía hablar en ese momento.
 El Sr. Knox, distraídamente, buscó la entrepierna de mamá y trató de tocar con una de sus manos.
Ella se retrajo y apretando fuertemente las rodillas murmuró quedamente.
-Tengo un hijo.
 Papá tosió y el visitante, visiblemente perturbado, se levantó, tomó su sombrero y se fue.

4.
 Según palabras de papá, un día lo llamó por teléfono al Sr. Knox.
 -Buenos días, cómo está usted?
 -Bien gracias. ¿Qué se le ofrece?
 -Un pequeño favor. Ya que usted que tiene tantos amigos farmacéuticos, me gustaría que intercediera por mi hijo, ya que quisiera que estudiara medicina y buscarle un trabajo en una farmacia sería un buen comienzo.
 Mi padre siempre dijo que el trabajo es salud y, si no fuera por mamá, yo estaría ya trabajando desde el momento de haber nacido.
 Se produjo un silencio. El Sr. Knox quedó pensativo al otro lado de la línea. “Su hijo, ese bastardo maleducado”.
 -Bien, veré que puedo hacer por él.  
                                                                     
5.
 El día de mi cumpleaños me organizaron una pequeña reunión.
 Mamá dijo que cumplir diez años era un hecho muy importante y que próximamente sería un hombre. “Como su padre”, sonrió.
 Fue una fiesta bastante aburrida ya que la mayor parte de los invitados eran personas mayores, de la familia, y solo había cuatro compañeros de mi edad. Para no molestar a los vecinos debíamos hacer silencio y “portarnos educadamente”
 Cuando estaba a punto de apagar las velas sonó el timbre de calle. Una de mis tías fue a atender y volvió diciendo que se trataba de “un tal Sr. Knox”
 Inmediatamente me escabullí y me escondí en mi cuarto, dentro del ropero.
 Mamá, turbada, apagó las velas y escondió la torta debajo de la mesa justo cuando hacía su entrada el Sr. Knox.

6.
 Los días miércoles me tocaba regar el jardín. Así lo había convenido con mis padres.
 Frente a los rosales, mis preferidos, alcé la vista y allí, apenas a cincuenta metros, divisé la alta silueta del Sr. Knox quien, aparentemente, venía para casa.
He crecido. En un momento quise conocerlo y el miedo me lo impidió. Ahora, ni siquiera quiero verlo.
 Debí abandonar a las rosas y, para que el hombre no me viera entrar a la casa, me enrollé dentro de un arbusto de variadas plantas.
 El hombre tocó el timbre, dos veces y, carraspeando, saludó a mamá que abrió la puerta.                                                        
 -¿Está sola o también está su hijo, el pequeño?
 No sé que contestó mamá.
 El hombre había preguntado por mi y eso aumentó mi inquietud.

7.
 Una noche me llegué hasta la casa del Sr. Knox. Sabía que vivía solo ya que su hermano estaba internado en un hospicio, esto es, un hospital para locos.
 Frente a la puerta golpeé con los nudillos y, velozmente, me crucé a la vereda de enfrente ocultándome detrás de un auto.
 El hombre se asomó, salió a la calle y miró hacia sus costados primero y luego hacia arriba haciendo visera con su mano. Luego se rascó la cabeza y moviéndola de derecha a izquierda volvió a entrar a la casa dando un portazo.
 Esperé unos minutos y me fui silbando bajito.

8.
 -Si ese hombre vuelve a casa te mato.
 Es lo primero que pude entender. Antes, su voz me había despertado. Me incorporé en la cama, en la obscuridad y traté de escuchar todo.
 Algo parecido a un llanto o un quejido interrumpió la voz de papá.
 -¿Y el nene?
 -Hay que decírselo. Dejalo por mi cuenta.
 Otro llanto, esta vez más fuerte.
 Me metí debajo de las cobijas y me tapé los oídos.  
  -No lo olvides, los mato a los dos.
 No pude evitar escuchar esto último.

9.
 Una mañana de sábado, desde mi ventana lo vi al Sr. Knox en la calle. Iba y venía de una esquina a la otra con aire distraído. Saludaba a quienes se cruzaban con él y miraba su reloj como si esperara a alguien, tal vez.
 Al bajar al comedor de casa, en silencio y sin que ella se diera cuenta, sorprendí a mi madre caminando de un lado a otro con una servilleta en la mano que depositaba sobre un mueble para tomarla momentos después y colocarla encima de cualquier estante. Su andar era rápido.
 Decidí volver a mi cuarto y al pasar frente al de mis padres se me ocurrió mirar por la cerradura. Papá iba y venía por la habitación con el sombrero en la mano. A veces se acercaba a la ventana y luego retrocedía, arrepentido. Cuando se puso el sombrero y vino hacia la puerta huí despavorido.
 Intrigado, fui hacia el revistero del pasillo y tomé una revista de historietas. Me metí en el baño y, sentado en el inodoro, me quedé leyendo.

10.
 -Tenés que regar los rosales, tus rosas están sedientas y se secarán.
 -Hoy no me toca, ellas lo saben.
 -No importa, el Sr. Knox las admira y su opinión vale.
 Mientras iba hacia la puerta me volví hacia ella.
 -¿No hay peligro de que las devore?
 -No, mi pequeño. Tienen espinas y el Sr. Knox no es tonto.
 Me encogí de hombros y mi madre canturreó mientras pasaba el plumero.

11.
Luego vino una época larga, torrencial, tumultuosa a veces, otras de calma.
 Los ruidos del mundo rozaron mi piel.
 Crecí, me eduqué, frecuenté cercanías y distancias.
 Un viento arrasador se llevó recuerdos, personas, demolió lugares, cambió otros.
 Algunas cosas persistieron. Dudas. El torbellino de la vida no pudo con ellas.

12.
 “Han pasado muchos inviernos. Los siento sobre mis espaldas; es un frío que se ha instalado en ellas y sé que ya no me abandonará. Ellos, todos, ya se han ido y estoy sola. Creo que también me ha llegado la hora del adiós. ¿Debería arrepentirme de algo? No lo sé. La culpa nunca se ha apoderado de mí. No es como el invierno. Quisiera, quizás, haber sido un poco más sincera con mi pequeño. No sé si la verdad hubiera esclarecido su vida. Podría buscarlo mañana y contarle mis sinsabores. ¿Mañana? ¿Existirá el mañana para mi?”

13.
 -Te estamos esperando. Estamos ya a la mesa. ¿Qué hacías?
 -Nada especial, leía un Diario. Solo una forma de literatura.
 Dejo el viejo cuaderno forrado de rosa sobre la mesa. Me levanto, tomo su cabeza y la beso.
 -Curioso.
 -Por curiosidad te amo.
 Ella me sonríe y pasamos a la cocina donde siempre comemos.
 Los chicos nos miran, desganados. El menor está a punto de dormirse. El otro, el mayor, heredó mi pasión por la jardinería, sobre todo por los rosales, por las rosas. Hasta ha hecho un injerto y ha inventado una rosa.
 Obtuvo un ejemplar chato y aterciopelado, de pétalos grandes. Al momento de elegir el nombre me consultó y yo sugerí “Rosa Knox”. Me miró sorprendido. Y ambos lo aceptamos.                                                                                                          

                                                                                                                                                         La Caleta, Enero 2011   


 “REFLEJOS”


 “Mierda con estas botas de goma, se me clavan casi en las rodillas”. Claro, resulta trabajoso levantar las piernas lo suficiente para no hacer ruido y entrar por la ventana. Ella se hace la sorda para luego fingir sorpresa. “No importa, vale la pena.  Mejor pájaro en mano que cien volando.” Bueno, las cosas son así; necesidades incumplidas, deseos sublimados y por ende, postergados. Explicaciones del médico clínico, con el que también casi llegó a un acuerdo de tipo sentimental. Ella es así, fácil para relacionarse. Todo con la debida correción y discreción, claro. Siempre fue igual, desde chica, no como su hija, que de momia no tiene nada, que va, es una fisgona insoportable. “Mamá, te arreglás demasiado. La boca la tenés muy roja, exagerada, parecés una payasa.” Dijo esto y volvió a su tarea para la escuela. Esta vez tiene que hacer un dibujo. Su familia: la madre salió con cara de loro y el padre un redondel sin rasgos. ”Dicen que el que calla otorga, pero esto, en mi caso no es cierto.” Luego mira al cuaderno. “¿Qué te importa a vos mi boca, mocosa. Payasa, ni sabés lo que decís ni a quien; mejor que te cuides al hablar, sinverguenza.” Luego sobreviene un fuerte tirón de pelo. Se trata de su madre, de su familia, la que está en el dibujo. Esto la hace extrañar al padre. Recuerda su mirada, parecída a la de un chico, tanto que ella siempre ha soñado con él. Un día se despertó gritando papá. Desde el otro cuarto, tan próximo, seguramente ella la escuchó;  pero si entendió no dijo nada, a veces se hace la distraída para pasarla bien. Esa noche estaba con ese vago de la otra cuadra, el hijo del ferretero,  el nuevo galán, que entró como siempre, por el mismo agujero, haciéndose el misterioso. A la mañana siguiente simularon normalidad. Él,  seguro que volvió a salir y tocó el timbre. Cosa de locos. “Víctor, no sé qué hacer. Sola en el mundo, desesperanzada, sin voluntad. Ya sé que al que madruga Dios lo ayuda. En este momento vos sos Él para mi.” El hombre estornudó, varias veces. Alergia de primavera, dijo. A la chica le dio tanta risa que tuvo que taparse la cara con las manos.”Vos, no te tapés la cara, no me gusta. Lo sabés muy bien. Y no sé de que te reís, estúpida.” Cuando él se despidió la mujer se sentó a la mesa con la cara consternada. Faltaban tres días para cobrar y ya se había quedado sin plata. “El mundo está lleno de historias tristes”. Lo dice en voz alta.  Palabras de su madre, frases; siempre aparece una diferente, sobre todo  cada vez que la reprime. Un día, al bajar la escalera de la habitación de arriba tropezó con una alfombra justo en el final y rompió el florero de cristal. Se hizo añicos y enseguida apareció Tomy, el perro, para enterarse de lo que había pasado. También, inmediatamente,  vino ella. “Ay, qué hiciste, esto es gravísimo. Era de Murano y como éste,  te lo aseguro, no hay más, ya no se fabrican”. Le dio un empujón más que leve pero menos que brusco y la mandó a hacer los deberes. “Nada de paseos por hoy”. La chica dijo que las tareas ya las había hecho. “No importa, hacelas de nuevo, nunca están de más. Ya  lo agradecerás: el que siembra, recoge. No lo olvides.”  Ufa. Una noche, mientras comían, la nena pidió de ir al baño y ella no la dejó. “Antes terminás la comida; ya te conozco, querés vomitar. Así estás, hecha una rama de perejil sin hojas. Los flacos como vos dan asco”. Como no pudo levantarse se meó encima. Mientras sentía el pis caliente deslizándose entre las piernas le vino a la memoria la cara de su papá el último día que lo vio, cuando tiró la servilleta sobre la mesa, se levantó y desapareció para siempre. El también era flaco, mucho más que ella. “¿Su sonrisa también era flaca? ¿Será que se fue para siempre? A lo mejor vuelve.” Le vino una idea que la hizo sonreír, secretamente. El perro se acercó por debajo, sin que la otra lo viera. Él también sabía que ella odiaba a los animales dentro de la casa. “Me gusta, sobre todo, el orden. Un lugar para cada uno y cada cosa en su lugar. El mundo es grande, pero se  deben respetar los límites”. La chica estiró la mano y acarició las orejas de Tomy, mientras que con la otra, la derecha, trataba de tragar la sopa de garbanzos, ,justo esa, la que más odiaba. Ufa. El día que vino la abuela, la semana pasada, se largó a llover cuando bajó del colectivo. Así lo explico ella al recibr los retos de la otra por haberle embarrado dos centímetros cuadrados de parquet. La vieja se sonrió pero no dijo nada, ni mu. Tan solo un pensamiento, siempre el mismo. “¿Será así por culpa mía? Claro, la tuve de grande y dicen que cuando es así salen raras.”  Comieron y mientras la madre lavaba los platos, desganada, la abuela y la nieta jugaron a las cartas, silenciosamente, como siempre. La mujer, por debajo de la mesa, dio una pequeña patadita a la nena. Era la señal.”Ay, abuela, no sabés cuanto hace que no veo a papá. Lo extraño tanto”. Un montón de platos se vino al piso con estrépito, claro. La vieja sonrió despacito y la mujer secándose las manos con un  repasador se acercó a la mesa. “El que se fue a Sevilla perdió su silla. Enterate, vos.  Así se dijo siempre. Y acá, ese sinverguenza, no entra más, no hay lugar para ese desgraciado. Punto”. Al día siguiente todo estuvo tranquilo. La chica callada y la madre, cuando volvía del trabajo se ponía a  repasar su repertorio de boleros; sabía que a la nena eso le molestaba. “Algún día me haré famosa. Víctor me lo dijo. Tengo que ir a algún con concurso serio. No los de la tele. Ése  representante nos aseguró que hay que probar en  alguna de las radios; también, por amistad, prometió que él mismo se iba a ocupar.” Planes. La nena los conoce y los comenta con las amigas y, sobre todo, con las madres de sus compañeras quienes dicen ¡ajá!, como único comentario cuando la escuchan, aunque después ríen por lo bajo y se pasan el chisme,  maliciosamente, generalmente por teléfono. Ella, un día, pescó a una parodiando una canción romántica. Hasta se había puesto anteojos de borde marrón como los de la madre. La mujer colgó enseguida cuando se dio cuenta de que la chica estaba de visita. “Hola, querida. ¿Cómo está tu mamá?” La miró con cara de vaca, como todas esas cuando se dirigen a los más chicos y quieren hacerse las simpáticas o las disimuladas o más jóvenes de lo que son. “Muy bien, gracias.  Mañana se casa, por civil solamente.” La otra torció la boca y después sonrió. “A estas, como a la otra hay que decirles cualquier cosa, mentirles, de eso viven.” Después, como sin querer, la pisó y la miró con cara de culpa. Total, ella era una nena. La otra, la grande, volvió a sonreír, más torcida aún.” Pero esa, aunque se tuerza, tenía marido y su compañerita un padre”, claro, no como ella, que ni siquiera madre tenía, más bien es como una extraña,  solo una que vive con ella y que se queja de todo. Eso le da rabia y piensa entonces en su padre,  debe ser porque él también había hecho lo suyo para que ella estuviera aquí, vivita y coleando. En cambio, todos los días, al volver del trabajo, el mismo sonsonete. “Ese desgraciado se va a acordar de mi. Ya lo sabemos, nadie se va de este mundo tan tranquilamente. Llega la hora y el que las hace las paga. ¿Será posible que todos me toquen a mí? Sino fíjense en mi papá que también voló; se esfumó en un viaje de negocios y si te he visto no me acuerdo. Aunque después según me dijeron al cruzar una calle lo atropelló un colectivo y lo hizo torta; así es, el destino te marca, te castiga a la larga. Como que hay un Dios”. Y siempre así y mucho más. Desde chiquita escuchando la misma canción. “No le hagas caso nena. Cuando crezcas lo entenderás. Es mi hija pero fue ella quien se lo buscó, por eso está como está, acompañada por ese infeliz de Víctor que no sé que es lo que tiene de lindo. Al otro, al de verdad, al que se casó con ella, a tu papá, le hizo la vida imposible, ya te enterarás. Siempre le gustó el mate con factura, sabés, y los cuernitos fueron sus preferidos.”  Si, abuela, si. “Ella cree que yo no sé,  que no me di cuenta. Si la estúpida hasta guardó las cartas que los tipos le mandaban.”Claro, además también la había tenido de grande y era como si en la vida tuviera dos abuelas. “Por eso es así con vos, nena. Yo sé porque te lo digo. Claro que también ella había tenido sus fantasias con el yerno, hasta que éste se dio cuenta y empezó con las indirectas. ” A la noche, serían como las tres de la mañana ella la despertó. “Vení, vení, mirá lo que hiciste.”  Le levantó las cobijas y la chica tuvo que salir de la cama. Fueron al baño. “Fijate, dejaste la canilla casi abierta. Hay que cuidar el agua.” La nena la miró sin entender, mañana pensaría en algo. “Y si, es por eso que es así conmigo”. Ufa. Por el momento, a dormir de nuevo, las dos, madre e hija. Con la canilla bien cerrada, claro. “La gota que horada la piedra, así como te digo.” La abuela mira a su hija y ésta, de reojo relojea a la nena que, como siempre hace los deberes. La gota era la canilla olvidada de la noche anterior. “Todavía la sigue”. Ufa con ésta. Están tomando mate. “El otro día lo hizo amargo como la hiel; hoy está tan dulce que repugna. Y bueno, así es ella.”  La vieja se mira las uñas, por hacer algo. Golpean a la puerta, no es el timbre, no, solo un golpe seco en la madera. Se levantó como una ráfaga y tiró la pava al suelo. Una vez le pasó lo mismo pero en la cocina, con una cacerola donde se hervían papas. La chica miró a la abuela y ambas sonríeron, burlonas. “Venga conmigo, Tomy, venga con la abuela.” Mientra acaricia al perro mira hacia la puerta, curiosa. La nena se levantó y se acercó para ver si escuchaba algo. Parecía que alguien estaba llorando pero, si se trataba de un llanto no pudieron confirmarlo ya que fue tapado por el timbre del teléfono. “Nena, andá vos, parece que tu mamá está ocupada.” Se oyó un portazo. “Víctor querido, si estuvieras aquí, conmigo, en este momento. Aunque ya lo sé, podrías decirme que la necesidad tiene cara de hereje, ya que justo pienso en vos, cuando te necesito.”  La chica atendió el teléfono y la abuela subió al perro consigo y empezó a acariciarlo, mientras no perdía pisada a lo que sucedía allí nomás, a unos metros. Ella le arrancó el tubo. “Mocosa de mierda, dame, es para mi.”Luego escucha largo tiempo mientras se demudaba. La abuela enarcó las cejas, preguntando en silencio. “Una mujer. O un hombre, no sé.” La madre, a pesar del susurro la escuchó. A veces tenía ganas de pegarle, sobre todo cuando hablaba entre dientes o jugaba con las respuestas con cara de inocente, en medio de la sonrisa burlona de la abuela y los ojos crispados de la madre. Ufa. Le sacó la lengua bien grande, total la otra tenía la cabeza como perdida. Afuera, más tarde hacía frío. “¿Le avisaron a la mujer?” La voz de la vecina sonaba curiosa, con una preocupación innecesaria y gratuita. Se refería a la verdadera, claro.  El salón está casi vacío. Seguramente los amigos vendrán más tarde, por la noche, cuando dejen de trabajar. “Si, la otra está enterada, claro.” En definitiva había sido su esposa legal y hasta lo había hecho padre. “ Cómo no le van decir.  Además, viviendo tan cerca, a tres cuadras, igual ella seguramente, a la larga, se va a enterar.” La chica volvió a sentarse a la mesa y con la abuela cruzaron un gesto de complicidad,  de curiosidad sobre todo. La vieja volvió a pensar en él, diciéndose que ella también había sido joven de ahí el deseo que había tenido hacia el marido de su hija. “Y no se le ocurra venir. Él pudo muy bien estar sin usted en todos estos años. Si se acerca, le aviso, puede pasar un mal rato.”  La voz sonaba fuerte; casi se entendía todo, aún sin  querer escuchar nada. Entonces colgó el teléfono. No quiso oír más. Pensó en Víctor, otra vez. Fue hacia la cocina y abrió la heladera. Cualquier cosa antes de seguir enfrentando a su hija y a su madre. “Esas dos brujas.” En el velatorio, más que el muerto, el otro asunto parecía ser más importante. “¿Esa sabía que el marido vivía tan cerca, con otra?” Al sacar la botella de agua fría, ésta se resbaló de sus manos y se cayó al piso. “Nena, ¿qué pasó?” Cuando vino Víctor, a la noche, antes de comer, ella llorando le contó todo. “Yo ya lo sabía. Todos en el barrio conocíamos tu historia. A mi no me importó. Cuando me enteré de que te gustaban los boleros, lo mismo que a mi, pensé que lo otro te incumbía a vos solamente.” Y así fue, de esa manera. Está llegando el invierno, se nota por la luz. La vieja va por la calle, le gusta pasear, sobre todo desde que quedó sola. “Bueno, ahora no tiene necesidad de disimular su relación. Total, ya es viuda. Menos mal, tanto cuidado y tanto tiempo ocultándolo. ¿Para qué? Para nada. Si todas, hoy en día hacen los mismo y ninguna se aflige. Yo no, no es mi caso, yo tengo que callarme.” La chica se acostó tarde, mirando televisión se le pasó el tiempo. Total la madre había salido. “Ya vuelvo.” A la noche se despertó y sintió que un líquido caliente transcurría lentamente. Luego comprobó que era rojo. Parece que esa noche era especial, por lo diferente. Sucedían tantas cosas. A todo esto hay que decir que en la sala velatoria el ataque de nervios fue tan grande que  tuvieron que sacarle, arrancarle más bien, por la fuerza, los brazos que se adherían al cajón mientras lloraba con desesperación. Dos muchachos la pusieron en la calle, a los empujones. “Caradura, ahora te acordás de venir. Un poco tarde ya, además, enterate, hace rato que para él no existías. Siempre le diste risa. O lástima. A la que verdaderamente quiso fue a mi, estúpida, sabelo.” La voz de la otra viuda sonaba enérgica. Una vecina asintió y otra rió abiertamente. A los tumbos, como ebria, volvió para su casa. “El destino. Eso, es mi destino que está marcado. Como me dijo esa, la que me tiró las cartas en esa fiesta. Claro,  no le hice caso y mirá vos.”  Ufa. “Qué lástima, ya volvió, se acabó la tranquilidad.” A la mañana habló con su abuela. “Nena, ya sos mujer, te vino la regla.” Había alegría en las palabras. “La vida te da sorpresas.” Es cierto, hay de todo. Lo que el espejo reflejaba era una cara ajada y triste. Era como una mala noticia que vino de golpe, sin avisar. Ahí empezó todo. La chica también frecuentaba al espejo mientras reflexionaba con muecas de alegría. Claro, si todos los muchachos la perseguían. De la otra parte había boleros. Tristes, tan tristes que  con el tiempo hasta dejó de pensar en ellos. Cuando la nena creció un poco más, a los quince años tuvo un hijo y se fue de la casa. A la abuela le vino una neumonía y murió una noche, mientras dormía. Nadie la extrañó demasiado. Víctor se mudó y la llamaba por teléfono, hasta que un día se cansó. Ella, no él. Ahora vive ensimismada, el pelo se le está poniendo blanco y duro y está, en general, como descolorida. “Al mal tiempo buena cara.” Lo m ira a Tomy que está muy viejito y renguea de una pata. A la casa le falta pintura, también ha envejecido; el amarillo patito se ha vuelto gris. Si se quiere, una rareza.
  Habría mucho más para contar pero uno se cansa quizás y también se pregunta para qué. 
 
                                                                              Buenos Aires, Mayo de 2010 


 “BOLERO”

  El encuentro fue accidental, en un cumpleaños, en casa de un amigo común a ambos.
  Él la vio enseguida. Una cara muy blanca, con una negra cabellera enredada en un  pañuelo rojo.
 “Que notable, yo que siempre pensé que para enamorarse la gente tenía que conocerse y que las relaciones profundas, más allá de la inmediatez del deseo, se daban solamente luego de un largo conocimiento”.
  La miró intensamente y de inmediato se dio cuenta de que ya había amor.
  Ella estaba distraída contando sus vacaciones en el Caribe. Hablaba en general, para todos, entre risas y bromas. En el momento del brindis, cuando lo miró directamente a los ojos, también sintió la perturbación de esa mirada honda y transparente.
“Una mirada penetrante; hace mucho tiempo, desde la adolescencia, que no sentía que unos ojos podían conmoverme tanto”. Se arregló el pelo y le sonrió.

  “En la vida hay amores que nunca pueden olvidarse,”
 
  Luego de un tiempo de encuentros fugaces, breves y placenteros, lo decidieron. Él abandonó a la mujer con la que había convivido muchos años y ella cambió su pequeño departamento por uno más grande para vivir juntos. Se casaron e hicieron una pequeña reunión, plena de alegría, para los amigos. Eran tan felices que de inmediato se instaló en ellos la idea de tener hijos, ya que ambos separadamente siempre lo habían deseado pero ninguno de los dos había satisfecho esa esperanza.

 “Imborrables momentos que siempre guarda el corazón,”

  El tiempo, mejor dicho, las horas compartidas descubren, casi siempre, aspectos desconocidos en las personas que decidieron cambiar una vida más rutinaria por otra diferente, aventurándose en lo desconocido.   
 Un domingo, como lo hacían habitualmente, desayunaron juntos. El cielo de un celeste diáfano bañaba el pequeño patio donde habían instalado la mesa para los días de verano. Él, sentado, leía relajadamente el diario cuando ella vino con la bandeja. Después distribuyó las tazas y sirvió el café, solo para él y con leche para ella.
  Ambos se miraron y sonrieron.
  La mujer tomó una tostada y la untó con manteca y con mermelada de frutillas, su preferida.
 El hombre terminaba con la página deportiva cuando percibió el crujido, que sonó fuerte y nítido.
 Levantó un poco la vista y la miró de reojo. La boca de ella se había convertido en una maquinaria trituradora; masticaba sin cesar; sus mandíbulas iban hacia delante y hacia atrás y también se desplazaban a derecha e izquierda. Devastaba el pan crocante dentro de su boca hasta que decidía tragarlo, siempre con la mirada perdida y somnolienta. Luego mordió otra vez y repitió la operación esta vez más ruidosamente, mientras su cara se transformaba con extrañas gesticulaciones.
 El hombre dejó el diario sobre la mesa, se levantó y fue hacia el baño. Se detuvo frente al botiquín mirándose al espejo.

 “Porque aquello que un día nos hizo temblar de alegría”

  Una mañana de invierno se levantó malhumorada. Estaba sola; él hombre ya había partido hacia el trabajo como lo hacía habitualmente, bien temprano. Ella había dormido mal ya que se había despertado a cada rato merced a los discursos de él quien, en sueños y varias veces había hablado incoherencias en voz alta. No era la primera vez que esto le sucedía. La semana anterior fueron sus molestias estomacales las que, expresadas en eructos y otras manifestaciones más desagradables aunque normales la habían sobresaltado, provocándole además, una sensación de fastidio primero y de rabia después.
  Coincidentemente y a partir de esos pequeños detalles, a los que se agregaron otros, nimios quizás, empezaron a perder el diálogo, encerrándose cada uno en sus propios monólogos interiores o  rumores internos dedicados a las críticas de uno  hacia el otro.
  Salió de la cama y entró al baño. Se detuvo frente al botiquín y se miró al espejo.

 “Es mentira que hoy pueda olvidarse con un nuevo amor”.

 En la farmacia, ella vendió una tarde un remedio antidepresivo sin la correspondiente receta. Otra empleada, que antaño había sido su amiga lo descubrió y el dato llegó muy rápido a oídos del encargado del control de los psicofármacos quien, aparte de acusarla de irresponsable, la amenazó con efectuar la denuncia correspondiente. Finalmente, luego de ruegos y llantos, logró que la perdonaran y el episodio fue olvidado siempre y cuando el cliente, que era un viejo conocido, no tomara decisiones descabelladas y el problema se magnificara con un desenlace grave o trágico.

 “He besado otros labios buscando nuevas ansiedades”


 En cuanto a él, sus preocupaciones y desasosiego derivaron en la pérdida de la venta de dos automóviles en la agencia donde trabajaba. Si bien se disculpó ante sus jefes diciendo que era la primera vez que le sucedía, que estaba nervioso, que vivía un mal momento y otros argumentos que para él sonaban convincentes, decidieron trasladarlo a la Sección de Usados, esta vez para tareas administrativas. Tuvo, por supuesto, que soportar el beneplácito de sus compañeros más jóvenes, que estaban decididos a escalar posiciones y, sobre todo a obtener más comisiones, ante la ausencia de un vendedor menos.

“Y otros brazos extraños me estrechan llenos de emoción,”

 La convivencia comenzó a ser más difícil. Ya no se trataba de la tolerancia por los ruidos supuestamente naturales en aumento que cada uno provocaba, sino que aparte de estas manifestaciones habían aparecido otras menos espontáneas y más desagradables dadas las intenciones con que se daban.
 En medio de la noche ella se levantaba y encendía el lavarropas mientra escuchaba la radio o se hacía gárgaras con bicarbonato para aplacar su dolor de muelas a veces, o de garganta otras, según explicaba por teléfono a sus amigas.
 Las botellas de vino y de cerveza se acumulaban en todos los sitios de la casa. Él había tomado el hábito de beber profusamente, alegando, en voz muy alta ante un amigo y vecino, que lo hacía por sus problemas estomacales, según le había indicado un médico naturista.
Los muebles cambiaban de lugar y los objetos personales que cada uno buscaba habían desaparecido de los sitios habituales y se encontraban en los lugares menos indicados y más insólitos. Un par de zapatos en la heladera, un cepillo de dientes dentro de un frasco con aceitunas, el sachet de mayonesa en el sitio de la espuma de afeitar, aparte de la pareja de palomas recogidas en la calle y que ahora convivían en el dormitorio.  Y muchas otras cosas más. Y ninguno de los dos se adjudicaba la autoría de estos fenómenos. 
 Fue entonces, que cada uno comenzó a tomar caminos personales y diferentes y a relacionarse con otras personas buscando alejarse de aquello que les complicaba la vida en lugar de hacerla placentera lo cual, llegado a este punto, era pretender demasiado.

 “Pero solo consiguen hacerme recordar los tuyos”   
  
 Todo iba de mal en peor, bajo una rutina silenciosa y tensa. Se volvieron hoscos y agresivos entre sí.
 Una noche, al volver de su trabajo, ella estaba de espaldas a la puerta hablando por teléfono. “...Te lo repito, tenemos que organizar una intensa movilización para asegurar e imponer, en las calles y con las grandes masas, nuestra voluntad popular…Bueno, sí compañero después te llamo…chau, nos vemos.” Colgó el teléfono y fue hacia el dormitorio.
 Él permaneció un rato quieto y estupefacto. No podía entender lo que había escuchado. Entró a la cocina, volvió con una botella de vino y un vaso y se sentó a la mesa. “¿Qué le pasa, esta mujer se volvió loca, desde cuando se dedica a la actividad política? ¿Y de dónde salió ese que llama compañero?”. Haciéndose preguntas sin cesar y mientras se servia vino, su cabeza daba vueltas de un lado hacia el otro, pensando, mientras el líquido se derramaba por el vaso, atravesaba la mesa y llegaba hasta el piso. Recién cuando la botella quedó vacía se dio cuenta de lo que había hecho.
 Fue al baño y se miró al espejo. “Esto no va más”.
 Salió y se cruzó con ella quien también se dirigió al tualé, luego de pisar, indiferente, el charco de vino.
 La mujer, viendo su cara en el espejo, hizo un gesto de fastidio. “Esto se acabó”.

 “Que inolvidablemente vivirán en mi…”.

  En la audiencia de conciliación ella manifestó que él la estaba volviendo loca con sus malas costumbres. El Juez, entonces, sin decir nada miró al hombre. Este dijo que él tenía serios desequilibrios emocionales gracias al errático comportamiento de su mujer.
 Ambos se miraron duramente.
 “Está bien, incompatibilidad de caracteres”. El Magistrado, a modo de final y de despedida  estrechó la mano de cada uno.

  En la calle, bajo un cielo nublado y gracias a una llovizna suave y leve, la ciudad había adquirido un aspecto romántico y relajado.

(“Inolvidable”. Letra y música Julio Gutiérrez).
                                                                                                       Buenos Aires, Octubre de 2009


“FUTURO”

 La entrevista con la asesora, una mujer amable, elegante, educada. ya había finalizado. Ahora estaba sentada en la antesala del Gerente de Relaciones Humanas. Un lugar vidriado, impecablemente alfombrado, con una mesa baja de cristal y sillones amplios y cómodos; seis cuadros, todos del igual tamaño enmarcados en gris acero, color que provocaba una leve diferencia con el color sepia predominante en el salón. En dos ángulos del mismo, dos cámaras pequeñas de seguridad y control. Se oía una música suave y relajada, sin sobresaltos ni altibajos. Un ambiente equilibrado, donde era imposible imaginar que ese sitio era solo una parte de los quince pisos de la Empresa.
 Sobre la mesa, un jarrón largo, también de cristal, con dos azucenas, una, casi ya decidida  a  marchitarse. La joven tocó tímidamente uno de los pétalos cuando se abrió la puerta del despacho.

 El hombre era medianamente joven, prolijo, vestido con un traje de corte impecable. Sonreía mientras hablaba. Ella estaba sentada frente a él, casi en el borde de la silla. Él miró en la pantalla de la computadora, en silencio. Luego la miró abiertamente, a los ojos.
 -Bien, Marcela, tome el café mientras yo leo el informe correspondiente a su solicitud.
 “Casado, con hijos, chicos todavía, casi llegando a la adolescencia. Su mujer seguramente es elegante, educada, circunspecta. Debe vivir en un lugar tranquilo, con vecinos amables e indiferentes y de hábitos caros. No, ha de tener una casa, quizás en un country, rodeada de un gran jardín y una cochera para dos, tres, cuatro autos, por lo menos.”
 Él se movió ligeramente en su sillón, la miró brevemente, tomó un vaso de agua, después sonrió y continuó con la lectura.
 “Miro alrededor y empiezo a sentir un poco de pánico. El lugar es demasiado aséptico y ordenado, como el de una clínica de lujo. No hay ningún toque personal que se acerque a lo cotidiano y humano. Salvo, quizás, ése porta retrato sobre el escritorio. Pero solo lo ve él, si es que a veces lo mira. Tal vez se trate de su familia, aunque quizás no, puede que sea un jugador de fútbol, el presidente de la empresa o un premio ganado en un torneo de golf o de tenis… ¿Y esos monitores? Muestran diferentes imágenes, seguramente de distintos sitios del edificio. hasta de los tualés, seguramente…”.  
 Había también otras cámaras instaladas en distintos lugares que la muchacha descubrió más tarde.                                                                                                                                                                                                                              
 -Bien, señorita, veo que usted es muy joven…La edad justa para un buen comienzo. ¿Qué la indujo a escribirnos?
 -Quiero trabajar, lo necesito.
 -Excelente respuesta; la justa.
 “¿Qué esperaba que le dijera?” La muchacha se acomodó en el asiento, ahora más relajada, dispuesta a escuchar. 
 -Como usted sabrá, señorita, nuestra Empresa es líder mundial…
 “Ya veo que me estoy metiendo en una jaula. Este que tengo aquí enfrente, seguramente no sabe quien es ni quien lo manda ni que beneficios obtiene realmente para su vida personal, para su felicidad sería mucho decir. Un escritorio enorme, digno para un importante plan de operaciones, tecnología por donde se mire, vidrios que espían a los otros y a él mismo y un amo supremo ¿Dios? que nadie sabe donde está ni quien es. Un idiota como tantos otros. No sé si soy mala al pensar así.  Seguro que tiene una mujer e hijos; nietos todavía no. Los imagino divirtiéndose en autos lujosos, de marcas caras y colores restallantes. Sus padres, muchos viajes a Nueva York, a la Polinesia, al Caribe, a cualquier lugar que no ostente pobreza… En la esquina de mi casa no, allí no pisarían. Los cuernos los disimula con estéticas anuales o bimestrales; lo mismo que ella, rubia y lacia, mirando a cualquier tipo que se le cruce, aquí no importa su condición, solo su bragueta, total para estilo y fineza tiene su casa, sus amigos, su peluquero favorito, los shoppings y toda la mierda que se le cruza por su angosto sendero; cualquier cosa menos algo verdadero o auténtico…”
 -Haremos un período de prueba de tres meses, durante los cuales, estoy seguro, nos mostrará su eficiencia. Veo que está preparada para las mediciones, el marketing exige…
 “No me veo enjaulada en esta cripta de faraones, pero, por otra parte si no cumplo me matan, me echan de casa y esta vez va en serio. Papá ya me lo dijo, y ella también. Tengo a mi favor que están habituados a mis rarezas, como ellos llaman a mi forma de vivir. Son, somos pobres como ratas, pero están convencidos que tocarán el cielo si la nena entra en un lugar así; como los que ellos ven en la tele, con gente con cara de periodistas de noticiero, con modales, con un hablar educado aunque no sepan lo que dicen. Plástico puro, como éste que tengo aquí adelante que no para de hablar y de sonreír estúpidamente… Ya ni sé lo que está diciendo. Seguro que mientras me mira piensa en el nuevo auto importado que se comprará con el aguinaldo, el sobresueldo o las regalías o también debe fantasear con las minas que busca y que a veces encuentra, plata de por medio…”.    
  -A la Empresa no le interesa su vida privada, siempre y cuando, naturalmente…
  “Pasaría la vida intentando ser la reina del consumo comprando descartables; hasta convertirme yo misma en un objeto igual, pero con más impurezas porque a veces se me daría por pensar, entonces ahí sobrevendría el terror, el miedo de descubrir que puedo ser una persona única, diferente y es en ese momento  cuando tendría que hacer el esfuerzo supremo que me aleje del peligro; que me de la debilidad de juntar fuerzas para evitar toda idea propia que me pueda entrar en la cabeza y que me aparte del sublime camino trazado para consumir basura para las arrugas, la celulitis, la ropa supuestamente elegante o el celular recién salido de la cabeza de un maníaco, todo lo que seguramente me induciría a  llegar a la meta más preciada: ser eterna, eficiente y joven a fuerza de cosméticos de buena marca hasta llegar a las siliconas. Todo eso se contagia; se entra dentro de un tacho de basura que huele a mierda; pasaría a tener la forma de un frasco de  perfume para gente vip pero menos preciado que el arreglo de plantas de la entrada de este edificio, con los suficientes méritos ganados para soportar a otros imbéciles como éste, tal vez más jóvenes y más miserables,  preocupados por sus músculos y su pistolas y también por el bulto de los otros, en ese mundo de machos asexuados, afeminados, cobardes frente a la vida y dispuestos a apoltronarse en un cómodo sillón acatando órdenes de alguien a quien no conocen; a un cerebro encerrado en una máquina, a ese Dios que los gobierna, los somete, los ama y los injuria  …”
 -…claro que creemos en las acciones individuales que sirvan al crecimiento de nuestros emprendimiento los que, naturalmente son fuente de creación de trabajo en todo el mundo; es por ello que no convalidamos con la idea de asociaciones ajenas a nuestra voluntad social…
 “Ahora sé que no sé de que está hablando, solo veo que su boca se mueve . Lo miro sin verlo y lo escucho sin oírlo. Es solo una sombra borrosa que se evapora. No, no, no”
 La muchacha comenzó por quitarse el abrigo, luego se soltó el pelo, más tarde se sacó los anteojos y miró al hombre fijamente. Éste dejó de hablar y también la miró.
 -¿Señorita..?
 -Nada, señor, le temo a la muerte.
 El hombre la volvió a mirar, esta vez desconcertado. Ella sabía que había mil ojos que la estaban observando. Mejor. “Una muchacha desnuda nada en el mar”. Recordó unos versos que había leído alguna vez mientras, lentamente se quitaba la blusa. “Un hombre barbudo camina sobre el agua”.Lentamente realizaba la operación ante la mirada atónita del hombre.
 Se abrieron las puertas del despacho y entraron dos hombres y una mujer, quienes se le acercaron rápidamente. La mujer tapó a la muchacha mientras, con tranquilidad, la trasladaban hacia afuera. “¿Dónde está la maravilla de las maravillas?”.

  Ya en la calle miró hacia arriba. No dio vuelta su cabeza para ver lo que dejaba detrás.
 Volvió sus ojos hacia el cielo y pensó en un caYa aparecería, se dijo.
 “¿El milagro anunciado más arriba?”  
                                                                                                                           La Caleta, Noviembre de 2009                                        

“GENTE EN LA NOCHE”

  A veces, uno ríe porque si, a carcajadas.

 La primera vez los ruidos la despertaron pero no se sobresaltó. La cama estaba caliente y la mujer se arrebujó aún más. “El invierno está afuera”, pensó. Y volvió al sueño.
 El edificio estaba silencioso, levemente iluminados los pasillos, al punto de mostrar unas baldosas que brillaban, casi como mojadas.
 La segunda noche volvió a despertarse. Fue ese sonido arrastrado que atravesó  el piso, de uno al otro extremo. “Qué ganas de joder, ponerse a barrer a estas horas”. El reloj marcaba casi las dos y media.
Encendió la luz y tomó el vaso con el agua del vaso que todas las noches aliviaba su boca seca. Tosió, cambio de costado en la cama y se dispuso a dormir. En ese momento se escuchó el golpe seco de una puerta contigua que se cerraba.
 A la mañana, no más de las nueve se despertó dispuesta a comenzar la jornada.
 Consultó el almanaque. “Esta dijo que volvería de las sierras en los primeros días de la semana siguiente. Para qué tener hijos, para qué…”
Luego lo de siempre, lo habitual. Unos mates mientras escuchaba la radio, después una ligera ducha  y una llamada, también habitual, a Norma una de sus mejores amigas. Más tarde hizo las compras, conversó con el portero, almorzó, durmió la siesta, miró la tele, se asomó al balcón, preparó otra tanda de mate y lavó los platos del mediodía, curioseó por la ventana, una dos, tres veces, o más muchas más; al rato  llegó la hora de la cena, después de nuevo televisión y, al acostarse alrededor de las diez, encendió la radio y se durmió apenas comenzado el informativo.
 Una vida tranquila, se diría. La vejez con la felicidad de la rutina.
 Como a la medianoche se desató una tormenta. Truenos y uno que otro relámpago y después, la lluvia. La mujer sintió el placer de estar donde estaba, en la intimidad de sí misma, escuchando la música que le ofrecía la naturaleza. Aprovechó para apagar la radio que había quedado encendida y entonces, cerró los ojos y se entregó al sueño.
  Unas ráfagas la despertaron.  Miró la hora.  La dos y treinta pasadas.  Nuevamente ese ruido de algo que se arrastra, eso que ella confundió con ráfagas. Se levantó fastidiada y fue hacia la puerta. Tuvo la intención de abrirla pero se contuvo. No era hora de hacer eso. El peligro, pensó. En cambio, miró por la pequeña mirilla. Estuvo acechando un rato hasta que descubrió una sombra gris que pasaba y que hacía fuerza con algo pesado, que transportaba ayudándose con una soga.
 “Qué la parió” dijo, descontando que se trataba de una mujer.  “No es hora para hacer bochinche”, comentó casi en voz alta.  Luego volvió a la cama. “Mañana hablaré con Víctor, el portero”.

 El día amaneció luminoso. La luz entraba por la ventana del cuarto y nada hacía pensar en la lluvia de la víspera.
 Todavía en la cama, llamó a Norma.
 -¿Sabés que hay una loca que se pasea por las noches por los pasillos? No sé quién es. Además, creo que barre. A esas horas.
 Más tarde, a la salida para hacer las compras, se encontró con el portero.
 -¿Sabe que hay una loca que se pasea por las noches por los pasillos? No sé quién es. Además, creo que barre, a esas horas.
 El hombre la miró, desconfiado.
 -En su piso no hay nadie. Los González están de vacaciones, en la costa. Y Herminia, su vecina, murió hace tres meses, unos días después de que usted se mudara.
 -Bueno, hablaré con mi hija.
 Ahora el desconcierto nubló la mirada del portero.
 -No sé de que habla.
 Y sin más el hombre continuó con la lustrada de los bronces.
  -O con Norma,  mi amiga del alma.
  Esto último lo dijo a regañadientes, la boca apretada.
  El hombre estaba vuelto de espaldas, silbando.

 Esa noche, la siguiente, estuvo atenta.  Pero nada, la obscuridad transcurrió sin novedades. Cuando la claridad despuntaba recién se durmió, tranquila y relajada.

 Por la mañana, cerca del mediodía la llamó su hija. Conversaron un largo rato, sin mencionar nada en especial. Al final de la llamada, a punto de cortar, la muchacha le informó que su estadía en las sierras se prolongaría una semana más, dado lo bueno del tiempo y lo bien que eso hacía a su salud, siempre debilitada por los problemas respiratorios padecidos desde la infancia.

 -No, Norma, déjame terminar. Ella siempre saca el tema de su salud, como si yo fuera la culpable…E insiste, insiste, como si yo no me diera cuenta de que, de alguna manera todo el tiempo  me está haciendo un  reproche tras otro…Creo que piensa c0mo su padre y entiende que me haya abandonado después de tratarme de loca, así es,  una loca que todo el tiempo estaba imaginando cualquier cosa… Claro, a él le convenía que sus aventuras extras entraran dentro de mis fantasías, al punto de convencer también de eso a…  la idiota de mi hija. La estúpida no se da cuenta de que su madre está vieja, de que no tiene ganas de nada, que solo…que solo está alimentada por el odio…Hacia todo.
  Ahí hizo un esfuerzo para contener el llanto, ese llanto que nunca salía.
  -Bueno, querida, perdóname, suena el timbre, después te llamo. Un beso.
 “La estoy cansando a Norma, me doy cuenta. Ella también es idiota.”, entonces colgó el teléfono, fue hasta el baño y luego se metió en la cama.
 Tardó en dormirse.
 “¿Para qué esta vida, sola, aburrida, viendo como los demás se divierten, como se agitan, como ríen? Solo hay que tratar de imaginar, de recordar,  como era antes cuando tenía una familia… No, mejor no, mejor es pensar en Norma, que tuvo la suerte de tener un marido como la gente, que la respeta, que ni siquiera pretendió que ella le diera un hijo…Ella lo manejó bien, para eso no es tonta, nada tonta.  En cambio yo…Una hija, para lo que sirve mi hija… Para irse, olvidarse de que existo, para vivir mintiendo, inventando cosas para hacerme sufrir… Lindo ejemplo, el de ésta, que  seguro que anda por ahí de cama en cama y que  se enferma solamente cuando la mamá…la mamita la ve, cuando la tiene delante de su ridícula nariz…”
 Finalmente, el sueño llegó.   
  
 Esta vez era como si arrastraran  un viejo mueble destartalado a punto de sucumbir, con los peculiares chirridos de la madera seca, casi para quebrase.
 Se sentó en la cama,  sobresaltada.
 Los ruidos parecían ahora amplificados,  es más, ahora se habían sumado unos golpes duros, como de martillo que, rítmicamente,  acompañaban el andar de unos pasos torpes.
 La mujer se levantó tratando de no hacer ruido. Cada vez le costaba más moverse con ligereza, ahora necesitaba más tiempo y el esfuerzo de una voluntad también más trabajosa de conseguir.
 La sombra atravesaba el pasillo. Era una mancha oscura que se deslizaba trabajosamente.
 La mujer abrió aún más la pequeña mirilla de la puerta. Afuera, la sombra se detuvo. Giró su cabeza y miró directamente al ojo que la espiaba. Dentro, la mujer retrocedió, luego tomó fuerzas y volvió al visor. Del otro lado encontró una sonrisa que la luz velada del pasillo hacia aparecer como una  mueca. Otro retroceso y unos pequeños golpes en la puerta.
 -Abra, por favor, soy inocente y la necesito. Sabe que sin conocerla… casi siento aprecio por usted.
 Una luz brillante invadió el cuarto. Ella fue hacia la ventana; afuera parecía que el sol había salido. Confundida, corrió las cortinas y apareció la noche, tal como debía ser.  Se llevó la mano a la cabeza y descubrió que tenía el pelo mojado y que por las mejillas corrían hilos de agua tibia. Permaneció quieta en medio de la habitación. Afuera, ahora, reinaba el silencio. Espero un rato y volvió a la cama, sentándose en el borde. Al apoyar el vaso sobre la mesa de luz éste se volcó, derramando el agua sobre la pequeña alfombra de dibujo persa. Pero ella no pensó en eso, no le importaron ni el vaso ni el agua ni los arabescos del tapete. Solo dormir. Y las cuatro
pastillas hicieron el milagro.

 -Hola Norma, sí me acabo de despertar, ya sé que son las doce, anoche dormí mal. ¿Qué decís, que te llamó mi hija? ¿Y por qué a vos? Ella tiene madre…  ¿Qué no pudo comunicarse conmigo? No, no escuche el teléfono. ¿Cómo? ¿Y a dónde va?  ¿Sola, a Chile? ¿Qué me escribirá, cuándo? Sí, efectivamente muchas preguntas, una vieja preguntona. Claro, no sabés, hasta luego Norma, no hoy no vuelvas a llamar. No me gusta que se entrometan en mi vida. Quiero tranquilidad. Y silencio.

 Pasó todo el día en la cama. Casi sin comer, exhausta su cabeza, su cuerpo peor. Llegó la noche y  fue hacia la cocina para servirse vino Esa noche bebería. Tal vez por ese lado vendría el alivio. Al pasar por el living, se fijó en la foto de su marido encerrada en un marco de peltre. Lo tomó y lo partió en mil pedazos ayudándose con el mango de un cuchillo.
 Esa noche cambió de camisón, era jueves y correspondía hacerlo. Eligió el viejo, el del canesú bordado.
 Luego tomó el teléfono. Un llamado breve.
 -Sí, Norma, no me llames más. Porque no quiero. Sí, última vez, ahora entendiste. Muchas son las cosas que me ocultaste. Sufrí por ello. Sí, estoy loca, si vos lo decís es así. Adiós.

 Se despertó. Sabía que ya era la hora. Tenue al principio, más fuerte después, comenzó a escucharse.  Ella se incorporó en la cama, esta vez más decidida. Sin encender la luz fue hacia la entrada. Apoyó la oreja sobre la puerta y luego miró por la mirilla. Afuera estaban mirándola los ojos de la otra. También encontró nuevamente esa  sonrisa o  ese rictus. Abrió la puerta con sigilo.
 -Querida, a nuestra edad tenemos que arreglarnos un poco más. Pintarse la boca, por ejemplo.
 Dicho esto le tendió la mano. La mujer atravesó la puerta con suavidad hasta quedar junto a la vieja.
 -Es usted muy bella todavía. Espero que me crea. Soy sincera. Recuerde que fui su vecina, aunque por poco tiempo.
 Entonces sonrieron,  una después de la otra.
 -Venga, acompáñeme.
 La mujer la miró turbada.
 -Pero…estoy con el camisón puesto.
 La respuesta vino rápida.
 -No importa, el trayecto es corto hasta abajo, son solo ocho pisos y el pasillo brilla tanto que nos deslizaremos rápidamente. Créame. Ahora, ayúdeme con esto.
 La mujer tomó la soga atada al bulto.
 -Vamos, arrástrelo con ligereza. Recuerde que nos conocemos. Y que la quiero. Y que es usted quien  me necesita ahora.

 La noche sucedió, como siempre. A la mañana siguiente, temprano, al hacer la limpieza el portero se sorprendió cuando al pasar frente al único departamento ocupado en el octavo piso  vio que la puerta estaba abierta.
 La mujer estaba sentada en el living. Tenía un espejo en una mano y con la otra estaba pintándose los labios. Miró hacia el hombre y sonrió.
 -Buen día. ¿Quién es usted, cómo me ve?
 Fue entonces que soltó la carcajada.

                                                                                                        
                                                                                                                                         Buenos Aires, Agosto de 2013                


 “HOY LLEGA”

 -Mi hijo fue a buscarlo.
 Seca los platos, la vecina a su lado, indiferente, mira la tele.
 -Te hablé, te dije que hoy llega.
 La otra la mira, sonriente.
 -Claro que te escuché; estarás contenta.
 Le gusta ayudarla. Se acerca a la pileta de lavar y toma los cubiertos para secarlos. A pesar de que la dobla en edad  es su amiga y vecina; la siente también como a una segunda madre a veces, otras como a una abuela; solo que, en este caso es diferente, los casi noventa años de la vieja y la madurez plena de la más joven han creado una amistad diferente, otro tipo de relación, más libre.
 -Y sí…Hace tanto que no lo veo…Apagá la tele, querés
 La vecina hace lo que la mujer le dice.
 -¿Cuánto hace qué no lo ves?
 La mira con fijeza y piensa antes de responder.
-Muchos años, casi toda su vida; desde que se fue con el padre. Después me volví a casar, nació Eduardo, luego enviudé también del segundo; pero del otro, del primero, no pude olvidarme.
 Esto último lo dijo casi para sí misma. La vecina vuelve a sonreír.
 -Me imagino las ganas que tenés de verlo, yo misma me muero de curiosidad.
 Ahora es la vieja quien sonríe.
 -Sos preguntona, eh. Se crió solo, creo. El padre murió joven, allá.
 -Averiguo porque te quiero, sabés.
 La besa y se va. Percibió algo incómodo, colado en el aire.

 Ha tomado ya la autopista rumbo a Ezeiza. Llegará rápido, como una hora antes de la llegada del avión. “Esperaré sentado en cualquier sitio o dando vueltas; un café allí es un robo. ¿Qué le habrá picado a éste que se le ocurre venir? Cuarenta y dos años ausente,  no lo conocemos, ni por fotos,  poco y nada de comunicación en todo este tiempo; todo lo que sabemos de él es por amigos o conocidos, que tampoco lograron encontrarlo, solo se comunicaron por teléfono, pasa que éstos que viajaron  le contaron a mamá. Pobre vieja, se ilusionó, para los noventa estaría también su hijo ausente. Bueno, no cualquiera cumple esa edad.  Menos mal que viene solo, sin su pareja, su familia o lo que tenga. Justo por éste vengo a perderme el partido, en el bar se deben estar preguntando por mí. Pero bueno, finalmente se trata de mi hermano. Mierda, otro peaje”.
 El auto se detuvo esperando su turno para pagar. “¿Cinco pesos para pasar? Flor de chorros, eso son”.

 La mujer duerme ahora; es su siesta obligada. Fermín, su mascota tan querida, su perro está  a sus pies, como siempre. El silencio es casi absoluto en el edificio, salvo las pocas veces que el ascensor sube o baja, pero eso es habitual, no es un ruido; igual que sus ronquidos, todos los días.
 Poe las dudas, nunca se sabe, ella pone un papel que dice “Siesta” pegado en la puerta, no vaya a ser que alguno venga a interrumpirla.   

 -¿Sabés que hoy llega el otro hijo de Clotilde?
 El hombre no levantó la cabeza de su plato. Cuando come no le gusta hablar y eso irrita un poco a su mujer.
 -¿Ah, sí? ¿Y desde cuándo tiene otro hijo?
 Ella se levanta y va hacia la heladera a buscar mayonesa.
 -Desde siempre; solo que no vive aquí, se fue de muy chiquito.
 -¿Ah, sí? ¿Y adónde?
 La mujer se sienta nuevamente a la mesa mientras el marido sigue concentrado en la comida.
 -A Grecia, creo.
 -¡Ah, sí? ¿A Grecia? No me creo mucho esa historia. Esa señora, tan amiga tuya, no me gusta nada; es un poco charlatana y… rara.
 Se produce un silencio. Luego, ella tira su servilleta sobre la mesa y da por terminada la cena.

 En el aeropuerto avisan que el avión acaba de aterrizar. Eduardo se incorpora –finalmente se decidió por un café- y va hacia el sitio de arribo de pasajeros. Tiene para un rato todavía, pero su ansiedad ha crecido con la espera, seguramente acentuada por el incesante tránsito de viajeros, valijas, gente que espera y gente que se va, idiomas diferentes.
 “Cómo habrá salido el partido. En este lugar no hay un puto televisor; solamente todas esas pantallas que anuncian los vuelos. Podría preguntarle a alguien,  a ese muchacho que está ahí, el de verde, pero no sé, no me atrevo, parece estar en otra cosa…Claro, con la piba que tiene al lado…”
 Saca un papel de su bosillo para tenerlo a mano. En letras muy grandes se lee “Sebastián Noriega”.

 La anciana se ha levantado de su siesta. Dos horas como siempre. Ahora está como nueva. Se lava la cara, también como siempre sin mirarse en el espejo y va hacia la cocina. Tiene que terminar la torta que hizo para el hijo que llega. Es poco lo que falta; cubrirla con chocolate, adornarla con una guarda de merengue y escribir en el centro la palabra “Bienvenido”. 

 El recién llegado casi no habla. Aparte de no dominar el español parece ser una persona de pocas palabras. Eduardo conduce y le hace preguntas, que el otro apenas responde con monosílabos. Sin embargo logra enterarse que el otro vive en Atenas, que tiene un hijo de catorce años y que su mujer no vino con él porque la aterrorizan los aviones. También se enteró que es dentista y que tiene un auto italiano. Nada más.
 “Mira siempre para adelante, creo que me echó una ojeada una sola vez, pero poco, menos que al cartel con su nombre. Pero hacia el frente sí que lo hace. O es curioso o tiene miedo de chocar. Debe estar cansado, es eso. Un viaje largo y a lo mejor no pegó un ojo. ¿En el avión habrá también mirado siempre hacia adelante?  No, curioso no es, si así fuera hablaría, que sé yo, le gustaría saber como es la vieja, a que me dedico, que tal se vive aquí, como es el tiempo,  si llueve, en fin, miles de cosas. Pongamos que el fútbol no le guste, puede ser, a veces es así.  Un poco extraño el hombre…mi hermano”.
 Encendió la radio y miró al otro, a su lado.  Este no se inmutó.
 “Puta madre, encima perdimos. Viajo con una momia y me entero de una goleada”.
 Se sonrió y continuó con la marcha; ya falta poco.

 La vieja está nuevamente con su vecina.
 -¿Tenés todo preparado, no? ¿Eduardo se queda?
 -No.
 Clotilde se levanta y la mira con simpatía.
 -Debés estar un poco nerviosa, tanto tiempo sin verlo.
 -No.
 La mujer la mira, desconcertada.
 -¿Necesitás ayuda?
 -No.
 “Parece que todo es no”, piensa.
 -Está bien, mejor me voy.
 -Bueno.

  Lo llevaron inmediatamente al hospital. Allí le lavaron el estómago y luego de un análisis primario los médicos detectaron una ingesta de Seconal Sódico, en grandes cantidades.
 Eduardo está en la Sala de Espera junto con su hijo mayor y la vecina de su madre. El asombro y el miedo están fijados en las caras de los tres. El médico hace preguntas que ellos no pueden contestar.
-Es por fórmula que lo hago. La indagatoria la hará la policía o, dado lo avanzado de la edad de la señora seguramente la interrogue también un médico forense. Perdón por la indiscreción, pero…¿Estuvo ella alguna vez en un geriátrico?
Al escucharlo, se les hace un nudo en la garganta. A los tres.  Hay palabras que hieren. “Geriátrico, policía, forense”.
  
 L a mujer no está sola. La acompañan dos hombres que no cesan de preguntar. Ella no responde, hay serenidad en sus gestos y en su mirada. Los hombres insisten, quieren saber el por qué; el como ya lo saben.    El resto de la torta está allí, sobre la mesa, aislada con una faja de papel. Al costado hay una caja vacía. En un momento la mujer se levanta y saca un pañuelo de un bolsillo. Se seca la frente. Los hombres la miran, expectantes. Ella sonríe mientras vuelve a sentarse y guarda su pañuelo
 -Tuve que hacerlo; él me abandonó hace muchos años. Hay cosas que no se olvidan. Espero que ahora se de cuenta de lo que hizo. El que las hace las paga.
 Entonces mira fijamente a cada uno de los hombres.
 -¿Murió, no es cierto?
 -Vamos, señora, tome sus cosas; ya  nos vamos.

 Eduardo y Clotilde miran partir al auto policial. La vieja pasó al lado de ellos, sonriente, pero no se detuvo a saludarlos. Solamente mira a Fermín, su perro, quien también está allí. Le acaricia la cabeza y sube al vehículo.


                                                                                                        La Caleta, Diciembre de 2009

“EL PASEO”

   El viejo está sentado en la plaza leyendo el diario. Es una hermosa mañana de primavera. A lo lejos, pero con rapidez, viene ella. Como siempre viste de negro. Al pasar junto al hombre se detiene. Éste la mira.
 -¿Viene por mí?
 La mujer hace un gesto negativo.
 “Menos mal, todavía me falta leer la página de deportes”.
 El hombre se reacomoda en el banco.

 Un poco más adelante, en el mismo lugar, una anciana está sentada tejiendo. Su nieto juega a su lado con un pequeño auto de plástico.
 La vieja la mira pasar y enarca las cejas, preguntando.
 La otra hace un gesto negativo con la mano y continúa. La mujer mira las agujas y cuenta los puntos.
 “Menos mal, estoy con el chico y eso sería un problema, en este momento”.
 Tranquila, sigue con el tejido.

  Más adelante, la dama de negro se detiene junto a un hombre que duerme bajo un árbol.
 -Aquí estoy  a su disposición, le dice con su voz aún somnolienta.
 Ella sonríe y niega con la cabeza. Luego, sigue su rumbo.
 “Menos mal, estaba soñando con mis padres, a los que nunca conocí”.
 Se arrebuja e intenta volver al sueño.

 En un momento se detiene. Recuerda algo, una urgencia. Se sienta al costado de un cantero, saca unos patines de su cartera, se los pone con soltura y emprende la marcha.
 Llega a una casa blanca, modesta. Toca el timbre e instantáneamente abre la puerta una señora, joven aún.
 -Menos mal, la estábamos esperando, está sufriendo.
 La de negro hace un gesto con las manos. Quiere decir que ya está.
 La puerta se cierra, la mujer va hacia el hombre yacente y le baja los párpados.
“Nos veremos algún día, quizás”.
 Luego va hacia el teléfono
.
 Al pasar, saca un jazmín salvaje de una planta que asoma de un jardín y se lo coloca en el pelo. Queda bien con su ropa negra.
 Se encamina al bar más próximo y pide un café con leche y tres medias lunas.
 “Hay que descansar también; seguiré más tarde, el tiempo no pasa nunca para mí”.
 El desayuno está riquísimo; hasta le trajeron un vaso de jugo de naranjas.


                                                                                  La Caleta, Diciembre de 2009




“NO SE ENTREGA”

 -Otra vez tarde, Aníbal.
 El hombre miró el reloj e hizo un gesto de disculpas.
 -Hace diez años que se lo vengo diciendo; aquí el horario se respeta. Vaya, abra las persianas…¡ Rey de los Hunos!
 El dueño dijo esto último seriamente pero, como siempre, con una gran ironía. No obstante, él  trató de sonreír y fue a hacer lo que le ordenaban.
 -Sí señor, enseguida.
 “Éste ya me tiene cansado, un día se va a ligar una buena patada en el culo; lo destruiré, como a todos”.     Sus manos subían y bajaban mientras hacía funcionar las cadenas.
 Eran las nueve y diez. El negocio, la zapatería, ya estaba abierto.

 A mediodía, durante la hora del almuerzo fue al café de la esquina, el de siempre, donde servían minutas. Pidió su menú de los días miércoles, un sándwich de milanesa con tomate y huevo duro y un vaso de vino con soda.
 El mozo, un muchacho, era nuevo. El otro, quien lo había atendido durante tanto tiempo, se había jubilado.
 “Lástima, este no es igual, no me cae muy bien”.

 -Claro, iremos a la costa…No, dejame de sierras…Si, ya sé que él tiene ganas... ¡Cómo! ¿Qué tengo que darle el gusto de vez en cuando…? Bueno, no olvides que me casé con él, yo, la más linda del club; muchos me buscaron pero yo decidí… ¿Yo engreída?... Mamá, mejor que no sigas siempre termino yo siendo la culpable y la peor de todas…Sí, después hablamos, chau.
 Cortó el teléfono con un golpe seco. El chico, acodado sobre la mesa, se había dormido.
 “Otra vez discutir, mañana, tarde y noche,  es lo que menos me gusta y menos con ella.”.
 Fue hacia su hijo y le dio un coscorrón, más duro que el que le dio al aparato. Mal comienzo.
 -Vamos, despertate vos, tenés que hacer las tareas
 El chico abrió los ojos y ella fue hacia el baño
 “Qué vida, Dios mío, un hijo que es un dormido, igual que el padre; una madre que me reta y encima tengo que hacer la comida”.
 Frente al espejo se pintó los labios.
 -No sé para qué.
A pesar de esto también se retocó los ojos y se arregló el pelo.

 Se puso manifiestamente molesto, bufando con disimulo.
 -¡Pero,  Señor…! ¿Qué pasó?
 El vaso de vino se había volcado sobre la mesa
 -Un pequeño accidente, nada más..
 El tono era de disculpas, pero el otro lo miró serio.
 -Hay que tener más cuidado.
 Cambió el mantel y repuso el vaso.
 “Ya sé que tiene razón, soy un poco descuidado y a veces me distraigo”.
 Y le dio un buen mordisco al sándwich de milanesa.
 “Pero es un poco insolente, si sigue así hablaré con el dueño, ya me va a conocer”.
 Tomó el vaso de vino y bebió mirando al patrón que estaba detrás de la barra. Éste desvió la mirada y se mató un mosquito en la frente.
 “Los destruiré, igual que a todos. Van a irse con la cabeza partida”. Luego miró la comida y esta vez dio un mordiscón que casi lo atraganta.

 Llegó a su casa empapado, del calor, claro. La mujer ya había puesto la mesa y la ensalada estaba en el centro.
 -Hola, ¿Alguna novedad?
 Ella lo miró e hizo una mueca parecida a una sonrisa. El niño estaba otra vez dormido casi encima de su plato.
 -¿Qué comemos hoy?
 -Milanesas.
 Trajo la fuente y la puso sobre la mesa.
-Qué lástima, hoy comí lo mismo.
 Esta reflexión se le escapó, fue involuntaria.
-¿Ah, sí? Bueno, es comida, por desgracia para caviar no tenemos.
 Se acercó al chico y le dio un empujón para despertarlo.
  Él la miró, serio. “A ésta voy a tener que frenarla. Mucha pinturita y poca cocina. Terminará desnucada. La destruiré, igual que a todos”. Luego se puso la servilleta atada al cuello como siempre, sin darse cuenta del fastidio que ese hábito  provocaba a la mujer.
 Los tres cenaron en silencio, mirando la tele.

 A las ocho de la mañana siguiente desayunaron.
 -Bueno, esta tarde saco los pasajes para San Bernardo y le confirmo a Laura el día de la llegada; ya me dijo que tenía la habitación lista para nosotros.
 Él la miró, extrañado.
 -¿No íbamos a ir a ir a Córdoba este año?
 -No, éste no quiere, le gusta el mar.
 La mujer señaló al hijo que estaba con una tostada en la mano y dormía con la boca abierta. El padre lo miró, fastidiado.
 -Lo llevás vos al colegio?
 -Sí, claro, es jueves.
 Ella sonrió y,  aliviada, despertó al chico.

 La mañana era luminosa. Llegaron hasta la esquina y allí se detuvieron. La escuela quedaba a media cuadra.
 -Escuchame bien, vos.
 El niño lo miró, curioso. El padre le tomó el mentón y le levantó la cara, para que lo mirara bien de cerca.
 -Esta vez iremos a la playa, como siempre. Pero acordate bien lo que te voy a decir y tenelo en cuenta. El año que viene vamos a ir a las sierras, te gusten o no. Soy un hombre con convicciones y no me entrego con facilidad, ni con vos ni con tu madre ni con nadie. Ahora, andá.
   Lo tomó por el hombro y le dio un leve empujón. “A este también lo destruiré, igual que a todos. Lo voy a dejar patas para arriba”.
 El chico bostezó y lo miró desconcertado.
 -¿No me das dos pesos para el recreo?
 Una vez que guardó la plata enfiló hacia el colegio, mientras el padre marchó en sentido contrario. Al llegar a la mitad de cuadra tropezó con una baldosa floja y casi se cayó.
 -¡Qué los parió!
 Llegó a la puerta de la zapatería y miró el reloj. Eran las nueve menos diez. Fue hacia el quiosco y compró su historieta preferida.
 A las nueve en punto levantó la persiana.


                                                                                                    En viaje, Enero de 2010.                                                                    
  
“DE BALCONES…”
Tres relatos.


INVIERNO”
-Hace frío hoy.
-Vos siempre tenés calor, pero hoy no. Para vos hace frio, solo por contradecirme.
-¿Contradecirte? Si no dijiste esta boca es mía. Nunca opinás de nada que valga la pena. ¡Qué se yo si tenés frío o calor!
-¿Y eso vale la pena?
 Un diálogo habitual de dos personas que, allá lejos, habían sido ardientes amantes.
 Afuera, los árboles llegan hasta las ventanas, y sus copas padecen esa negrura que es propia de un anochecer de invierno.
 Adentro, la luz es mortecina, solo resplandecen los colores que ilumina el televisor. En la pantalla, ahora, una joven rubia y frágil, habla con su dentista quien, suavemente golpea sus dientes con una pequeña lanceta de metal.
-Hoy no quiero café. Me quita el sueño. Prefiero un té de menta.
-No hay.
-Bueno, entonces ese de frutos del bosque.
-Tampoco, se acabó la semana pasada. Vos tomaste la última taza.
-Uno de tilo, si no hay más remedio.
-Hace rato que no lo compro. No te gusta.
 En el departamento de arriba alguien deja correr el agua hacia el inodoro. Se la escucha como siempre, un gruñido, un estertor. En la pantalla,  la muchacha con el dentista ya no está, ahora hay dos hombres que luchan, ensangrentados.
Afuera se hizo de noche y, como siempre, del farol de la esquina sube ese resplandor azulado que siempre los ha inquietado. Antes encendían las luces de la casa, ahora, ya no lo hacen.
-Entonces tomaré cualquiera, el más común.
 Marcha hacia la cocina. Suspira sonoramente para mostrar su fastidio. En el televisor, en un ángulo de la pelea de los dos hombres,  la temperatura, encuadrada,  indica dos grados bajo cero.
 Sobre la mesa, el libro tiene un señalador. En esa página, alguien ha hecho un subrayado. “Sonámbulo en pleno mediodía, yo atravieso el campo de maniobras…”
 De la cocina viene un ruido de vajilla rota, un estrépito. Luego una voz que susurra un insulto, uno cualquiera, al aire.
 Luego vino el té, después el libro que avanzó media página, más tarde las noticias en pantalla, anunciando muerte y desasosiegos varios y por último el cuarto de dormir, con sus dos camas  separadas.
 Entonces, allí, ha caído la noche, la más intensa, esa que incita a los abismos, la que  obliga a dormir para olvidar para qué se está.
 En la obscuridad, tan negra pero tan teñida por el azul de ese farol, suceden cosas que la luz de la mañana se encargará de develar.
 En la sala el libro está en el mismo sitio, un poco más corrido de lugar quizás; la tazo se ha vaciado y solo resta un poco de té, apenas dorado; el televisor está mudo y gris y, en el piso de la cocina, se encuentran los restos rotos de dos tazas y un plato debajo de la puerta abierta de un armario.
 En la habitación, en cambio, hay alteraciones inesperadas. Las ventanas están abiertas y el cuarto está helado. Una figura, inerte, yace en el borde del balcón con la mitad de su cuerpo hacia afuera y una mano aferrada a un sitio inservible. En el interior, al pie de la cama, otra figura también ya abandonada y casi sonriendo, mira hacia arriba con unos ojos que ya han encontrado la quietud.
 Es que el invierno es así, a veces mata.
                                                                                                                   Buenos Aires, Julio de 2013

“ESCENA FAMILIAR”
-Tus zapatos, ahora tus zapatos… ¿Dónde están? Ayer fueron los pantalones, anteayer la gorra de lana y ahora esto, tus zapatos… ¡Ay, Dios! ¿Para qué he tenido a este hijo?
 La mujer va hacia el balcón. Se asoma y señala con el dedo.
-Allí están, uno al lado del otro, como rezando. Ahora tendré que ir a recogerlos. Un vago, mentiroso, cínico, cruel, ese es mi hijo, fiel retrato del padre, un delincuente.
 Se quita el delantal de cocina y se pone un pulover. Antes de salir se mira en el espejo.
-¿Y todo por qué? No, no me lo digas, qué me lo vas a decir si ni hablás, solo abrís la boca como un idiota y lo hacés  para molestarme. Pero yo lo sé, todo el mundo lo sabe…El señorsufre de rabia, eso, está enfermo de todo aquello que sirva para perturbar  a los demás, sobre todo a mí, que fue la idiota que le dio la vida. Entre otras cosas, este individuo, se niega a hacer las tareas y la madre, la pobre madre tiene que hablar con la estúpida de la maestra y dar la cara y el señor le responde haciendo cualquier cosa. Venganza, eso.  Si pudiera me tiraría a mí por la ventana. El señor se venga, claro. ¡Uf!
 Se dirige hacia la puerta y la abre. Antes de salir mira fijamente al niño. Este abre la boca, sin llorar.
 -De esto se enterará tu padre. Y también tu abuelo, que estuvo en el ejército y sabe como tratar a los que cometen injusticias contra su madre.
 Sale dando un portazo.
 El chico levanta la cabeza hacia el techo. Luego va hacia la alacena e intenta moverla. Lo consigue y arrastra el mueble hasta ponerlo contra la puerta. Después agrega la mesa, las seis sillas y el sillón tapizado,  recuerdo de familia. Por último va hacia el balcón. Debajo, en la calle,  está su madrecon dos vecinas. Mientras habla sacude los zapatos enfáticamente. El niño se asoma para que lo vean. Una de las mujeres lo señala.
 -Ya vas a ver, sinvergüenza. Le estás haciendo la vida imposible a tu madre y también a tu padre.
 -¡Como! ¿No era que su marido se fue hace ya cuatro años y no volvió más? Es por eso que el chico salió así de raro.
-Usted cállese. Piense en el suyo y sobre todo en su hijo. Ese pederasta.
 Mira hacia arriba. Las vecinas hacen silencio. El muchacho está asomado, con la boca abierta de par en par. La madre empuja a las mujeres y entra en el edificio. Sube las escaleras, veinticuatro escalones. Decidida va hacia la puerta. Quiere abrirla,  entrar, darle una paliza a ese ser al que  sabe que odia. Pero no puede, la puerta no responde, está trabada. Ella golpea, rasca, llora, gime,  patea. No hay caso, es imposible.
-Abrí, caradura. Te voy a romper el alma.
 De la calle provienen risas y voces de festejo.
 La mujer insiste, empuja la puerta, pero ésta no se abre. Más gritos en la calle, la algarabía parece ser total.  Su curiosidad puede más y baja las escaleras, de nuevo a la vereda. Desde el balcón cae una multitud de objetos, que van desde lo íntimo hasta lo sencillamente doméstico: cacerolas, sartenes, almohadas, el viejo teclado de la computadora,una jaula vacía, un corpiño y dos bombachas, ropa sucia, una silla, la tapa del inodoro, los artículos del botiquín,  en fin, todo. La gente ríe y la madre está desesperada, con rabia. Mira a los vecinos quienes, complacientes, le sonríen. El desconcierto la paraliza.Entonces, todo cambia y el estupor acaba con las risas. Desde la ventana comienza a salir humo, ligero al principio, denso y negro inmediatamente. Luego lo peor, las llamas,que se multiplican y crecen rápidamente. La mujer grita y corre hacia arriba. La puerta ahora está abierta, ella entra, grita, esta vez más fuerte y varias vecesy vuelve a  salir, tosiendo y enceguecida. El chico no está.
 Luego vendrá lo consabido: bomberos, policía, comisaría, televisión, escarnio público.
 Lejos, pero no tanto, el chico atraviesa una calle muy concurrida. Sus ojos se extasían frente a las vidrieras iluminadas. Al llegar a una plaza se detiene. Un grupo de personas, pequeño, escucha pacientemente a un hombre que les habla, a través de un micrófono.
 -“…Él está con nosotros, nos vigila y protege. Apoyemos, hermanos, las manos sobre nuestros  corazones  y pensemos en su palabra…Quien esté libre de culpa que arroje la primera piedra…”
 El muchacho sigue caminando, despreocupado. Al llegar a un recodo, allí donde una estatua se enmohece con el tiempo, se agacha, toma un cascote y lo arroja lo más lejos que puede. Luego, advierte que en sentido contrario se aproxima una mujer. Al  pasar a su lado, abre la boca….
 -Buenos días… y adiós.
                                                                                                                      Buenos Aires, Julio de 2013

“ACUERDOS”
Las luces de la calle se colaban, como siempre, por los cinco centímetros de la cortina entreabierta. La mujer, también  como siempre,la corrió hasta cerrarla y mientras la obscuridad se apoderaba del cuarto hizo, también el comentario de siempre.
 -Hay reflejos que perturban. Es tonto, ya me lo dijiste, pero no puedo cerrar los ojos sabiendo que la luna y ese farol están allí, alumbrando.
 El hombre encendió la luz de la lámpara, abrió las cobijas y, ya con el pijama puesto, se metió en la cama.
 -Tratá de no matarme esta noche.
 La mujer sonrió ante el comentario de su marido.
-Lo intentaré, si vos hacés el mismo esfuerzo.
 Dicho esto, también abrió las cobijas de su costado, se sacó las chinelas de seda y entró a la cama.
 -Trataré.
 El hombre, entonces, apagó la luz y la negrura se apoderó completamente del cuarto. En un momento, pasada ya la medianoche, la mujer carraspeó dos veces. Malamente. El hombre entonces se dio vuelta, para ponerse de costado, y le sobrevino un pequeño dolor en el pecho que rápidamente se agigantó.
 Como todo esto sucedió antes del alba, fue por eso que, al mediodía, la empleada de la limpieza los encontró muertos. Lo que verdaderamente la sorprendió fue descubrir que la cortina estaba entreabierta y que un fuerte rayo de sol se colaba desde afuera.
 -Qué desprolijidad, esto es imperdonable.
 Fue, entonces, que decidió abrir la  cortina, de par en par.
-Qué más da.

                                                                                                         Buenos Aires, Abril de 2013


“MENESTERES”

 La enfermera entró a la Sala de Terapia Intensiva, su última rutina del día, antes de irse. De una ojeada, rápidamente,  se dio cuenta de la anormalidad. Una de las camas estaba vacía a pesar de que había visto a la paciente un rato antes.
 Tuvo que informar a su superior, el Jefe de Piso, quien se agarró la cabeza, desconcertado.

 -Quiero decirte una cosa, Anita. Siempre fuiste mi mejor amiga pero a partir de este momento dejarás de serlo. Nunca olvidé la trastada esa que me hiciste, en el baile, cuando éramos jóvenes.
 La otra la miró, desafiante.
 -No sé a qué te referís; hablá más claramente.
Como respuesta la tomó fuertemente por un brazo, rasgándole la manga de la blusa.
 -Sabés muy bien lo que quiero decir,  zorra. Te quedaste con el mejor y a mi me encajaste al dormido ése, que ni siquiera me dio un hijo varón; no, qué va, me hizo traer al mundo a una mujer, una fracasada más. Como vos... ¡Estúpida!
 Acompañó esto último con un empujón y se fue sonriendo hacia la carnicería
.
 El hombre habló lastimosamente.
 -Bueno, Señor Director, aparentemente la enferma se escapó. No podía hacerlo, el coma no se lo permitía, pero así fue, lo hizo igual. A menos que…
 La enfermera se animó; su vocecita salió como de una tumba.
  -A menos que la hayan secuestrado, pensamos.
 El Director golpeó fuertemente sobre el escritorio.
 -¡Escapada…secuestrada! ¿Qué más? Inventen, nomás, ya se acordarán de mi y de esta Institución.
 Los otros bajaron la cabeza, sumisos.

 -¡Eh, señora, hay una fila! ¿No la ve?
 La mujer se abrió paso hacia el mostrador sin hacer caso de las protestas de los que hacían la cola. Cuando llegó al borde, imprevistamente tomó un gran cuchillo ante la mirada azorada del carnicero y los gritos de la clientela.
 -Usted, ladrón, he venido a decirle algo y no me iré de aquí sin que me escuche.
 El hombre retrocedió, la mirada fija en la vieja.
 -¿Si, señora…?
 Ella blandió el cuchillo. Los demás, lo mismo que el carnicero, retrocedieron.
 -Nada de señora. Quiero decirle –y que me escuchen también estos infelices-  que usted me ha robado durante casi cuarenta años; en el peso y en el precio. Nunca fui idiota, sépalo. Pero también enteresé que todo se paga en esta vida.
 Dicho esto se dirigió a la puerta de entrada del negoció, la abrió y dejó que pasaran infinidad de perros, seguro que eran más de quince.
 Hubo comida para todos, un festín. Los animales peleaban por los pedazos de carne más grandes, por los chorizos y morcillas y también por los huesos que la vieja les arrojaba mientras sacudía la cuchilla ante la mirada apesadumbrada del comerciante, mezclada con esas otras,  las de los compradores,  temerosas y curiosas en la mayoría y, en otros, risueñas.

  -No, qué dice, cómo se le ocurre, cualquier cosa menos la policía. Vendrían inmediatamente los de la tele y todos saldríamos perdiendo; sobre todo, escuchen bien, sobre todo ustedes dos. Y ni hablar del prestigio de la Clínica; la gente se llevaría a los internados; los sacarían de aquí como si esto fuera un leprosario o un jardín de infantes manejado por locos…qué sé yo.
 Los otros dos, la enfermera y el jefe, asintieron. Ella quiso decir algo pero recibió una patada en el tobillo que le indicó que debía callarse.
 -Ahora a la calle, a recorrer el barrio ya que en el sanatorio la enferma no se encuentra. Nos hemos fijado hasta en la basura, y nada, ya lo saben. Ya mismo van hasta la casa, háganse los distraídos y pregunten; averiguen, investiguen, pero con discreción, silenciosamente. Y, usted…señorita, cámbiese de ropa; imagino que no irá vestida de enfermera. En este momento ese atuendo no le sienta. ¿Comprende?
 La miró de arriba abajo, petulante y despreciativo.
 -Si señor, digo, Doctor.

 A la hora de la siesta tocó el timbre. Ella no dormía nunca; la madre sí.
 Efectivamente no se equivocó. La puerta se entreabrió y asomó primero la cara de la nena y luego, sonriendo y animada, la pequeña hizo un gesto de saludo, interrumpido por la vieja.
 -Tomá, caradura, ponételas vos o dáselas a tu madre, esa vaga que siempre está chancleteando sin hacer nada. Este modelo no es para mí, sabés. Yo soy una persona fina que merece otro reconocimiento.
  Dicho esto último tiró el paquete a los pies de la niña.
 -Cumpleaños, cumpleaños, no saben que regalar y te encajan cualquier cosa. Total, la vieja no dice nada. Es lo que ellas creen. ¡Hijas de una gran siete!
 Murmuraba mientras se iba;  subiendo y bajando los hombros y arrastrando los pies.
 En el umbral, la nena la miró y se asomó hasta verla doblar por la esquina.
 -¿Quién era, querida?
 La voz venía de lejos, como cargada de sueño.
 -La abuela, mami.
 -Amorcito… ¿Qué decís? ¿No sabés que ella…?
  La voz sonaba más lejana aún,  como si viniera del patio del fondo.

 Dentro, encerrada por los biombos, otra vez, la misma rutina silenciosa.
 “Ya está, Doctor. Tarea realizada. Ahora, a dormir. Gracias por todo. Tenga cuidado con las enfermeras, se distraen”.
 El médico sostenía el papel entre sus manos mientras un hombre de chaqueta celeste y barbijo tapaba el cuerpo con una sábana.
                                                                                                               La Caleta, Febrero de 2010


“ORDENAMIENTO”

  Desde su cuarto, situado en lo alto, veía jugar a los chicos .Eran sus nietos, los hijos de su única hija, un varón y una nena. Sentía cariño por ellos, pero solo a esa distancia. Siempre la apabulló la cercanía de los objetos y de las personas. “Mejor lejos”, era su pensamiento recurrente y salvador.
  Ahora estaba a punto de emprender la tarea del día. Como siempre, a esa hora de la mañana, la hoja en blanco esperaba allí,  sobre la mesa, lista para ser completada.
 Suspiró y se dispuso a trabajar; sentía que a veces el mandato era superior al placer, pero siempre se esforzaba.
 Tomó el lápiz y anotó.
  “En la plaza, sentado,  a las seis y veinte de la tarde el anciano, Don Pedro, dejará caer el diario y plácidamente exhalará el último suspiro.         
 La cornisa se desplomará justo cuando la dueña de la mercería corra el toldo, a las nueve menos cinco. Ella casi, por un instante, la verá caer. Después no sabrá más.
 Quiso ir a la farmacia y por ello se bajó del ómnibus tres paradas antes. Fue entonces que vio a su marido; entraba al hotel con su mejor amiga. Ambos sonreían. Justo a mediodía.
 Cuando el auto dobló trató de pasar al camión creyendo que podía hacerlo; éste último tuvo que efectuar una maniobra muy complicada. En el supermercado no hubo víctimas, solo innumerables destrozos. Casi a las siete menos veinte.
 La bandera de aviso se había volado; es por eso que la mujer, al cruzar, se metió de lleno en el pozo quebrándose las caderas. Fue al comienzo del anochecer.
 Un delincuente, al intentar robar…”

-Mamá, el teléfono, es la tía.
 Desde la cocina, la voz de la mujer sonó abovedada.
 -Decile que en una hora, más o menos, estoy por su casa.
 Dejó la hoja. Por hoy basta. “Mierda, ninguna cosa alegre.”  En realidad  no quería seguir, el llamado de su hermana le sirvió de excusa para dejar la lista inconclusa. Hasta ahí había llegado. Se levantó de la silla y fue al pequeño baño contiguo.
 “Dios mío… ¿Por qué me ha tocado esto? ¿Qué es, un trabajo?”.
  Las reflexiones, siempre, aparecían frente al espejo.
 -No sé, será un don.
 Bajó la escalera y, al pasar al lado de los chicos, les acarició la cabeza. La nena se incorporó y la miró intensamente.
-Chau, abue.
 La vieja hizo un gesto con la mano. La puerta de calle, al abrirse, hizo como siempre el mismo ruido a hierro viejo.

 -¿Y si subimos a la habitación de la abuela? Quiero ver. Ella escribe cosas. Frases, que sé yo.
 El chico la miró, desconcertado.
 -No, no se puede, ella no nos deja. No le gusta; ni mamá lo hace.
 La nena se incorporó y le dio un buen empujón.
 -¿Qué hacés?
 -Eso hago. Para que pierdas el miedo. Cagón,  es lo que sos. Cuando mamá vaya a hacer las compras subo yo sola.
 El hermano la miró, displicente.
 -Hacelo, dale. La última vez te mareaste en la escalera y por poco te rompés la cabeza; dale, intentalo de nuevo, a  ver.
 Esto último lo dijo con aire de triunfo. La chica, roja de furia, hundió los ojos de su muñeca.
 En ese momento empezó a llover. Ya desde la tarde el cielo venía amenazando, primero el sol, que desapareció,  después esa obscuridad y ahora el agua.
 -Chicos, adentro. No quiero resfríos. Vamos, vengan.
 Obedecieron. Entraron y se sentaron, frente a frente, mientras la madre se preparaba para salir.
 -Ahora hacen las tareas y yo voy al super. Traigan los cuadernos y a trabajar.
 La mujer fue al baño, tomó el paraguas, se puso una campera y salió.

  Más tarde, en diversos sitios:
 -Pobre papá, pensar que estaba tan contento. Ese viaje a Mar del Plata con el Centro de Jubilados lo tenía loco.
 Blanco, se lo veía muy blanco, casi transparente.
 -Y bueno, querida, no sufrió. Es bueno morirse sin darse cuenta, en un parque.
 Extendió la mano y le tocó la frente. Estaba helada.
 -Nunca es bueno morirse, sabés.
 La otra hizo un gesto leve y se pasó la mano fría por la ropa.

 La ambulancia llegó enseguida. La tuvieron que sacar con cuidado, entre tres, sobre todo porque la mujer gritaba por los dolores.
 No había ni dos metros hacia abajo, pero ella, de puro delgada, se había enredado entre unas maderas que se entrecruzaban.
 -Ya me va a oir…Y ustedes también. ¡Enfermeros, profesionales, mejor que se ocupen de las vacas, no de las personas
 La cargaron en la camilla y fue derecho al hospital. El pozo ya estaba tapado con unas chapas amarillas.

 Igual fue a tomarse la presión. Estaba normal y eso la sorprendió. Se sentía un fuego dispuesta a arrasar con todo.
 Tomó un taxi. Era cerca pero ella quería llegar lo antes posible; el apuro la devoraba.
 Como el portero la conocía subió directamente. Dos o tres trimbrazos enérgicos y, además,  unos golpes en la puerta.
 -Ya oí, ya va.
 El hombre estaba recién afeitado. Todavía tenía un poco de espuma cerca de las patillas.
 -¿Qué haces, Norma?
 L a mujer lo miró desafiante.
-¿Yo? Nada. Vengo a decirte que tu mujer, mi amiga, está metida en un hotel con mi marido, tu amigo.
 El hombre empalideció

 Cuando miró hacia arriba, en unos pocos segundos, la asaltaron varias imágenes. Sus nietos, el ascensor de su casa, su marido haciendo las cuentas, la comida tirada por el faltazo del hijo.
 La mole cayó estrepitosamente. Recién después, en medio del polvo levantado, se escuchó un grito. Inmediatamente hubo gente que corrió al  lugar, también gritando.
 El marido, dueño de la mercería asomó la cabeza primero y todo el cuerpo después. El miedo estaba pintado en su cara alargada.
 -¿Qué fue?
 Una de las mujeres se acercó. Era vecina, dos veredas más allá.
 -Ay, Don Julio, pobrecita, qué destino. Vaya, vaya para adentro.
 El hombre le hizo caso. “Siempre fue igual. Le dije que ese trabajo lo iba a hacer yo. Y bueno, por metida, que se le va a hacer.”
 Fue hacia la caja y la cerró con llave. Doble vuelta.

  Ella estaba en la caja. Ya era su turno. Esta vez estaba Cecilia de cajera, la más simpática y conversadora.
 -Menos mal que dejó de llover, no.
 A través del cristal el día brillaba todavía. Todo sucedió como un relámpago. El camión, rojo, zigzagueó un poco y detrás del volante se veía la cara del camionero, con una mueca torcida de espanto.
 A dentro, en el supermercado, se oyeron gritos y llantos.
 El estrépito fue feroz; los guardabarros chocaron con la pila enorme de leche en polvo provocando un gran descalabro. Por suerte eso fue todo. Dos mujeres y un hombre, clientes ellos, aprovecharon y se fueron sin pagar, con carro y todo.
 Ella no, se cercioró de que la cajera estaba bien y dejó la bolsa de la compra en el suelo, a un costado. Tomó a la empleada por el brazo cerciorándose de que estaba bien y la besó.
 Afuera, el atardecer respondió a su pregunta. No había vuelto a llover.

Al llegar a la esquina y antes de doblar se dio vuelta. La otra estaba allí todavía, esperando. Se saludaron con un gesto breve.
 Ya estaba anocheciendo, pero la lluvia había cesado.
 “¿Qué habrá hoy para comer?”
  Pasó un hombre y la empujó. La mujer se volvió para protestar pero no tuvo tiempo. El muchacho apareció de golpe y la empujó contra la entrada de una casa, arrinconándola.
 -Dame la plata, vieja.
 Ella lo miró, desconcertada pero desafiante.
 -No tengo nada, idiota.
-El hombre sacó algo de su bolsillo.
 -¿Ah, no? A ver si es cierto.
  Le pegó tanto con el revólver que la tiró al suelo, hasta desvanecerla. El pelo se llenó de sangre y la dentadura saltó por ahí, sonriendo al aire. Por la vereda de enfrente pasó un hombre con su hijita y una pareja con las bolsas de las compras. Siguieron su camino, sin mirar.

 La mujer abrió la puerta y entró. Se sentó a la mesa junto con  los chicos, que estaban haciendo los deberes. A ella se la veía cansada.
 -Bueno, no hay hamburguesas para hoy. En el supermercado hubo un accidente.
 Los hijos la miraron.
-No, no pasó nada, pero me asusté y me vine. Ahora veré que hay en la heladera. ¿Dónde está la abuela?
 La nena se incorporó de golpe. Fijó la mirada en la puerta que daba al patio y señaló hacia el lugar. Abrió  la boca y la mantuvo abierta, como en suspenso pero Corrió la silla y, presurosa, fue a mirar a través de los cristales. La escalera del cuarto de arriba estaba húmeda todavía.
 -Mi amor… ¿Qué pasa? ¿Te sentís bien?
  La madre fue hacia ella. El chico las miró, desconcertado. La nena abrió la puerta y subió, a grandes trancos, la escalera de la abuela. En eso, sonó el teléfono.
 La mujer dudó, sin saber que hacer.
 La nena volvió. Traía un papel en la mano que le entregó a su madre. Ésta lo leyó con avidez. Eran frases. La última, escrita en rojo a diferencia de las otras escritas en lápiz decía “Un delincuente, al intentar robar a una anciana fue baleado por la policía. La mujer, con graves lesiones, fue internada en el hospital zonal , con pronóstico reservado”.
El teléfono volvió a llamar.
 -Hola…¿Si..? No, no está aquí… ¿Cómo dice…dónde? Si, si, soy la hija…Claro, voy enseguida para allá.
 Se puso nuevamente la campera y salió, sin dar explicaciones.

 -¿Qué habrá pasado?
 El chico guardó los útiles. La hermana se sentó e hizo lo mismo.
 -No lo sé. Tengo hambre.


                                                                                                     Buenos Aires, Marzo de 2010


 “LA REBELIÓN DE LAS BALDOSAS”

 Fue por eso que esas veredas se quedaron sin gente que las frecuentaran, salvo aquellos que vivíanen esos sitios y no tenían otro remedio que atravesarlas, pero lo hacían con cautela y con cierto temor. Eran ya ciento cuarenta y ocho personas las que habían tropezado y caído, la mayoría sin consecuencias serias, salvo el natural enojo por el ridículo que esa situación siempre presenta .  Finalmente, un día,  los mismos vecinos pusieronen esos lugares un enorme cartel que rezaba: “No pasar. Misteriosa situación. Peligro.”
 Pero este final merece ser narrado y para ello vamos al comienzo.
 Esa tarde había llovido mucho. Un bello aguacero de verano. Pero después vino la noche y el cielo dejó de derramar esas lágrimas torrenciales que a veces le sobrevienen. Fue entonces que algunas personas se animaron a salir, sin paraguas, claro, con la ligereza que se siente cuando algo cesa y cuando el tiempo es tan tibio como una caricia.
 -“Eh, diga, más despacio, con cuidado…”
 La voz, la vocecita más bien, sonó aguda y un poco destemplada. El hombre miró a su alrededor sin encontrar quien había protestado.
 -“Dele, doña, aplaste nomás, total yo debo ser de fierro…”
Esta vez la queja había sido dirigida a una señora, mayor ella, que buscó arriba y abajo tratando de descubrir al que se había quejado.
 -“Ufa, basta así no se puede vivir,  esto es  un atropello.”
-“Siempre lo mismo, sin respeto hacia el prójimo”.
-“Ay, Dios mío, recién peinada y ya me aplastaron el pelo”.
-“Esa gorda, por ella voy a morir asfixiado.”
 Como estos ejemplos, varios se repitieron a lo largo de esa cuadra de la calle Chacabuco, con la consiguiente sorpresa,  curiosidad y desconcierto de los transeúntes a quienes iban dirigidas esas réplicas.
 Pero todo tiene una explicación. No hay que olvidar que estamos en Buenos Aires, ciudad de veredas rotas y, por consiguiente de baldosas flojas, donde  -y esto es sabido por pocos-  debajo de ellasse han instalado las criaturas más extraordinarias que el tiempo ha acumulado y que, en nuestro lugar, San Telmo, ese tiempo viene de muy lejos. Es que allí –y esto entre nosotros-  se han refugiado la mayor parte de aquellos que han pasado y que se han ido pero que no quieren abandonar el barrio, su pequeña patria.Moraban, antes, en sitios de baldosas firmes pero, pasado el tiempo sucedió que resultaba muy duro y aburrido acostumbrarse a esos cielos de cemento inmutable que los cobijaban,  por lo que un día decidieron mudarse a otrossitios que por ser flojos ymovedizos resultaban más aireados, pudiendo asomarse de vez en cuando a contemplar la vida con sus ruidos y avizorar otros horizontes, los cotidianos, con la ventaja, por último, de que cuando llueve, una baldosa enclenque es siempre un sitio propicio para el aseo y los cuidados personales.
 La violencia, a veces, viene agazapada. Pero vamos por pasos…
Tanto llovióel invierno siguiente y tanta agua entró por las baldosas flojas que los numerosos ocupantes…qué digo…la multitud de seres que habitaban debajo de ellas decidieron, un día, ya cansados y también atemorizados, realizar una asamblea para encontrar una solución frente a la conducta desalmada de loslos transeúntes, quienes no tenían empacho en pisar como se les daba la gana, con furia, displicencia e irrespeto.
Para la reunión eligieron el recodo interno de una de las autopistas que atravesaban el barrio, justo al costado de una canchita de fútbol.
-Tomo la palabra, soy el más viejo de todos ustedes y tengo derecho a ser el primero.
 Ya casi no quedaba nada de él; había sido milico criollo en las  invasiones de los ingleses y tenía tan mal carácter que se había vuelto locamente irrazonable  por eso.
-Bueno, hable, señor.
 La que contestó había sido una muchacha que, en su momento, en el último, había fallecido de un susto al cruzar una  avenida. No hacía mucho tiempo de eso y tenía un gran predicamento entre los demás, seguro porque tenía unos ojos obscuros y penetrantes que inquietaban a cualquiera.
-Gracias, misia. 
 Esto lo dijo mientras  estornudaba ruidosamente y se acomodaba la vieja espada que todavía estaba dispuesto a usar. Se puso a hablar y discurseó tanto y tanto tiempo que al final todos, ya medios dormidos,  le dijeron que sí, que estaban de acuerdo, que nadie se consideraba tonto ni loco y que debían actuar sin demoras ni remordimientos. Esto último fue un agregado de una anciana, muy católica y perseverante en sus creencias.
 Y bueno…
 A partir de ese momento, ellos comenzaron con los ataques. Cada vez que avizoraban alguien que iba o venía por tal o cual vereda, fuera hombre o mujer, joven o viejo o niñoinclusive … ¡Zás!  Establecían las señales necesarias y entonces una baldosa se levantaba indebidamente y provocaba un tropezón o una caída seguidos del malhumor y de las blasfemias de todos los que sufrían esos pequeños accidentes.
 Y así fue que esa cuadra de esa vieja calle, cobró una fama incierta, dudosa y que mereció el cartel del que hablamos al comienzo.
-Está embrujado, está –dijo alegremente el ciruja del barrio- son ellas, las ánimas que tienen ganas de joder… Esto me huele a rebelión… ¿Qué tal?
-No diga disparates, hombre -lo interpeló una señora-  solo se trata de baldosas…
Aparentemente, nadie  hizo caso a esta última opinión y prefirieron tener en cuenta las palabras del viejo,  por lo que la intranquilidad no tardó en instalarse.“No vaya a ser cierto lo que dijo el loco ese”, pensaron muchos. Y de ahí en más extremaron sus cuidados en sus habituales caminatas, desplazándose suavemente como etéreos bailarines.
Fue a partir de ahí que las “animas “ o duendes como yo prefiero llamarlos pueden tomar, en los días de lluvia, sin peligro, sus baños higiénicos según las normas habituales de todas las épocas, esto es, con agua, con la satisfacción, además, de asomarse cada tanto y comprobar que afuera sigue el mundo, con sus vértigos y sus desdichas.
 Esto es así. Es por ello que  ningún ciudadano que esté en su sano juicio, insisto,  osa aventurarse demasiado por esas veredas de baldosas en rebeldía.
 Es todo lo que sé. Bah, casi todo…
                                                                                      

                                                                                                                    Buenos Aires, Junio de 2013






 “INEVITABLE”

 Después de estar tres días sin salir se decidió y esa mañana abrió la puerta de calle. El día estaba soleado, bueno para caminar; sobre todo le vendría bien luego del encierro. Miró hacia arriba. El cielo estaba claro pero, en un punto, había como una estela rojiza que lo atravesaba.
 “La naturaleza es así” se dijo.
 En un cable de electricidad se había posado un pájaro. Negro. Grande. De plumas lustrosas y picudo.
 “Un cuervo”, pensó.
 Luego resolvió que no, ya que en Buenos Aires no había cuervos. Cerró la puerta y se dispuso a caminar. Estaba tranquilo, no demasiado, en su caso eso sería una exageración. Al llegar a la farmacia, como siempre en esa esquina, estaban sus amigos que pasaban el rato. Decidió evitarlos y cruzó;  a modo de saludo les hizo un gesto con la mano que ellos, a coro, respondieron. Él entonces sonrió y siguió de largo. Mejor así, hoy no tenía ganas de charlas.
.
 Tomó por la vereda del sol. La plaza quedaba a tres cuadras de allí. Levantó la vista y le pareció que en la rama de un árbol  se había posado un pájaro negro,  que inmediatamente huyó hacia lo alto. ¿El mismo de antes, quizás? Pero bueno, nada de bichos se dijo, fue solo una ilusión visual, ya que el sol lo había encandilado. Una confusión sin importancia.
 Miró hacia delante y vio a dos mujeres que venían en sentido contrario. Las escuchó hablar, al pasar junto a él.
 -El pobre está perdido, es un eslabón extraño y, a veces, esas cosas se modifican con la lluvia.
 -Si, pero de aquí a que caigan esas gotas. No sé si llega. También está el peligro del óxido.
 -Que todo lo oxida.
 La otra asintió y ambas sonrieron.
 “Diálogo extraño” se dijo. Y se dio vuelta para mirarlas, comprobando que una de ellas había hecho lo mismo.
  
 La plaza estaba llena de gente, de chicos sobre todo y de también mascotas, perros. “Demasiados gritos y ladridos hoy; mejor aquí no me quedo.” Y siguió su camino. Pensó en el bar de la estación y también en tomar el colectivo e ir hacia lo de su hermano. Esto último lo desechó; su cuñada hablaba demasiado y muy atropelladamente.  A la estación entonces.
 En la esquina tuvo que esperar a que el tránsito cortara. Miró a su lado y vio a un hombre de sobretodo negro que le hacía gestos y le sonreía a otro que estaba en la acera de enfrente.
 El semáforo cambió a rojo  y cruzaron.
 El de negro se reunió con el otro, un rubio flacucho y desgarbado.
 -Bueno parece que llega nomás, el óxido.
 -¿Usted cree? Bueno, aunque sea unas gotas; así se recomponen los eslabones.
 -Los eslabones extraños querrá decir.
 -Claro, hombre. Hablo del perdido.
 Ambos rieron y miraron de reojo al hombre que estaba detenido, como paralizado.
 Siguieron caminando. Los desconocidos apuraron el paso y, en un momento, uno de ellos, el del sobretodo se dio vuelta y lo enfocó con unos prismáticos. Luego doblaron una esquina y desaparecieron.
  Permaneció inmóvil, sin saber que hacer. Pensó en dar media vuelta y volver a su casa, pero no, debía ser fuerte, todavía existían las casualidades y las rarezas, eso es lo que había sucedido, además de que él estaba un poco nervioso por el encierro de tantos días.
 “Es eso, el no salir provoca desvaríos.” Y siguió su camino. La estación estaba cerca y un buen café le vendría muy bien.
 Sonrío y se desperezó. Al mirar hacia arriba, descubrió que en el cielo esa mancha que lo atravesaba era ahora más intensa y que estaba cambiando de color, yendo hacia un rojo gastado.  Bajó la vista y, antes de hacerlo, presintió el vuelo de un ave que atravesó el espacio despareciendo rápidamente. Se frotó los ojos para convencerse de que había visto mal y que no era negro ni se trataba de un pájaro tal  como le había parecido.

 “Esto va mal”, pensó. “¿Qué me está pasando?”
 Se quedó nuevamente quieto, en medio de la vereda de un negocio, un lavadero o algo así. Sintió frío y se tocó la cabeza. Al rato, se asomó una de las empleadas.
 -¿Se siente bien, señor?
 El respondió a la pregunta y a la sonrisa con una amable inclinación de cabeza. Luego pasó una señora joven con un bebé y el chico, con simpatía, estiró hacia él una de sus manitos. Por último, se acercó una pareja y al llegar a su lado, el hombre, un joven, lo miró con complicidad y simpatía al tiempo que le guiñaba un ojo.
 Bueno, con pequeñeces es que el alma vuelve al cuerpo. Satisfecho retomó su camino. La estación estaba ahí, a metros nomás.  

 El bar no era de su gusto, pero el café era bueno y el precio también. Se sentó a una mesa frente a la tele que, como todos los días, estaba encendida. El sol entraba, vertiginoso, por la ventana y le pegaba fuerte en las manos.    
 Miró la hora y comprobó que faltaban pocos minutos para el mediodía. Volvería a su casa,  ya se le había despertado un poco de hambre.
 Las doce, hora del resumen de noticias. El locutor comentó varias, casi todas referidas a la política y al crimen o al asalto del día. Al final, como siempre y luego de la pausa comercial, llegarían las dedicadas al fútbol. Esas eran las que le interesaban y se acodó en la mesa bien atento.
 Al rato volvió la imagen sonriente del periodista; en ese momento la cámara se acercó y solo se vio su cara, en un primer plano.
 -“Un hecho a señalar hoy es la persistencia del eslabón extraño con la lluvia, que finalmente se ha presentado esta madrugada y cuyas gotas como siempre no evitan el óxido.”
 Dicho esto la imagen se amplió, él bajó su mano y al levantarla de nuevo mostró, sonriente,  a un pájaro negro, que graznando también miró fijamente a la cámara mientras sus alas se abrían y cerraban. El locutor reía ahora más abiertamente.
 El hombre se sintió directamente aludido, no le quedaban dudas que a él era  a quien hablaban y de quien se burlaban.  Mareado, se levantó y fue hacia la puerta.
 -Eh, don, son cinco pesos…
 El mozo se acercó y tomó el dinero.

 Ahora no tenía hambre. Un nudo, mejor dicho varios de ellos se habían instalado en su estómago. Penosamente, se sentó en un banco de la plaza. Miró hacia arriba y descubrió que el cielo estaba peor, luego lo hizo  hacia abajo y a ambos lados, sin saber qué buscaba. A duras penas se convencía de que debía hacer el intento de regresar a su casa. No entendía lo que pasaba y eso que se esforzaba como nunca por lograrlo, tanto, que del esfuerzo le dolía la cabeza. Quería pedir auxilio pero tenía conciencia no solo de la inutilidad de la ayuda sino también  del ridículo sentimiento que eso provocaría. Y él no estaba para burlas.
 Todo sucedió en pocos minutos. El cielo se obscureció de repente, el viento se desató y luego de algunos truenos bien sonoros, cayó la lluvia.
 El permaneció sentado. Le hacia bien que el agua lo acariciara. Fue una tormenta corta, ya que al rato apareció nuevamente el sol.

 Por uno de los caminos venían unas maestras con una prole de chicos, sus alumnos que, alborozados, festejaban la fiesta de la vida.  Al pasar frente al banco uno de los niños se detuvo,  mientras la caravana continuaba. La maestra que iba detrás de la fila, miró hacia atrás y fue a buscar al chico.
 -Vamos Ramiro, siempre distraído vos. ¿No tenés miedo de perderte?    
 -Ya voy, pero él me da lástima.
 La maestra fue hacia él y el chico la miró.
 -Pobre, está muy triste.
 -¿Quién, mi amor? Vamos, el banco está vacío ¿No lo ves?
 Lo tomó de la mano para volverlo con los otros. En el camino, el nene se volvió y solo él percibió esa mancha de óxido que, lentamente, iba evaporándose. También pudo ver al pájaro negro y reluciente que de repente atravesó la pequeña nube de vapor y se posó en el banco.
                                                                                                          

                                                                                      Buenos Aires, Agosto de 2010

“DECISIÓN”

 Un golpe en la puerta y luego otro, más breve. Pero despiadadamente duros.
 “Es ella, otra vez”. Me dirijo hacia la ventana y la cierro ya que respeto su amor por las sombras y la obscuridad. Por las tinieblas.
 Al tercer llamado voy hacia la puerta.
-Buenas noches, señora.
-Ajá.
-No esperaba verla de nuevo, tan seguido.
Me mira fijamente y se acomoda una hebilla en el pelo tirante de su peinado.
 -Adelante, por favor.
 Entra y se sienta, siempre en el mismo lugar, mirando hacia la ventada cerrada, de espaldas a mí.
 -Supongo que vendrá por lo de siempre.
-Ajá.
 Me acomodo, entonces, a su lado, tomo el pequeño papel y carraspeo hasta lograr que me mire. Finalmente lo hace. Me pongo los anteojos y leo. Un susurro.

 “Si no decidiera nacer
 cada mañana,
 moriría de muerte,
 moriría.
 Pero no sería cada noche,
 no.
 Sería de una vez
 y para siempre,
 implacablemente,
 pero sola.

Más no será hoy,
quizás,
quizás mañana…
o un día cualquiera.

 No lo sé…
 Por eso es,
 que cada mañana,
 he resuelto volver,
 volver para nacer
 todos los días.”

 Me incorporé, entonces, rompí ese pequeño papel, me quité los lentes, fui hacia la puerta de entrada y la abrí.
 Ella se encaminó hacia la salida. Cuando le hablé, se dio vuelta y me miró.
 -¿Ha comprendido usted, señora?
 -Ajá.
 Después que se fue, abrí las ventanas y vi la lluvia que caía sobre el laminado pavimento.
 “Qué vida ésta”, pensé.
  Fui hacia la cocina, encendí la radio y me preparé un café bien cargado, con edulcorante, eso sí.
                                                                                 

                                                                                                                                                            Buenos Aires, Octubre de 2012



“EN EL CAMINO”

 El hombre cava hoy con furia. Parece como si la tierra le obedeciera y se abriera mansamente. Tiene olor a fresco esa tierra negra. Es un perfume, casi. El hombre se detiene como si algo lo obligara a la quietud. Clava la pala y la deja descansar, a su lado. Es el cielo que lo atrae, que lo disturba. Cómo puede ser que algo brille tanto, se pregunta. Mira hacia arriba y casi se enceguece y llora. Escupe, se seca el sudor con ese bollo de tela que es su pañuelo, toma la pala y sigue.

  El camino está ardido, seco, polvoriento. El perro va adelante, el hombre detrás sosteniendo la correa atada al pescuezo del animal. La mujer cierra la marcha. Traen bolsas, con las compras del supermercado. No hablan, parecen dispuestos a aceptar el silencio pensando que quizás todo transcurrirá más rápido. Los pensamientos se aceleran, las palabras no, tardan.
  Ella mira a lo lejos. “¿Qué es todo?”
 En sentido contrario se acerca un auto, gris. Al pasar al lado de ellos se lo nota ruidoso y se lo ve desvencijado. Levanta un pequeño remolino, áspero. El perro, entonces, ladra.
 -Que lo parió, no sé qué apuro tiene este tarado…Por poco nos atropella. Y vos… ¡Calláte!
 Al decir esto último dio un fuerte tirón en la correa.  
 La mujer se detiene. Deja las bolsas sobre el piso y con ambas manos se tira el pelo hacia atrás. Un hilo de sudor le corre desde la frente hasta la quijada.

 “Lo hice en contra de todos, de mamá, de papá y también de Adela, que nunca me lo perdonó. Me acusaron, sin razón. Se dio así, casualmente. Lo sabían, pero no lo aceptaron. ”.

 El hombre también se detiene, cuando el perro, hociqueando, le indica que algo está pasando.
 -¿Qué hacés ahí parada?  Mirá que te cuesta arrancar…Todo es un esfuerzo doble para vos…Sos  jodida, eh…
 Ella toma nuevamente las bolsas.
 -Está bien, vamos.
 Lo sigue. Todo se recompone ahora. Perro. Hombre. Mujer.
 “La mierda…A veces pienso que sería mejor estar solo. No sé, no sé, hay algo que me obliga. Pensar en dejarla, en echarla, me lastima.” Escupe, lo hace siempre.
 Llegan al cruce. En ese lugar, quien sabe por qué siempre hay teros.
 El hombre toma el desvío y la mujer se detiene. Algo la inmoviliza. Se vuelve y a lo lejos descubre un caballo, ese de Marcelo, el que hace los pozos para el gas. Verlo le provoca una sonrisa. Levanta su mano y lo saluda. Pero el hombre no responde, seguramente no la ve, o mira hacia otro lado.
 Recoge nuevamente las bolsas y continúa. Ya no se ven ni al hombre ni al perro.
 Finalmente llegan. La casa, como siempre, parece dormida.
 “Otra noche frente a frente, en silencio. Espero que esta vez no insista.”

 Su cabeza rechaza esa posibilidad y la lleva hacia otro sitio. A los golpes de pala que abren la tierra. Sus sienes todavía los escuchan.  Lava los platos con lentitud, prolongando el tiempo de ese momento en que está abstraída y simula estar sola.
 “Me voy a la cama, te espero. No tardes.”
 Un escalofrío recorrió su cuerpo y un vaso resbaló de su mano, sin romperse, por suerte.
 “¿Me oíste?”
 Ya no suenan más los golpes sobre la tierra; ahora es su corazón que late como si fuera a reventar.
 “Si, te oí.”
 Se sienta a la mesa y mira hacia la puerta, cerrada. “Afuera, eso”.

 Por suerte,  piensa, parece que este aguacero calma sus deseos.
 El hombre se volvió de costado, con brusquedad. Tiró de las cobijas hasta apropiárselas.
 “¿Cómo será la lluvia en mi pelo?”
 Imagina el largo camino que, en la obscuridad, la haría llegar hasta el pozo.
 Se levanta, entonces, y con sigilo se calza las chancletas y abre la puerta. La luna y los árboles forman una masa indefinida detrás de la lluvia. Entonces camina, a tientas, en la obscuridad iluminada esporádicamente por alguno que otro relámpago y con un fondo de truenos y de particiones. Sabe hacia dónde va y no necesita ir buscando caminos. Sus pies están ahora empapados y el barro se cuela entre sus dedos blandamente.
 Aparte de la lluvia, el viento. La mujer sostiene su cuerpo contra el acoso de ese temporal, intentando llegar. Tiene ganas de gritar, pero sabe que no puede hacerlo, ya que la noche, allí, a veces traiciona. Entonces llora y sus lágrimas aumentan el torrente que corre por su cara.
 Finalmente, a pocos metros, la casa, la casucha. Algunas chapas, pocas, las más nuevas, relucen y marcan la entrada, el lugar.
  Golpea fuerte hasta que la puerta se abre. El hombre la mira sorprendido pero inmediatamente comprende y tomándola por un brazo la lleva hacia adentro, hacia la negrura. Lo hace con brusquedad. La furia de la tormenta, la noche y la soledad aumentan el deseo. Que también es brusco. Sin decir palabra la tira sobre la cama y ambos se entregan, salvajemente.

 Cuando el hombre vino a buscarla, también con furia la sacaron de la casucha.  Estuvieron de acuerdo en que así debía ser.
 Y así fue, ganó la sumisión nuevamente. Solo el silencio la acompañó durante el trayecto de vuelta.
 “Mañana me mato. O me voy. O lo mato”. Sabía que nada de esto sucedería.    Entonces, fue a la cocina y empezó a preparar el almuerzo. Vuelve a pensar en su madre y también en su padre. También en Adela. Está segura que, de volver, la internarían. “Lástima, así como la ven, tan bonita y educada, es peligrosa. Intentó envenenarnos.” Es lo que dijeron y lo que dirán. Eso y más.
 “Mañana”.  Sabe que solo es una palabra. 

 Otra vez. Ahora es mañana. El camino, la vuelta del pueblo. El hombre adelante, ella unos metros detrás, el perro. La marcha ahora es más dura. Ella ha sufrido los embates de esos hombres, que la castigaron. Culpable, otra vez. Tardará en reponerse.
 Y otra vez esos pensamientos. Son recurrentes. Insisten en instalarse en su cabeza.
“Alguna vez, alguna vez podré salvarme y vivir o tendré que esperar a que la muerte me tome, sumisa, para liberarme .Adela, entendeme. Era sal, solo sal, no era otra cosa.”

 El perro ladra. Lejos, el pocero trabaja. Por el camino viene una pareja con chicos. Ríen de puro contentos. Al pasar junto a ellos, saludan. Y luego, se pierden en el olvido.

                                                                                                                       Buenos Aires, Diciembre de 2013
                             

   “LLAMADO AMOR, ESO.”

 Había buscado en el amor el alejamiento de la vulgaridad de la vida burguesa. Porque no hay otra forma de llamar a ese devenir sembrado de convenciones y de apetitos inmediatos e inútiles.  Esto solo, para él, no sería tan grave si no tuviera el aditamento de esa otra perversa obscenidad, la del entorno, la época, el tiempo en el que le tocó vivir. De ahí, sus reflexiones.
 Se propuso, entonces y en un intento intuitivo, provocar un acercamiento artificial, con tal de satisfacer su deseo de misterio y de pasión. Obtener una postura romántica, sin esos excesos de cursilería que acompañan habitualmente a ese concepto.

 El haberse cruzado con Antonia había resultado un comienzo exitoso por lo intenso y despiadado. Ella era una mujer casada, que no admitía su identidad de infiel y que se regodeaba y enaltecía con su superioridad de cultura, espíritu, alma.
 Y con su supuesta libertad.
 Román, ante estas demostraciones, aceptó humildemente esta verdad cargada de cinismo, mostrándole, eso sí, una mirada burlona y risueña que desconcertaba a la mujer.
 Admitieron, desde el comienzo y tácitamente, el carácter de juego de esta relación.

 Una noche, una vez que los niños se habían dormido y aprovechando que el padre de éstos (dicho así para respetar el sentimiento de la mujer de no hablar de lazos maritales) se hallaba ausente,  decidieron encontrarse en una calle (que ellos sabían obscura y poco transitada) a eso de la medianoche, bajo la negra frialdad de ese crudo invierno.

 Lo hicieron entre dos autos estacionados malamente, casi semidesnudos ya que también en eso encontraron que el placer los estaba bendiciendo.
 Román y Antonia se hicieron amantes a la manera clásica, con las formas cortesanas,  desbordadas por la lujuria y el deseo.
 Este hecho, si se quiere de una cierta banalidad, selló las reglas de una relación descubierta y encubierta.
 Ambos, repitieron experiencias similares a la narrada y ambos sintieron que ese  ardor, ese vértigo, esa antesala del delito, enaltecía el amor que sentían el uno hacia el otro.

 Pero, a veces, eso que llamamos destino se encarga de desvirtuar ciertas formas del hallazgo por más venturosas que parezcan.
 Entonces, apareció Irene, casi de repente. Un encuentro casual, en una esquina, de manera impensada.
 Antonia e Irene que doblaban y Román que venía en sentido contrario. Lo normal, vecinos que se cruzan. Como las miradas.

 “No sabía que tenías una hermana.”
 “Sí. ¿Te parece bella?”
 “No sé.”
 “Es bella pero tonta. Por eso está sola.”
 “No sé.”

  Y fue que Román buscó a Irene, y fue por esos ojos intensos, provocativos. Y también castos.
  
 En la puerta de entrada, como bienvenida, colgaba una cruz pequeña, seca, de madera.
 “Pase, antes que nada, le digo que mi hermana no debe saberlo.”
  Y fue diferente. Las sábanas de la mujer olían a jazmines, en su blancura casi inmaculada. Había algo de religiosidad en ese cuarto, con la morbidez que eso conlleva y provoca.
 Su cuerpo, sobre el lecho, despertaba en el hombre un instinto violatorio que ella, la cabeza hacia un lado, permitía sin mirarlo, en una entrega indolente hasta que el necesario último grito rompía esa docilidad.
 Luego las sábanas cubrían con un pudor señalado lo abrupto de estos recurrentes finales.

 “Ella está muy rara.”
 ¿Quién?”
 “Irene, mi hermana, de ella hablo.”
 “Sí. Todos cambiamos alguna vez.”
 “Ella no, nunca. Algo está ocultando.”
“Quizás.”
 “Hablemos de nosotros.”
 “Claro. Te amo. Y me gustaría hacerlo en tu casa, en la cocina, cuando tu marido y los chicos duermen.”
 “Pedís mucho.”
 “Si me amaras…”

 Ese capricho debió esperar. Nunca llegaban a hacerlo. Ni eso ni otras chances salidas de Román.

 Irene ofrecía el encanto del silencio y de la timidez. El pudor, quizás, ese fruto raro y codiciado, quizás por su extinción.
 Esto exacerbaba el espíritu de Román. No le importaban ni el balcón a la calle con las suaves cortinas transparentes, ni la pequeña lámpara Versailles que pendía sobre la mesa del comedor, ni la casta estatuilla de la Virgen, iluminada por una pequeña vela, situada sobre la cómoda.
 No, él amaba esos ojos negros e intensos que se cerraban con vergüenza en el momento de la entrega.
 Una relación provinciana en medio de la ciudad.

 “Está bien, hagámoslo en casa, en la cocina como lo pediste. Salvo los niños, que no estarán, el resto está igual.”

 Fue la primera vez que vio el cuerpo desnudo bajo la fría luz que bañaba la mesa. Lo recorrió íntegramente.  Y allí el sexo fue más duro, fuerte, casi violento. Sucumbieron, en silencio, ante cada centímetro de la piel del otro y descubrieron detalles, nimiedades.
 Luego, otro día, lo hicieron en el lavadero. Después en el rellano de la escalera y hasta en la puerta cerrada del dormitorio, frente a la legalidad.
 Muchas veces, demasiadas.

 “Algo me está pasando, siento un desgaste.  No soy el mismo hacia ella.”
 Es que el tiempo, el tiempo es así. A veces deja que los sentimientos caigan,  mueran.

 Irene. Irene.
 Todo lo hacía volver hacia ella. Quizás su quietud, cierto hermetismo en la mirada. La manera con que le entregaba la copa de vino de rigor, casi soltándola apenas él hombre rozaba sus dedos.
 También advertía la belleza de la madurez de ese cuerpo, esa turgencia del silencio. La voluptuosidad contenida, dispuesta a soltarse, con algo de culpa.
 Quedaban exhaustos, con el placer del cansancio. El la miraba y le insinuaba una sonrisa a la que ella respondía con un flaco gesto de indiferencia. Mirándose una mano, a veces.
 “Siento que mi amor está aquí, de este lado. Junto a esta mujer, mayor que yo.”

 Antonia. Antonia.
 Ella se había habituado a ese riesgo en su cotidianeidad. Buscaba al hombre con insistencia primero, luego con exasperación, finalmente con furia. No podía permitirse el dolor. Ella era fuerte y ningún sentimiento de blandura le cabían para este caso.
 Antonia exigía.

 Román. Cuánto más pensaba en Irene más se alejaba de Antonia. En esa disyuntiva sentía el placer del hombre codiciado, el que se permitía torturar por amor. Un arma muy difícil. Y Antonia, ella, estaba dispuesta a no permitirla.  
 Es entonces que comenzaron las persecuciones y los desencuentros, los escondites de la cobardía. Así lo llamaba ella. Cobarde. Creyendo, erróneamente que era el peor de los insultos, el que lo obligaría a volver, a amarla nuevamente, a despertar esa ira salvaje que una vez hubo. Pero no, no era así. El teléfono sonaba noche y día. Y desde el balcón, o en una esquina, o en el supermercado,  o en cualquier sitio, se la viera o no,  se percibía su presencia, afectada por la casualidad, como de paso. Eso sí, la mirada siempre dura, de castigo.

 En él nacían otros sentimientos, sin poder reprimirlos. La duda (si es que esto depende del corazón y no de la razón) fue el primero; siguieron después la incomodidad, el fastidio, el malhumor, el odio. Y por último, el peor. La indiferencia. Si alguna vez se había sentido culpable por alguien a quien había perturbado ahora sabía que no era culpable de nada, hasta eso había desaparecido. La indiferencia  había barrido su espíritu de toda conmiseración posible.
 “Que esa culpa la sientan otros. Los que mienten, los que ponen la cara del honor, del respeto, los que son ajenos a la felicidad, a pesar mostrarla como propia.”

 “Al fin frente a frente.”
 “Así es.”
 “Por qué huías?”
 “Lo sabés.”
 “No sé. O tal vez sí.”
 “¿Entonces?”
 “Quiero oírlo.”  “Se trata de una marca.” 
 “¿De qué hablas?” 
 “Tu hermana, Irene, tiene un lunar. Como vos, cerca del pubis.”

 La mujer salió corriendo tapándose la boca. Al llegar a la esquina chocó contra un árbol y se cayó. Dos o tres personas se apuraron para socorrerla.
 Román miró la escena, dio media vuelta y siguió su camino.
 Pensó que todo eso era una simple tribulación.

                                                                           Buenos Aires, Enero de 2014




“UNA FICCION RAZONABLE”

 Ambos, cada uno con su secreto.
 Se conocieron,  se enamoraron y se contaron,  de a poco,  una buena parte de sus vidas, muy cortas, ya que eran jóvenes. Omitieron ese misterio personal que no revelaban, muy guardado quien sabe dónde.  Valía el trato franco, cordial, amistoso, de amantes con toda la vida por delante.
 Delia amaba a los niños y había encontrado en la enseñanza un cauce para ese sentimiento, seguramente maternal. Pero no anhelaba no haberlos tenido, los suyos. El,  Víctor, gustaba de la vida mundana y cultivaba amistades, la mayor parte de ellas logradas en las ventanillas del hipódromo dónde era empleado.
 Gozaban del mundo, eran alegres y sociales y, en el barrio donde vivían –en las afueras del centro de Flores- eran queridos, casi admirados. “La pareja perfecta” los llamaban. “Lástima que no tienen hijos”, también comentaban, por decir algo.
 El secreto existía, claro. Cada uno con el suyo, bien guardado quién sabe dónde… ¿Tal vez casi olvidado?
 Una noche de otoño, luego de muchos años, discutieron.
 Otro día, quizás en invierno, volvieron a hacerlo.
 Una madrugada ella fue hacia el balcón y estuvo un largo rato mirando hacia abajo.      También él, una y otra vez, fue a su viejo saco de invierno que ya no usaba y revisó, también una y otra vez, uno de los bolsillos internos.
 Entre ellos y sin saber por qué las simpatías se aplacaron. Y apareció ese rencor.
 Una noche, cerca de la Navidad, el volvió antes de lo previsto y la sorprendió en la cama, su cama, con un extraño.
“Es mi amante, siempre lo fue”. La sonrisa de la mujer era desafiante. Él pensó en las rejas de la ventanilla del hipódromo y también en las otras. No le importó. “Sos como mi madre, una puta”. De un tirón abrió la puerta del ropero y buscó el revólver,  que siempre estuvo al  acecho.  Pero no lo encontró, no estaba allí esperándolo. Fijó sus ojos en la mujer. Ella le apuntó, con una mueca dura y con dos balazos sació su sed. Él cayó.   Pensó en las rejas pero casi sin verlas.
 Secretos. Amores. Deseos inconclusos… ¡Quién sabe…!


                                                                                                               Buenos Aires, Marzo de 2015
“A VECES, TODO ES COTIDIANO”

 Cuando Elsa entró al cuarto de su hermana, descubrió que ésta yacía sobre la cama, con un brazo colgando, los ojos y la boca  abiertos, seguramente muerta.
 “Qué contratiempo”, pensó, “Pobrecita, pasarle esto justo hoy que festejamos mi cumpleaños. Con lo que a ella le gustaban las fiestas…”.
 Salió de la habitación, cerrando la puerta quedamente y bajó las escaleras, apesadumbrada. Mientras lo hacía se acomodó el pelo, gesto repetido cuando estaba preocupada o cuando algo se le instalaba en la cabeza vivamente.
 En el living se sentó frente al televisor, dispuesta a mirar el capítulo final de la novela de las cuatro.
 “Una  coincidencia”, volvió a pensar, “Hoy terminan dos historias, la de Ana María, pobrecita y esta de la tele, tan larga y apasionante. En fin, es así, no  hay remedio”.
 Se acomodó en el sillón, cruzando los pies. Después, todo se resolvería. Como siempre, la vida es siempre un después.

 -Entonces… ¿Hoy no hacés el festejo?
 Ella notó que la voz de la amiga estaba un poco crispada, con cierto enojo.
 -No, claro. Imaginate que tengo que solucionar el problema actual de mi desgraciada hermana. No vamos a brindar con la pobrecita allí, a escasos metros, con su cuerpo enfriándose cada vez más. A ella no le gustaría.
 Seca. Una información amable pero seca.
 -¿Y tu marido qué dice? El, que como siempre está a tu lado… Te envidio. ¡Vos sí que tenés suerte, Elsa!
 Ahora percibió ese tono irónico, envidioso, falaz.
 -Claro que siempre me acompaña, por fortuna y por mérito propio,  desde hace casi veinticinco años…Vos, que estás soltera,  no sabés lo importante que es eso…A veces es un peso, claro,  pero, pero…Pero ahora no está, su trabajo, siempre su trabajo que lo hace recorrer el país con eso de las auditorías… Todo eso para tenerme como a una reina, ya ves.
 -Es verdad,  justamente, es verdaderamente un hombre sacrificado…Y todo por vos y para vos. Así vale la pena… aunque estés mucho tiempo sola. Comprendo. Decime… ¿Las demás ya lo saben?
 -Por  supuesto, ya me avisaron que me traerán el regalo otro día, cuando mi ánimo mejore. Ya me lo dijeron.  Después que pase este momento tan ingrato.
 -Ah, los regalos…Bueno, te llamo o nos vemos. Adiós, querida…Contame… ¿Cuántos  años cumplís?
 -Cinco menos que vos, creo. Hasta pronto, amorosa.
 Fin de la comunicación.
“Asquerosa. Y envidiosa. Esta nunca me quiso. Lo único que le interesa es venir a  pasar el rato, aprovechar para hablar mal de las ausentes y comerse diez o doce sándwiches de miga, como la última vez.”

 Entonces se decidió.Vinieron el médico, la policía, un fiscal y por último la ambulancia. Los trámites fueron rápidos, un poco obscurecidos por la falta de premura en el aviso del deceso.

 “Miren esto. Hay algunos que creen que no tengo otras cosas en qué pensar. Creen tener siempre la razón.”

 Abrió las ventanas. Sacó las sábanas de la cama y el cubre azul-celeste que habían heredado de sus padres.
 “Un día perdido. Justo el de mi aniversario, pobrecita, se fue como vino, sola. Bueno, así es la vida. Sin hermana y sin marido. Mañana voy a ver si voy al cine. Tengo que distraerme un poco, claro. Le voy a decir a Martha, que le gustan las películas argentinas,  como a mí.”
 
  Justo al salir, descubrió algo que estaba casi debajo de la cama, como asomado.
  El sobre era blanco, rectangular, sin ningún destinatario ni leyenda. Por supuesto, lo recogió rápidamente.
  “¿Le habrán enviado una carta, después de muerta…? Quién sabe. Aunque ella era tan creyente, la pobrecita, que todo puede ser. O a lo mejor la escribió ella, aunque veía tan poco que… no sé…”
Se sentó junto a la ventana para leerla tranquila. Cuando corrió las cortinas para tener más luz lo vio. Estaba quieto,  enfrente, vestido de negro y con anteojos obscuros. Había en ese hombre algo familiar que la puso nerviosa.
 “Dios mío…Dios mío…hermana mía, algo pasa.” Se puso tan tensa que se golpeó el dedo gordo del pie con el borde de una mesita.
  “Mierda”. En eso sonó el teléfono. Fue corriendo y levantó el tubo. Nada. Del otro lado silencio y un “clic”.

 La carta, la carta. Se puso muy nerviosa. ¿Qué significaban esa llamada y ese hombre allí debajo, vestido de negro. No era ni miedosa y mucho menos supersticiosa,  pero todo había sido tan vertiginoso. Esa… ocurrencia de la pobre Ana María, de morirse justo ese día sin haber estado enferma, ni una bronquitis, nada de nada. Y la novela, además, que había terminado con ese final tan raro… Y sus amigas, que ni siquiera la habían saludado para darle el pésame. La confusión la embargaba. Fueron al cementerio, eso sí, pero dolor no, ninguna de ellas derramó siquiera una lágrima, aunque sea por compromiso. Putas,  no expresaron nada. “Todo se junta, todo”.  Un día complicado, exasperante para ella que se sabía tan calma.
 A ver, la carta.

“Querido Carlos, quiero decirte que a pesar del tiempo que ha pasado, lo nuestro sigue tan inalterable como siempre.
 Ahora me siento libre, muy libre. Hasta me he quitado el prejuicio que vos pertenecías a mi hermana y que yo estaba traicionando a la pobre Elsa.
 Tus besos, tus caricias clandestinas, esa mirada furtiva, cómplice y cálida que me regalabas en esos momentos en los que no estábamos solos son un tesoro que ha acrecentado mi amor por vos.
 Y bien…quiero decirte que sí, que estoy de acuerdo, que cuando lo dispongas nos iremos lejos, vos y yo, para iniciar un nuevo capítulo en nuestras vidas y cumplir con nuestro destino de…”

 Una puñalada en medio de su corazón. “Doble traición. La de su hermanita, ingenua, casta, tímida y dócil y la otra, la de su marido, ese hombre recto, formal, creyente, educado que tanto amor siempre le prometió…”

 Fueron puntuales. Quedaron a las cinco de la tarde y allí estaban. Vestidas de primera, una de ellas hasta se había puesto guantes, que ya no se usan. La otra, como siempre, la pollera muy corta como una jovencita. “Estas exageran la nota.” La mirada de Elsa fue, de cualquier manera, amable.
 Después de la entrega de regalos (Un juego de jabones, un “foulard” y alguna que otra pavada) se sentaron y tomaron el té.
 -Pobre Ana María, se fue sin despedirse…
 -Como una santa. Lo que fue.
 -Lástima no haberse casado. Nunca lo quiso, porque seguro que pretendientes tuvo…
 -Claro, con lo bonita y simpática que era…
 La conversación, entre taza y taza y masas que iban y venían, se redujo a esos comentarios, formales, de personas bien educadas.
 -Decime… ¿Qué dijo Carlos cuándo se enteró?
 -Bueno…saben que él está de viaje, recién había llegado a Mendoza cuando lo llamé. No hablamos mucho, se entristeció, claro, sobre todo por mí, me dijo…”Se fue tu hermanita querida, parte de tu alma…”
 “Una pequeña mentira, para sortear la situación frente a estas arpías.” Y las miró,  sonriendo.
 -¡Qué poético!
 “Bruja.” Volvió a sonreír, esta vez lánguidamente.
 Las despidió con una sonrisa, un hasta siempre.
  Al cerrar la puerta pasó frente al retrato de su hermana, ése que le habían pintado cuando cumplió los quince. Lo miró y siguió de largo.
 
 “¡Qué manía la tuya de cerrar las ventanas, como si la luz no existiera!”
 Encendió la luz y se sacó los zapatos, sentado en la cama.
 -¿Te preparo un tecito, Carlos? Debés estar cansado.
 -Sí, los pies me explotan.
 “Estoy lista. Cuando sus patas  le explotan, hieden horriblemente. En fin, aguanté tanto que merezco un monumento.”
 Entonces fue hacia la cocina mientras el hombre se quitaba la ropa.     
 Cuando volvió al cuarto las ventanas estaban abiertas y ella volvió a cerrarlas.
 -Tomá, querido, aquí está tu tecito. ¡Qué cosa, no? Te compraste un traje negro…Intuición, quizás…Pobre Ana María, una vida para nada. Solo tuvo un atisbo de esperanza casi a último momento…
 El hombre la miró.
 -Claro, vos no estás enterado. Estaba saliendo con un hombre, un ex compañero de su trabajo…Menor que ella, claro. ¡Y estaba tan contenta! Pero así son las cosas…El destino no quiso que fuera feliz.
 Un largo suspiro.
  -En fin…Querido, me voy un rato a mirar la tele. Que duermas bien…
 El hombre la miró, nuevamente. Se tapó, se dio media vuelta y se dispuso a dormir. Pero no pudo, pasó la noche en vela.
 
 Allí estaba ella, eternizada en ese retrato de los quince. Esta vez se detuvo. Pensó en descolgarlo pero no lo hizo. La miró fijamente. “Esclava de sus propias virtudes… ¡Sí, buena atorranta habías resultado!”


 Y fue hacia el living, encendió el televisor y se dispuso a ver una película. Ese día pasaban una muy antigua, de Joan Crawford… “Entre el amor y el pecado”.

                                                                                                  Buenos Aires, Noviembre 2016



“ Moments.”
1.Claire.

 Elle se réveille trop tôt tous les jours, du lundi jusqu' à dimanche. La femme bien sait qu'elle se réveille trop tôt.
 Ses yeux cherchent le plafond blanc, le paysage habitude, ce qui commence sa journée.
 Après, elle va aux toilettes. Elle ouvre, donc,  les fenêtres du salon et regarde le ciel.  Son visage devient heureux si le soleil brille ou triste si les nuages sont en attendant pour rentrer.
 Elle fait le petit déjeuner et le téléphone ne sonne pas.
 Elle déjeune, plus tard,  et le téléphone insiste en son silence.
Aprés midi, elle va à l'armoire de la chambre à coucher et révise et accommode les robes qu'elle a portées la veille.
 Â seize heures, elle s’ assied dans le fauteuil et allume la télé. Elle a l’ espoir que le personnage principal rencontre, finalement, son grand amour. Mais non, ce sera demain.
 Alors, elle ferme les yeux et s’ endorme. Une petite sieste de quinze ou vingt minutes, qui passeraient très rapidement. Mais non, ce soir la durée était plus longue…une heure demi , presque deux heures?
 C’ est chaud, maintenant. Elle pense à la fièvre, qui d’ habitude la visite. Alors, elle reste immobile, en attendant à s’ améliorer.
 Ses yeux ne sont pas obéissants, c’ est pour ça qu’ elle insiste et qu’elle regarde le téléphone de nouveau.
 Elle sent de la pitié pour les muets, mais pas pour le silence.
 La femme soupir et décide d’ aller autrefois vers la fenêtre. La rue est vide; le soleil est sur le point de se coucher et le ciel montre la couleur de l’ hiver. Quand elle tourne au milieu du salon, elle regarde ses pieds et après elle aussi cherche le miroir pour voir son corps tout entier. Elle s’ arrange la jupe, la repase avec ses mains et accommode ses cheveux.
 C’ est le moment de l'inquiétude. Elle commence une ronde dans le salon, de gauche à droite et de droite à gauche, presque autour de soi-même; soudain découvre une mouche et, lentement va vers elle pour la tuer.
 D’un coup, elle s’arrête et pense au frigo. Elle va à la cuisine et en ouvre la porte. Le poulet rôti est là, en attendant le diner de la veille. Le partagé a été son destin impossible. D’ un autre coup elle ne le voit plus.
 Un léger air d’ angoisse s’ aproche. La dame va vers l’ armoire et prend le manteau, le plus brun; après maquille ses yeux et les lèvres. La femme ouvre la porte d´entrèe et, toute de suite, elle s’ en va.

 Elle revient sur le point du jour, seule. Ainsi qu'elle est sortie, elle est rentrée. Maintenant, et c'est très curieux, elle n’est pas soiffée moins affamée.
 Elle va au frigo, prend le poulet rôti, ouvre la fenêtre et le lance sur la rue. Finalement, elle cherche un petit tissu et nettoie la vitre où elle a tué la mouche.
 Elle décide de se coucher. Un temps sans rêves. Blanc. Elle sait que ce sera impossible,   tous les jours elle se réveille tôt, trop tôt.
                                                                                
                                                                                            Buenos Aires, 24 de Mayo de 2016
2.Sébastien.

 Deux heures après minuit. Le garçon se réveille et, en écoutant les bruits sourds qui viennent de l'autre appartement, ceux de la voisine  il décide, finalement, de se lever et d’ aller à la recherche de l'origine de ces rumeurs.
 Il appuie l’oreille sur le mur. On entend des soupirs, des petits cris, des essoufflementes.
 Le garçon connaît bien la voisine. Il s‘agit d’une femme grosse, blonde, qui a une grande poitrine très voluptueuse.
 La lumière pénétre à travers d’ une felûre qui se trouve dans la porte en bois de la chambre, si petit comme ces des aiguilles. Mais il n’aime pas cette clarté intruse, donc il l‘élimine avec un mouchoir qui permet de retourner à l’ obscurité la plus intense. Parfois, les ombres sont bonnes. 
 Lors même qu’ il n’ est pas fatigué, il va au lit de nouveau et regarde le bandoneon qui se trouve sur un siège. Il y a longtemps qu’ il ne joue pas du bandoneon. Il pense aussi au Lycée. Les vacances d’hiver sont bien venues, surtout pour le bien dormir.
 Il large son bras et caresse l'instrument. Le clavier a des boutons tièdes et son corps déplie quand sa main l' allonge. On sonne une lamentation légère, moins forte que cettes qui s'écoutent à travers les murs.
“Tu es mon prince….”… ”Et toi, tu es ma reine, viens avec moi…”
 Après on entend un siège qui tombe et les rires, pleines de la joie.
 Qui est-il? Il ne peut pas penser à l' homme qui accompagne la dame mais, il peut penser au corps blanc et morbide de la femme, même son regard, profonde, intense comme lui l' aperçu ce jour de printemps depuis longtemps quand ils s'étaient croisés dans le couloir.
 On entend, maintenant un cri plus intense, presque à tue-tête, peut-être le cri de la douleur ou du plaisir. Le garçon sort du lit et s' assied dans le petit banc consacré au bandoneon. Il joue, alors, des sons les plus graves, d’ un tango inconnu ou ignoré,  sans l' importer l’ heure et le silence que la nuit provoque. Il regarde les murs. Il y a,  à peine,  vingt centimètres qui séparent son bandoneón de la dame et de l’ homme qui s’ abbandonent au plaisir. Il pensait à la femme,  à ses lèvres, à sa bouche et à la salive épaisse qui se passe d’une langue à l’ autre.
 Donc, il se garde dessous les nappes et la grosse couverture, avec le geste de se proteger. Peut-être.  Ses mains dansent, à l'abri de la chaleur et finalement son esprit et son corps produisent l'explosion qui trouve la paix de la relaxation.  
 Un fleuve, le fleuve de l‘abondance parcourt ses jambes et va vers l’ infini.
 À la fin, il s'endorme avec l'espoir de posséder les images qu’il imagine et qui ne sont pas que les rêves qui se sont réveillés: le son du bandoneon et la voix du plaisir toujours imaginé.

 Au matin suivant, le garçon écoute les pas des chaussures à talons qui traversent le couloir. Donc, il imagine qui est qu’ il y traverse.
 Une chevelure blonde qui s’ eloigne pendant que le soleil commence à briller.
                                                                                       
                                                                                       Buenos Aires, 27 de Mayo de 2016

 3.Marie-Thérèse et Raoul.                                        

 L’ homme est assis au bord du lit. Comme d'habitude, il est déjà prêt à prendre les vingt-cinq gouttes nécessaires pour appeler une bonne nuit de sommeil. À côté, la petite lampe brille d’ une manière tiède. Il prend le verre et boit, avec un geste qu’ il suppose presque héroïque. Il sourit en pensant à cet adjectif.
 Maintenant la dame entre à la chambre. Elle est déjà habillée pour aller au lit. Elle sait qu’ elle a, aujourd'hui,  changé les nappes et-t- elle devine le parfum qu'elles envahiront à son corps. Elle avertit de la simplicité de cette pensée et de ce fait mais, elle aime qu'il soit comme ça.
 L’ un à côté de l’ autre. L’ homme regarde, silencieux, le plafond blanc; la dame a pris son livre, un roman, et continue à le lire.
 Ils savent qu’ il y a presque un demi-siècle qui leur sépare de la jeunesse. 
 L’ homme accommode son corps, dos à dos, les jambes pliées, loins de la femme. Ce fait a fâché toujours à la femme, qui sent qu'il s'agit d'une manière de mépris. À l'égard de l'homme, il a toujours détesté que la lampe reste allumée jusqu’ à l'arrivée du soleil. Il a des problèmes avec le sommeil (c'était déjà dit) et son humeur devient rapidement en colère, sourde.
 Habits, chacun avec le sien.
 La sonnerie de l’ horloge du salon marque une heure après minuit.
 L’ homme ouvre la couverture et sort du lit. Il va aux toilettes. La dame se quitte les lunettes et, en soupirant, elle laisse le livre sur la petite table de nuit.
 On passe un, cinq, dix minutes.
 La femme,  sort aussi du lit et va vers la porte fermée. Elle essaie d’écouter ce qui se passe aux toilettes. On entend la toux de l'homme, sèche et courte. Quand le réservoir du bain sonne, elle tourne rapidement au lit. Tout de suite la femme prend le livre et de nouveau porte ses lunettes.
 L’ homme revient, ses yeux gardés derrière le petit masque qui évite la lumière. Sa marche est maladroite, c’ est quelle d’ un aveugle… Cependant, il arrive au lit. Le regarde de la femme est dur, péjoratif.
 Elle éteignait la lampe. Maintenant l’ obscurité s’ appropie de la chambre.
 Pendant que le sommeil arrive, la femme pense à la protagoniste du roman qu’ elle lit: Emma. Au début de la lecture, elle l’ avait considéré une femme sans scrupules; mais… maintenant elle comprend qu’il s’ agit d’ un personnage qui est très insatisfait et c’ est pour ça qu’ elle continue à la recherche de l’ amour sans l’ importer quoi…
 Finalement, la femme s’ abandone et s’endorme.
 A son côté, le mari se réveille. C'est la pause habituelle pour les prières. Vingt minutes consacrées à Dieu au milieu de la nuit. Lui demande de la paix nécessaire pour supporter cette étape, la finale de sa vie. Il parle avec Dieu et lui dit qu'il souffre, qui n'est pas heureux et qu'il espère de la générosité du ciel.
.
 Après le dernier Amen, il reste plus tranquille et tourne à dormir.

 Au matin, quand ils sont en train de faire le petit déjeuner, en dehors, on entend, des cris, des lamentations, des récriminations.
  Ils abandonnent la table et vont rapidement vers le balcon. Il s'agit d'un homme et d'une femme, très jeunes qui discutent. Finalement, la colère cesse et ils s'approchent et s'embrassent d'une façon très passionnée. 
 
En haut, la dame ferme la fenêtre, met les rideaux et ils, deux, poursuivrent le rituel quotidien.
                                                                                      

                                                                                                              Buenos Aires, le 30 mai 2016



“LES ADIEUX”
 Le silence, pour elle, c’ était le salut. Il y a déjà longtemps de la séparation.
Six moins, peut-être plus. C'est déjà suffisant; le temps convenu. Il s'agissait d'une relation si longue même le temps de l'adolescence de la femme. Alors, le moment du point définitif est arrivé.

 Elle prend sa veste d'hiver, son chapeau à laine et –décidée- marche à rencontrer la calme personnelle ou l'état qui s'approche à ce sentiment.
  L’ hiver est déjà passé, une saison pleine de doutes, peurs, soucis.
  Maintenant, le temps est encore frais, malgré printemps, qui est prêt à arriver.
  Elle a pris le métro et a descendu juste au commencement de rue Florida.
  Pendant le trajet elle a senti ses mains si froides comme la glace. Elle sait que, depuis son enfance, s’ agissaient d’un signe de nervosité.
  “ Facile à comprendre, inutile à expliquer. Comme ma vie, peut-être. Enfin, c' est ça”.

 Ce matin elle a consulté le miroir et celui-ci l’a donné l’image la plus triste de soi-même. 
Le temps se passe et laisse ses marques…Elle voit son visage, aussi sa tête très angoissés par tous les sentiments variés qu’ elle a supportés, même qu'elle n'avait pu de chercher une solution efficace.
 “Bon Dieu, qu’ est-ce que j’ ai fait pour mériter ce châtiment?”
 Si bien qu'elle pense que tout se passe, elle saurait aussi que cette histoire est difficile à résoudre.

 La mémoire… 
 “Tout a commencé ce´jour-là, quand j'ai découvert, encore au lit, que le portrait de maman, était cassé, les petites pièces éparpillés sur la table de nuit. En plus et surtout, il y avait le sourire de moqueur, le plaisir d’ un mâle dessiné dans ses yeux, tout à plein, l’ innocence  bien déguisée de politesse…La canaille aussi à plein.
 Lequel était mon crime?”

 Il habite dans un quartier élégant, peut-être l’un des plus riches à Buenos Aires.
 Debout au coin elle pense à monter un taxi, mais elle réfléchit et décide de marcher à pied, malgré la distance, assez longue. 
 Elle a besoin de penser son discours et de choisir les idées et les mots à fin d’éviter des blessures inutiles. Elle a besoin, aussi,  de prendre son temps…d’ être astucieuse…
 Par rapport à sa vie actuelle, la femme a déjà planifié les jours de l’ avenir: elle consacrer à  son futur à l’ apprentisage où, serait mieux bien dite, au développement de la sensibilité à travers de l’ art et de son métier d’ architecte.
 Cette sera sa harangue…”argumentatif” face à lui.
 
 La mémoire ou l’ imposition de l’ esprit…
“Tu es si dur comme une pierre, ta tête ne marche pas, on peut dire que n’y marcherait plusOn manque de l'intelligence la plus nécessaire, tu sais”.; 
L’ homme grimace, comme d'habitude, l'ironie mélangée avec la cruauté.

 Elle respire fort, décidée à traverser la rue, les huit cents mètres de la foule en mouvement pour arriver à son propre… enfer?
 Les magasins sont encore ouverts et, pendant le parcours, elle écoute des mots, des phrases, les dialogues d'un monde d'abeilles qui sont en train de fabriquer le miel amer de la routine.
 -“On doive faire un cadeau….”
-“Ce mec-ci est un imbecile, tu sais…”
-“Merde…les trottoirs…tous cassés comme d’ habitude…”
-“Mais, non…je ne suis pas fachée…”
-“Dollar…dollar…euros…”
-“Laissez-vous de sangloter…” 
 En plus… la musique, qui s'entend, different à mesure qu'elle avance. Les éclats indiscrets, les rires des enfants, les claxons qui sonnent au loin, les voix, quelques très hautes, légères les autres. Un homme qui s'approche et lui propose une invitation inutile qu’elle réfute avec un regard dur. Enfin “les bruits du monde”.
 Elle continue sa marche,  légèrement parfois, lentement des autres.

 La mémoire, de nouveau…Toujours la mémoire…
 Il était, à ce moment, en bonne santé. Un homme entier.
 Les nuits, la femme souvient les nuits où elle était obligée à se réveiller quand elle sentait les mains en fer de l'homme qui étranglait son cou juste à l'angoisse, juste au moment de la perte de l'air, quand son visage, ses mains et son corps tout étaient en train d'exploser.
 Elle ne pouvait pas de faire même pas des cris… 
 “Je vous salue, Marie, pleine de grâce…" La prière continue juste quand le sommeil recommence…
 En plus…
 C’ était le moment où l'accident arrivait à sa vie. 
 La dernière fois l'homme restait assis, face à l’ ecran de l’ ordinateur, comme d’habitude. “C’ est mon boulot”, disait lui. “J'aime les corps nus, les femmes grosses, des seins grandes, voluptueuses…Et toi, regarde-toi, tu es si maigre même un fil d’ acier oxydé…Tu es l’ object de mon mépris mais je suis un être humain et je suis très inquiet à ton sujet, parce que tu es…enfin, je préfère ne dire rien. Ne pas parler, la discrétion c’ est l’ une de mes vertus favorites.”
 Elle souvient aussi la lumière du salon ce jour d'autonne. La grande fenêtre ouverte à la peine et le tissu fermés pour éviter, surement, les images extérieures.

 Maintenant, la rue distrait.
 Les gens fatiguent la marche plus encore. Elle a la sensation d'être très vexée et a besoin de faire une pause, de respirer. La femme entre au bar le plus proche et demande par un café bien fort. Elle pense qu'elle éloigne le moment de l'arrivée chez l’homme. Il s'agit de la peur… peut-être? Oui, mais d'une façon ou d'une autre elle sait que la fin est sur le point d'arriver. Alors, elle soupir et essaie d’ enlever son esprit.
 La rue, de nouveau la rue et les pieds sus le trottoir.

 Le soleil est déjà en train de se coucher. La femme arrive jusqu' au coin de la maison de l' homme et décide d’ atendre, au mois cinq minutes,  avant d’ arriver chez lui. Elle lève sa tête et regarde le balcon vide, comme d’ habitude. Il y avait, au passé, une cage avec un perroquet, peut-être déjà mort. L’ oiseau disait, d’ une manière habituelle sa phrase préféré …”Merde, je m'en fous…”
 Alors, plus tranquille, elle y va.
 Dans la porte, debout, il y a un homme qu’ elle ne connaît pas.
 -Bonjour Madame…
 -Bonjour Monsieur. Je cherche Paul, le gardien…
 -Oui Madame. Moi, je m’ apelle Jean et je suis le nouvel employé de la maison. Monsieur Paul est déjà retraité.  Vous cherchez Monsieur Mariani, non?
 -Oui, c'est vrai.
 -Alors, allez-y s’ il vous plaît, il vous attend, Madame.
Je peux lui annoncer que vous êtes déjà arrivé. Entrez-vous…
 
-Merci.
 Dans l'ascenseur elle réfléchit, surprisée, à propos de cette réception planifiée. Elle sait qui affronte  une situation difficile. Elle a eu, dans sa vie, beaucoup d'obstacles, en vivant des aventures très dangereuses, mais celles-ci ont succédé au passé, très lointaine pour la femme; bien que cet instant serait, peut-être, le plus grave; une tâche importante dans son existence.
  L’ ascenseur, soudain, s'arrête. Cinquième étage. Le couloir est bien illuminé. Il y a une carpette, aux desseins orientaux, qui traverse le sol. La femme va à gauche, à la recherche de la porte principale de l’ appartement. Finalement, malgré ses doutes et son indécision, elle y arrive.
 Elle sourit, pour s’ enfforcer. Un bêtise, surement.
 La porte d' entrée est demi-ouverte. On entend de la musique. Mozart, surement.
 Finalement, malgré ses doutes et son indécision, elle y entre.
 L’ homme se trouve assis dans la chaise roulante,  en dos à la femme. Il a les yeux fixes,  en regardant par la fenêtre, où se devinent les éclats de la nuit qui s'approche.

 -Bonsoir, Anna.
 -Bonsoir, Paul.
 La femme reste immobile derrière l’ homme.
 -Le temps se passe très rapidement.
-Oui…sis mois…presque sept.
-Tiens…c’ est ça.
 Je souviens très bien cette soirée d'autonne… Est-ce que tu as déjà pensé…c'est à- dire…décidée?
La femme tait. On écoute, à l'extérieur, la chanson du vent sur les arbres de place San Martin.
-Alors, nous avons formulé un pacte, un accord…
L’ homme attend.
-Tu veux un café, peut-être?
-Merci, j’en ai bu.
-Bon. Que penses-tu?
L’ homme éloigne sa main vers la lampe la plus proche. Le salon s'illumine. 
-J’ ai déjà pris une décision.
-Aha...laquelle?
-Le destin., oui, le destin…le destin n'a pas été en retard pour moi.
 Une pause, la femme a besoin d’ une pause.
  -Je veux te dire que je te déteste. Je veux te confesser de ma souffrance au moment de rester chez toi.
 -C’ est-à-dire que tu as découvert le futur?
 -Non. Le futur avait comencé finalement au moment précis, ce jour-là, où tu avais exercé la violence comme une façon de me dominer. J’ avais découvert que celui-là était ton plaisir préféré. Une méthode. Tu sais que si j’essaie de les chercher,  je pourrais encore trouver les marques brutales que tu as imprimées dans.mon corps.
 -Une idiote, tu as toujours eu le comportement d’ une idiote. Tu m’ as accepté, tu m’ as aimée en ayant su ce profil-ci de ma personnalité. C’ était ça. En plus y poursuivra…
 -Non. Non, non, pas de bavarder…Tourne la tête. Mais, non…Attends-moi, c’ est toi l’ handicapé et c’ est moi qui vais te chercher…
 Elle marche vers l’ homme pour s’ installer face de lui.
 Finalement, les yeux dans les yeux. Leurs regards sont croisés.
 La femme affronte l’homme, d’ une façon dure. L’ homme se montre indifferent et soutient les yeux d’ elle d’ une manière bien aggressive.
 Dans ce point, elle comprend que son argumentatif à propos du changement de sa vie, et de l’intention pacifique qu’elle avait prévu, c'est vraiment inutile. La femme veut aussi de se montrer comme une femme adulte qui prétend développer sa vie professionnelle d'une manière solitaire, plein d'indépendance, libre. Tous les raissons possibles ne sont pas efficacies, même inutiles face à cette situation.
Alors, on doit assumer et utiliser le dernier recours, malgré l'efforce et la souffrance que ce ça signifie.                                  
  Face à lui, la femme ouvre sa veste.
 -Tiens! Maintenant tu peux me voir. Je suis enceinte. J’ attends un enfant. Il s’ agit d’ une fille. Le genre est confirmé.  En plus, je t’ annonce que je suis tombée amoureuse d’un homme, un garçon qui est employé au Palais de Justice.
  Le regard de la femme est plus dur.
  -Et j’ insiste, je t’ haine, à la manière la plus profonde de mon âme, de mon coeur, tu sais…J’ aimerais un coup que finisse cette cauchemar et qui permette que je sois libérée.
 Alors, l’ homme tourne la chaise à rouler.
-Adèle…au secours Adèle…!
Une porte s'ouvre et Adèle, la serveuse, arrive.
-Monsieur…qu'est-ce que se passe? Mademoiselle…enchantée de vous revoir…
-Pas de politesse, Adèle... Cette femme-ci est devenue désagréable. Elle m'a menacé d’une manière très dangereuse… Elle a porté un grand couteau, qu'elle a lancé à travers la fenêtre jusqu’au moment de mon appel en demandant pour vous…
 -Mademoiselle…
 La voix de la serveuse était menaçante pendant qu’ elle regarde le patron.
 -Ouvrez-vous la porte, Adèle, et laissez-vous partir la dame. J’ aime la clarté d’ être tout seul.
 -Moi aussi. J’ aime la clarté et ma fille s’appelerais “Claire”. Ce sera le prénom que je choisirai; juste le contraire à  cette obscurité,
 -Merde. Salope…sortez…allez-y! Adèle, éteintez-vous toutes les lampes.
 L’ homme retourne sa chaise à rouler en face la fenêtre.

  Donc, la rue, de nouveau.

  Finalement, fatiguée et très énervée, elle arrive chez elle.
  La femme se deshabille; lance la veste, sa jupe, les chaussures sur le sol et reste avec le linge seul. Elle pose sa main sur son ventre. La partie la plus pire est déjà terminée.
 Alors,elle va vers la fenêtre et regarde les arbres déjà bruns pour la nuit qui arrive.
Elle pense à l’homme inconnu qui a fait l'enfant. La femme ne souvient rien de lui. Elle sourit; c'était ce jour-là où elle est devenue prostituée. 
 Cet homme-là a été une ombre, comme celles-là des arbres.Elle sent que, malgré tout, ce qu’ elle a fait a été douloureux.
 Alors, elle pense à sa mère et à la sainte Vierge qui avait couroné son lit d’ enfance.
 La femme sait aussi que, maintenant, elle reste toute seule.
 Après, elle s’ assied à la table destinée pour dessiner et commence le travail. Mais, il y a encore beaucoup de nuages qui traversent son esprit.
 La mémoire, la mémoire… c’est difficile à vaincre.

                                                                                             Buenos AIres, le 30 mars 2017 




“RONDO CAPRICCIOSO”
 La descubrí sin darme cuenta, sentada junto a una ventanilla, la mirada trémula como siempre, pidiendo permiso para ver lo que veía.
 No me extrañó el hecho de que ella hubiera muerto hace cuatro o cinco je ne pouvais rien souhaiter de plus beau que ton amitié, bisousaños; lo que si me resultó raro fue encontrarla allí, en un tren yendo hacia Marsella.
 El asiento contiguo al suyo estaba ocupado, también los más próximos.
 Desde mi lugar, tanto la miré tanto que hasta uno o dos pasajeros, o más, comenzaron a observarme, a vigilarme suavemente más bien, desconfiando de mi insistencia hacia la anciana. Estaba ese hombre que cada tanto consultaba la hora y,  disimuladamente, mientras lo hacía, se fijaba en mi y también una mujer, madura ya, que simulaba leer sin quitarme la vista de encima.
 Entonces, abandoné mi guardia. Mis ojos también se abandonaron a ese paisaje acuchilado, con esos colores que dan los frutos de la tierra e iluminado con ese sol casi dorado de la Provenza.
 El tren aminoró la marcha y al rato nomás se detuvo en una estación. Muchos pasajeros bajaron, entre ellos el vecino de  doña F. (No quiero dar su nombre, ya que sus hijos y nietos viven y talvez saber de este encuentro podría  ilusionarlos o quizás, por qué no, hasta amargarlos un poco.) También descendieron quienes me controlaban, el hombre que simulaba consultar la hora y la mujer que leía falsamente.
Me acerqué y me senté a su lado.
-¿Cómo está, Doña F.?
 Ella me miró, luego apartó su mirada hacia la ventanilla.
-Aquí me ve, hace bastante que no lo veo. ¿Todavía tiene a su gato?
-No, el pobrecito se fue.
-Menos mal, le confieso que me daba mucho miedo y hasta, casi por su culpa, lograba malquistarme con usted. Ahora ya no, estoy tranquila.
 Se produjo una pausa y aproveché para desabrochar mi saco.
-Ya veo… No quiero ser indiscreto… ¿Está de vacaciones o quizás viaja por razones familiares?
-Ni lo uno ni lo otro. Motivos profesionales, diría. Marsella es la cuna de los “calissons”.
 La miré algo desconcertado, esperando una aclaración.
-Si, una música hermosa… Verdaderamente.
-Si le parece, podemos cambiar opiniones en cuanto a eso. Hay músicas hermosas, siempre. También las hay muy feas, esas que hieren los oídos. Cuando era más joven me gustaban los tangos, esos bien arrabaleros. También los cantaba. Mi madre me retaba cuando me oía; decía que las señoritas finas solo se dedicaban al piano o al arte lírico. Así era ella, un poco rígida, pero gozaba de buena salud. No sé si vive todavía. Quizás se instaló en casa de mi abuela…se llevaban bien, y  si viven juntas espero que la armonía continúe.
 Dicho esto, continuó mirando por la ventanilla,
-Claro, la salud…es importante. ¿Y los…los…?
-¿”Calissons? ¿Eso quiere preguntar? Lo veo un poco turbado, joven…bueno no recuerdo su nombre, pero no me lo diga. ¿Para qué más palabras, para que se instalen en la cabeza y ocupen un lugar innecesario?
-Si. Los “calissons”, eso.
-Ya le explicaré, a su tiempo.
 Se hizo otro silencio. Confieso que me resultaba difícil remontar un diálogo con ella. Había cumplido noventa y nueve años cuando falleció y supongo que su cabeza, a esa edad, había percibido un cambio.
-Hace mucho que…falta del barrio. Los vecinos siempre la recuerdan. El farameceútco sobre todo. También Ana María, que dice que usted la vio nacer y el encargado, claro.
 En un breve instante, recordé a sus vecinos, su familia, a mi mismo, el dolor en el cementerio.  En Chacarita.
-A mí no me pasa lo mismo. No sé de nadie. Casi ni recuerdo dónde vivía, mi casa. Estoy obsesionada por la pastelería, las confituras, los dulces en general. De ahí los “calissons”, una especialidad marsellesa deliciosa. Algo que nunca pude fabricar…no, fabricar en este caso no, esa es una palabra bien fea, digamos…crear.
-¿Y sus hijos…sus nietos?
 Hubo una tensión imperceptible en la voz de la vieja, quizás sonaba un poco áspera.
-No sé a que se refiere, joven. Me parece que está confundido; quizás cree estar hablando con alguien que no es esa persona que está delante suyo.
-Usted se acuerda de mi gato. Eso quiere decir que yo la conozco, que yo soy esa persona.
-No es buen argumento. Mucha gente tiene gatos. También perros. Nunca me gustaron, ni los unos ni los otros. Mire, mire…Allá, hay un hombre ordeñañdo una vaca, esos animales si que me gustan. Son alegres.
-No alcancé a verlo, discupemé. Reparé en un tractor amarillo, eso sí.
-No es común confundir tractores con vacas.
 Por un instante, enmudecí.
-Claro. A veces me confundo, si le parece. Hábleme mejor de la repostería, si quiere.El tema me interesa.
-Nunca colgué el diploma. El curso lo terminé siendo muy joven en una escuela de la época, de esas llamadas profesionales,  pero luego me casé y a mi esposo, que en paz descanse, solo gustaba de lo salado; era diabético el pobre. Pero su presión arterial siempre estaba baja. A veces hasta se desmayaba…Pero, ojo, nunca lo hacía en público, le parecía de mal gusto. Todo fue por él, por ése. A pesar de todo fui una buena esposa, me porté casi como una mística aunque no soy muy religiosa, salvo mi devoción por una santa, Santa Petrona… Nunca voy a la iglesia. Pero si pienso en Santa Petrona… ¿La conoce?
-El nombre me suena, pero no sé si usted se refiere a…
 -No importa eso, sigamos. Mi deuda con el arte de cocinar es grande, bueno ya se lo dije…Ahora solo pienso en ellos, los “calissons”, manjar de dioses. Me consagraría cuando consiga hacerlos como se debe.
-¿Los…”calissons”? Claro…
-Bien dicho. Mire, mire, esa paloma viene hacia nosotros. Espero que no se estrelle contra la ventanilla. Tienen tanta fuerza esas aves que hasta son capaces de romper el vidrio.
-Tampoco la vi, doña. Ninguna paloma. Me pareció, en cambio, ver a una mujer saludando hacia el tren…
-No, no. Una paloma, eso era. Creo que estamos casi por llegar. Me espera un grupo de señoras, cocineras pasteleras, todas. Ellas me transmitirán todos sus maravilloso secretos.
 -Sí, estamos cerca. Unos diez minutos, más o menos.
-Más o menos, menos o más, da lo mismo. El tiempo vuela. Como los aviones. Espero que me ayude a bajar del tren, a pesar de no traer equipaje y viajar cómoda, los descensos son casi siempre peligrosos; además, tenderme una mano…, creo que sería un gesto muy interesante de parte suya. Un caballero. Como decía su mamá, que en paz descanse, “mi hijo es un perfecto caballerito”.
-Gracias, no sabía que conoció a mi mamá.
-¿Le parece importante eso? Saberlo, digo. Hay cosas que si merecen nuestra atención. La naturaleza y sus fenómenos, por ejemplo. Fijesé en la lluvia, ahora se largó un aguacero, son peligrosos, a veces vienen cargados de electricidad. Espero que cese antes de nuestra llegada.
 Otro slencio incómodo.  Aproveché para mirar por la ventanilla, con curiosidad. Y desconfianza.)
-Si, a veces, cuando el sol es muy intenso se lo puede confundir con la lluvia. Me parece que a usted…que a usted le pasa eso.
-Me pasan muchas cosas, ahora. A veces pienso que soy una desconocida, un ser intangible, un fantasma. Y a esos no se les habla, al menos tanto.En fin, en fin, tengo ganas de suspirar pero no puedo….Me habló hace unos momentos, creo que de mis hijos y de mis nietos.Es raro. Nunca me llaman. No sé nada de ellos ni ellos saben nada de mí; son como todos estos pasajeros, no tienen idea de quien soy ni les importa saberlo. Salvo usted, que es curioso y hasta podría  pasar por indiscreto. Digamos que me animaría a decir que lo vi nacer, igual que a sus hermanos. Por eso se permite, nos permitimos,  hablar de nosotros.
-No tengo hermanos.
-Ahora no los tiene, antes si. O quizás, más adelante. Nunca se sabe. No soy ni una persona mentirosa ni fabuladora.
-Cierto. No quise ofenderla, doña…
-Acepto lo que dice. Y ya que estamos, me gustaría más que me dijera señora, suena mejor, sabe. Resulta más elegante. Sobre todo viniendo de un hombre como usted…educado pero un poco joven todavía. Me parece que es mejor que se  dirija en esos términos hacia una dama como yo…un poco madura.
-Muy bien, señora. Fíjesé. El tren aminora la marcha. Estamos llegando. Realmente me gustó haberla reencontrado.
-A mí también. Creo que esta proximidad me resultará más grata cuando me ayude a bajar de este tren,  que huele tan mal, por otra parte.
-No lo he percibido.
-Su olfato no es muy fino, entonces. Pero dejémoslo ahí, no tiene importancia; olores, perfumes, delicias para los sentidos…Eso sí, mis “calissons” van a ser maravillosamente fragantes, se lo aseguro.
-No lo dudo. Bueno, Madame, parece que hemos llegado.
-Madame, eso me gusta más, pero el tren no se detuvo, llegaremos cuando se detenga.
 Una espera, un silencio. Ella continúa mirando hacia afuera. El tren se detiene. Yo aproveché para un último comentario.
-Ya está. Hemos llegado, mire usted cuánta gente, todos  apurados por bajar. ¿Se da cuenta?.
-Claro que advierto que la gente siempre está corriendo. En cambio yo, nunca tuve prisa y ahora menos. Deme tiempo, joven, descienda usted primero y yo lo haré al final. Mis maestras pasteleras me esperarán, ellas son bien pacientes, lo sé.
 Con una sonrisa, me levanté y dejé el asiento. Busqué mi valija, me ubiqué en el pasillo mientras los demás pasajeros avanzaban. Pensé en ella, en la vieja. La eternidad no endureció su mirada, en cambio su discurso se puso más enfático.
 Hice la fila, tranquilamente, en espera para descender.Bajaron todos, yo también. La gente, presurosa marchaba hacia la salida, hasta que el andén quedó vacío. Permanecí un largo rato esperando frente a la puerta del vagón hasta que esta se cerró automáticamente, mientras un guarda se aproximaba.
-Perdón señor, buen día, dentro hay una señora, mayor, que aún no bajó…
-Ajá, buen día señor. A ver…Veamos.
 El hombre abrió la puerta con su llave y subió al vagón. Dos, tres, cuatro minutos, el tiempo que le llevó para estar de vuelta.
-No, señor, no quedó nadie. Absolutamente vacío. Que tenga buen día.
-Gracias. Para usted también.
 Desconcertado, me dirijí hacia la salida, buscando. Me detuve en el centro de la estación, mirando hacia aquí y hacia allá. Pasaba gente a mi lado, un ir y venir. Muchos, menos ella, mi ex vecina.
 Una señora joven, muy próxima, se inclinó para atender a su hijo, un niño de aproximadamente cinco años.
-Mamá… ¿Los elefantes vuelan?
-Creo que no, mi amor… ¿Por qué?
-Anoche soñé con uno que tenía alas, volaba…
-Entonces si, a veces vuelan.
-¿Y los dinosaurios pueden tener un motor que los haga volar?
-Si vos querés y los imaginás, también pueden volar.
 La mujer y el chico fueron hacia la salida, hablando sin parar.
 Tomé mi valija e hice lo mismo, sin mirar hacia atrás.

                                                                                    Rouen, Julio de 2017




“ES ASÍ, DON…HAY CASOS.”
(Andante quasi giocoso)

Ya de mayor y por los sueños, del susto, se meaba en la cama.
“El miedo”.        
Esto empezó muy pronto,  desde niño,  en el tiempo en el  que ya dejaba de ser un bebé. Cuando al intentar bajar del lecho, asomarse y mirar hacia abajo y a pesar de la corta distancia que lo separaba del piso, ese acto le producía un terror que lo inmovilizaba hasta no poder controlarse, con las consecuencias ya señaladas; 
“Mi amor, levantate, tenés que tomar la leche…”
La madre. Se lo decía, casi siempre entre el ruido de la vajilla y de la radio.
Ciertamente, era ya un chico crecido y robusto, que ya podía valerse solo, pues hacía rato que caminaba sin dificultad;
Temores. Ni hablar de la obscuridad. Cierto es que esa situación crea fantasmas en esa etapa de la niñez; esto es muy comprensible, pero en él, particularmente,  se manifestaba con una angustia desbordada y un llanto contenido que lo hacíann amoratarse hasta el ahogo;
“Este chico, este chico, qué mal  acostumbrado…”.  La voz del padre sonaba áspera mientras miraba a su mujer.
“Salió así”, era la respuesta muda de ella, levantando sus hombros.
Al crecer,  la vida cotidiana lo proveía de más temores, casi todos nimios o irracionales para los demás,  pero no para él;  
En la mesa sentía un gran desasosiego frente a los cubiertos: equivocarse en su uso resultaba terrible para él sobre todo frente a la mirada atenta y rigurosa de su abuelo, que no  hablaba nunca pero que lo controlaba permanentemente;
También con miedo, recibió a Cristo, en la hostia de su primera comunión; con un terror previo de dos días, cuando pensaba que no podría digerirla y que se atragantaría, con el posterior castigo del cielo que lo sentiría como una ofensa;
“¿Quién es Dios, Nuestro Señor?”.  Una frase común y una incógnita que le provocaba un pánico desmesurado.
En el colegio, cada día significaba un sufrimiento, una tortura. Como esa desazón por esa mancha involuntaria de tinta en su cuaderno que provocó que se  enfermara con fiebre tan alta que hizo que durante  tres días no asistiera a la escuela;
En otra etapa, en el ciclo secundario, lo espantaban la brutalidad o la franqueza  de los varones y se refugiaba en el cotilleo de las niñas, con las consecuencias burlonas o crueles del caso;
Las chicas: “Este siempre en el medio…Qué le pasa?”.
Un compañero: “Para mi que ése es medio maricón, eh?”.
También aparecía con mucha frecuencia el otro miedo, ése que es común a todos y que él asociaba con la imagen de una vecina, vieja y antigua en el barrio, que deambulaba siempre sola, llevando una bolsa y torvo el gesto;       
El amor, sabía que debía casarse. Tiempo después, conoció a su novia, la única en su vida, con la que evitaba la soledad o los lugares oscuros.
“Nunca me besás”,  decía ella. Y esto,  más que un pedido era casi un ruego. “Te veo demasiado virginal”, respondía él, ante el asombro de la muchacha.
Tenía miedo de tocarla,  no por temor al rechazo,   sino por los posibles gérmenes que la naturaleza femenina y sus períodos, según él, podrían transmitirle. Claro que esto último, tiempo  más tarde, tuvo obligadamente que superarlo y además callarlo;   
Vino el casamiento.  
“…hasta que la muerte los separe…”
Esa frase, casi de rutina, provocó en él una desazón que lo llevó hasta el desmayo primero, luego  al punto de la asfixia, aliviada más tarde cuando llegó la ambulancia para socorrerlo,  con la hecatombe general que este hecho produjo en la ceremonia y en los asistentes. Fue ese hecho, accidental si se quiere, por el cual la que se convirtió finalmente en su esposa empezó a sentirse  enojada, decepcionada y disgustada.
“Tenías que hacer esto?” La voz de la mujer, ya su esposa, sonaba crispada.
“Y bueno, me bajó la presión. ¿Qué querés?”
Se puede anticipar que la amargura y el desencanto de la recién casada crecieron día a día, y que su humor mutó de la alegría al malhumor y a la agresión contenida;
“Y bueno, al menos te casaste”. La voz de la amiga sonó conciliadora. Un poco sarcástica, quizás. La respuesta,  a conformidad.
“Sí, claro…algo es algo”. Resignación y rabia.
El tiempo pasa. Crea expectativas, acentúa conflictos, renueva deseos, frustra esperanzas; con todo eso se va envejeciendo con tranquilidad, alegría, abulia, despecho, tristeza, horror, desencanto;
“La vieja con su bolsa estaba siempre presente, una obsesión, mucho más que una vecina cualquiera “.
Cuando ella, su mujer,  enfermó de los nervios según se dijo,  el hombre pasó, temeroso,  muchos meses de angustia, más por quedarse solo que por el fin y la futura ausencia de su esposa.
La mujer se tornó irascible; frecuentemente tenía náuseas y vómitos; en sueños se quejaba  e insultaba de la peor manera. Luego, cuando despertaba,  demudada,  no permitía que el hombre que tenía al lado osara rozarla…
Y éste empalideció y bajó de  peso hasta transformarse en una magra sombra y todo esto, naturalmente y frente al espejo, aumentó sus miedos;
“Pobre hombre, no sé que le pasa”. “Esto no anuncia nada bueno”. “Es por culpa de ella, seguro”.  “Dicen que toman, la vieron borracha”.Comentarios de vecinas, sobre todo, dichos con total falta de inocencia.
Lo otro,lo inconfesado,  apareció entonces más asiduamente; sobre todo cuando, por casualidad y con frecuencia, se cruzaba o veía a la mujer de ojos duros,ya bastante más vieja, pero siempre con su bolsa;
 La esposa, finalmente murió;
“Qué te parta un rayo”. Esas palabras o quizás algunas parecidas las escuchó de su mujer antes del último suspiro.
Y el hombre tomó al pie de la letra esa frase, y de ahí apareció un nuevo miedo: las tormentas eléctricas (aunque parezca risible hasta pensó en conseguir un pararayos portátil);
Con el tiempo,  los hijos se fueron de su lado para desarrollar sus propios destinos. Y lo hicieron con una despedida formal, lejos de cualquier sentimiento.
“El viejo se queda solo” reflexionaba uno de ellos, quizás el más afectuoso. “Y claro si no supo hacerse amigos…¡Qué se joda!” Palabras del otro, que  hablaba casi con desprecio.
 Al hombre le sobrevinieron, en esa soledad ahora aumentada, temores innumerables.  Posibles accidentes particulares: caños que podrían romperse y desbordar inundando su casa y el edificio entero, incendios que provocarían los cortos circuitos eléctricos, explosiones en el gas que volarían su vivienda y también todo el barrio y tantos otros (como, por ejemplo, epidemias colectivas si un día olvidaba sacar la bolsa de basura).
“Y la vieja, siempre la vieja ésa, dando vueltas con su bolsa”.
 Vivía encendiendo, conectando y desconectando, apagando y volviendo a controlar todo aquello que dentro de su intimidad significaba posibles peligros;
“Raro el tipo, eh?”. Observaciones del diariero, al verlo pasar. Y siempre había alguien cerca que, cómplice, asentía burlonamente.    
Y ni hablar de la más común de las dudas, esa que nos hace volver, a pesar de haber hecho ya un largo tramo,para verificar si la puerta de entrada quedó debidamente cerrada, con las dos llaves. Por eso debería haber obtenido un premio a la obstinación, ya que hacerlo tres o cuatro veces seguidas era una señal un tanto alarmante ;
También apareció el miedo de abrir el balcón, sobre todo porque la última vez que lo hizo creyó ver que ella pasaba a lo lejos, allá abajo. Pero también lo hacía para evitar la entrada de murciélagos, palomas  piedras perdidas o ladrones que trepaban los ocho pisos; lo mismo el hecho de abrir la puerta de su departamento cuando alguien llamaba o el de levantar el teléfono, atender el celular  o el timbre del portero eléctrico si alguno de esos aparatos sonaba, presumiendo siempre amenazas externas y anónimas;
Pasaba lejos de los perros y de los gatos por temor a las mordeduras, arañazos o a la rabia y a la posible falta de vacunas;
“Miauuuuu….Brrrrr…Guau….”. “Hiiiiiii…”
 Esto último era un muchacho del barrio, gracioso él,  imitando a un caballo.
Y algunos vecinos, habiéndose percatado de esta singularidad, maullaban o ladraban cuando se lo cruzaban, ante la indiferencia impostada del hombre;
El miedo lo llevó, con gran convencimiento, a salir siempre con un barbijo, no sea caso de las pestes que él,  estaba convencido, lo rondaban; 
La vieja, la vieja, la cara de la vieja, sus ojos duros. Y la bolsa, cuyo contenido ignoraba.
Sin confesar abiertamente sus temores, logró que en el Banco lo ubicaran en un espacio solitario y alejado, un cubículo perdido que hacía de archivo para causas ya obsoletas, donde se sentaba frente a una computadora,  sin trato ni con el público ni con sus compañeros, a quienes casi desconocía y casi temía. Por precaución ,digamos, y como podía hacerlo,  por estar casi encerrado,  se alejaba de a ratos del aparato, dado las ondas negativas que, estaba convencido,  seguramente fluían de la pantalla ;
Otra opinión, compartida, más definida aún, entre tantas: “Déjalo, al loco ése; no parece peligroso, es…un pobre infeliz”.
La soledad en aumento continuo hizo que el miedo más básico lo inquietara hasta el delirio, sobre todo en las noches, pensando en esa vieja mujer y en su bolsa, su obsesión corporizada,  a quien asociaba con ese terror existencial;
Además crecían,  en acelerado ascenso,  los miedos más cotidianos: en el omnibus o en el subte su billetera estaba oculta entre los pliegues de su intidmidad y frecuentemente, en esos transportes, perdía el equilibrio ya que, para evitar contagios no se aferraba a los pasamanos y agarraderas auxiliares;
No hablaba por teléfono en la calle ni osaba hacerlo personalmente con desconocidos que le hacían esas preguntas, lás más habituales y triviales,  que hacen cotidianamente los transeuntes cuando necesitan alguna información o, sencillamente,  cuando tienen ganas de hablar;
Tenía tanto miedo tanto de soñar como de comer alimentos pasados de la fecha de vencimiento, valga la diferencia;
Él sabía que la mujer, la vieja,  estaba ahí y la sentía, acechante. Imágenes graves, inquietantes.
Eso sí, se vanagloriaba de no creer en los lugares comunes de la superstición: pasar por debajo de las escaleras, no atravesar el lugar donde se cruzó un gato negro,o eso del salero que indicaba que había que depositarlo en la mesa en vez de alcanzárselo al comensal vecino,también  el número trece, etc.  Y otros “mitos”, que no hace falta enumerar. Esta actitud, para él valiente y racional,  lo hacía sentirse fuerte, invulnerable, corajudo y audaz.
¿Coincidencias, contradicciones? Cosas que pasan.
Una vecina, la de arriba, a otra, la de abajo:
“Ya lo ve, cada vez peor;  casi ni habla, no hay nada que hacerle, el tiempo pasa para todos. Algunos se trastornan…hasta que se van, sin chistar.”
“Sí, ni siquiera al purgatorio, el infeliz”, opinaba otra, católica de las viejas creencias.
Y la mujer tenía razón. Un día se hizo el gran silencio y el hombre desapareció de este mundo. Una de las cosas que pasan.
Los hijos, dadas las formalidades del caso, lo velaron brevemente y las llamas del crematorio se ocuparon de él.
Seguramente, frente a eso, también hubiera tenido miedo, el gran miedo.
El fuego, que es la vida, siempre asusta.

Pequeño epílogo: No, amigo, de la vieja ni noticias; solo la certeza de haber  tenido el mismo destino de todos. El humano. Y quizás se fue con su bolsa, claro.
                                                                                                          Buenos Aires, 30 de Marzo de 2018

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